Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—¡Buen chico Laddie!

—Claro —asintió Gaspode.

 

—¡Mira lo que lleva puesto! —se sorprendió Víctor.

—Una chaqueta de terciopelo rojo con cordones dorados —dijo Ginger por el rabillo de la boca—. ¿Y qué? No habría sido mala idea que la complementara con un par de pantalones.

—Oh, dioses —jadeó el joven.

Entraron en el iluminado vestíbulo del Odium.

Bezam se había esforzado al máximo. Trolls y enanos habían trabajado allí de sol a sol para acabarlo todo a tiempo.

Había cortinas rojas afelpadas, y columnas, y espejos.

Hasta la última superficie aparecía cubierta de querubines regordetes y frutas variadas, todo pintado de color dorado.

Era como entrar en una caja de bombones carísimos.

O en una pesadilla. Víctor casi esperaba oír de un momento a otro el rugido del mar, y ver caer los cortinajes, transformados en una mancha de lodo negro.

—Oh, dioses —repitió.

—¿Qué te pasa ahora? —preguntó Ginger, sonriendo fijamente a la hilera de personalidades de la ciudad que aguardaban el momento de las presentaciones.

—Ahora lo verás —dijo Víctor con voz ronca—. ¡Es Holy Wood! ¡Han traído Holy Wood a Ankh-Morpork!

—Sí, pero…

—¿No recuerdas nada de aquella noche, en la colina? ¿Antes de que te despertaras?

—Ya te dije que no.

—Ahora lo verás —repitió Víctor.

Contempló el ornamentado caballete que había cerca de una de las paredes.

Decía: «¡Tres sesiones al día!».

Y Víctor recordó las dunas de arena, los antiguos mitos, las langostas.

 

La cartografía nunca había sido un arte muy preciso en el Mundodisco. Todos los que lo intentaban empezaban con buenas intenciones, pero luego se dejaban arrastrar por el entusiasmo que despertaban en ellos las ballenas, los monstruos, las olas y otros adornos del mobiliario cartográfico, y se les olvidaba incluir los aburridos ríos y montañas.

El archicanciller puso un abarrotado cenicero en la esquina que amenazaba con enrollarse. Pasó un dedo por la arrugada superficie.

—Aquí dice «Hay dragones» —señaló—. Y dentro de la ciudad. Qué cosas.

—No, sólo es el Refugio para Dragones Enfermos de Lady Ramkin —aclaró el tesorero en tono distraído.

—Y aquí dice, «Terra Incógnita» —siguió el archicanciller—. ¿Por qué?

El tesorero se inclinó para ver mejor.

—Bueno, probablemente es mucho más interesante que dibujar muchos campos de repollos.

—Aquí pone «Hay dragones», otra vez.

—Eso, creo, es una mentira.

El pulgar calloso del archicanciller siguió en la dirección que habían deducido. Apartó un par de moscas muertas.

—Aquí no hay absolutamente nada —dijo. Se inclinó un poco más—. Sólo el mar y… —Entrecerró los ojos—. Holy Wood. ¿Qué es eso?

—¿No es el lugar a donde se fueron todos los alquimistas? —señaló el tesorero.

—Ah, sí.

—Supongo —titubeó el tesorero— que no estarán haciendo nada mágico…

—¿Los alquimistas? ¿Magia?

—Lo siento, qué tontería he dicho, ya lo sé. El portero me contó que se dedican a hacer espectáculos de sombras, creo. O de marionetas. O de algo así. La verdad es que no presté mucha atención. Es decir… ¿los alquimistas? Naaaa… Los asesinos, pase. Los ladrones, pase. Hasta los comerciantes… los comerciantes pueden llegar a ser muy retorcidos. Pero en cambio, los alquimistas… no conozco a seres más bienintencionados, despistados, chapuceros…

Su voz se fue apagando a medida que las orejas comprendían lo que decía su boca.

—No se atreverían, ¿verdad? —tartamudeó.

—¿No?

El tesorero dejó escapar una carcajada hueca.

—Naaa, qué va, ¡No se atreverían! Saben que les pondríamos las cosas muy difíciles si osaran practicar magia aquí…

Volvió a quedarse sin voz.

—Estoy seguro de que no se atreverían —insistió.

—Ni siquiera tan lejos —insistió.

—No se atreverían —insistió.

—Nada de magia. ¿Verdad? —insistió.

—¡Nunca he confiado en esos cabrones de manos sucias! —insistió—. Jamás han sido como nosotros. ¡Ni siquiera saben lo que es la dignidad!

 

La multitud que se aglomeraba en torno a la taquilla estaba cada vez más airada.

—¿Os habéis revisado todos los bolsillos? —insistió el profesor.

—¡Sí! —gimió el decano.

—Pues revisadlos otra vez.

Por lo que a los magos respectaba, el concepto de «pagar» era una desgracia que les sucedía a los demás. Un sombrero puntiagudo solía allanar todos los obstáculos.

Mientras el decano se revisaba frenético los pliegues de la túnica, el profesor dirigió una sonrisa enloquecida a la joven que vendía las entradas.

—Pero, querida, te aseguro que somos magos —insistió a la desesperada.

—Se nota de lejos que las barbas son falsas —bufó la chica—. Además, aquí estamos acostumbrados a todos los trucos. ¿Cómo sé yo que no eres tres niñitos con la chaqueta de vuestro padre?

—¡Señorita!

—Yo tengo dos dólares y quince peniques —dijo el decano, rescatando las monedas de entre un puñado de pelusa y misteriosos objetos mágicos.

—Entonces, tenéis para dos entradas en el patio de butacas —dijo la chica, desenrollando de mala gana dos cartoncitos. El profesor los recogió a toda velocidad.

—Entonces, entraré yo con Windle —dijo rápidamente, volviéndose hacia los demás—. Me temo que vosotros tendréis que volver a comerciar honradamente.

Hizo un gesto apurado con las cejas.

—No entiendo por qué… —empezó el decano.

—Si no, llegaremos con retraso —insistió el profesor, haciendo evidentes gestos discretos—. Si no volvéis atrás.

—Oye, tú, el dinero era mío, y no pienso… —se enfadó el decano.

Pero el conferenciante de Runas Modernas lo cogió por el brazo.

—Calla y ven —dijo. Hizo un guiño largo, decidido, en dirección al profesor—. Es hora de que vayamos atrás.

—Sigo sin entender… —se quejó el decano mientras se lo llevaban casi a rastras.

 

Las nubes grises se arremolinaban en el espejo mágico del archicanciller. Casi todos los magos tenían espejos mágicos, pero había pocos que se tomaran la molestia de utilizarlos. Eran confusos y poco fiables. Ni siquiera resultaban muy útiles para afeitarse.

Ridcully, en cambio, era sorprendentemente aficionado a ellos.

—Para acechar las presas —dijo a modo de explicación—. No soportaba tanto arrastrarme por encima de helechos húmedos durante horas, diantre. Sírvete algo de beber, hombre. Y ponme una copa a mí también.

Las nubes se movieron un poco.

—Creo que no veo nada más —dijo—. Qué cosa más rara, no hay más que niebla.

El archicanciller carraspeó. El tesorero empezaba a darse cuenta de que, contra todas las apariencias, su superior era bastante inteligente.

—¿Has visto alguna vez uno de estos espectáculos con sombras de imágenes de marionetas en acción? —preguntó Ridcully.

—Suelen ir los criados —replicó el tesorero.

Ridcully dedujo que aquello significaba «no».

—Pues me parece que deberíamos ir a echar un vistazo —decidió.

—Como tú digas, archicanciller —dijo el tesorero con humildad.

 

Una regla inquebrantable que siguen todos los edificios donde se exhiben imágenes en acción, a lo largo y ancho de todo el multiverso, es que lo espantoso de la arquitectura por la parte de atrás es directamente proporcional a lo suntuoso de la arquitectura por la parte de delante. Por delante: columnas, arcos, panes de oro, luces. Por detrás: extrañas tuberías, misteriosos tramos de cañerías, paredes sucias, callejones fétidos.

Y la ventana de los lavabos.

—No hay motivo alguno para que hagamos esto —gimió el decano mientras los magos forcejeaban en la oscuridad.

—Cállate y sigue empujando —jadeó el conferenciante de Runas Modernas, desde el otro lado de la ventana.

—Podríamos haber transformado cualquier cosa en dinero —insistió el decano—. Una simple ilusión rápida, nada más. ¿Qué tiene eso de malo?

—Es devaluar la moneda —replicó el conferenciante—. Por hacer algo así, te pueden tirar al pozo de los escorpiones. ¿Dónde estoy poniendo el pie? ¿Dónde estoy poniendo el pie?

—No pasa nada —lo tranquilizó uno de los magos—. Venga, decano, para arriba.

—Oh, cielos —gimió el decano mientras lo empujaban por el estrecho ventanuco, hacia la oscuridad inmencionable que había más allá—. De esto no puede salir nada bueno.

—Mira, tú ten cuidado con dónde pones los pies. ¡Vaya, mira lo que has hecho! ¿No te dije que tuvieras cuidado? ¡Vamos, entra de una vez!

Los magos caminaron de puntillas (el decano chapoteó furtivamente) por el área reservada detrás del escenario, para adentrarse en el abarrotado auditorio, donde Windle Poons les estaba guardando unos cuantos asientos por el sencillo y expeditivo sistema de blandir el bastón ante cualquiera que se acercara a ellos. Se metieron como pudieron, tropezando unos con las piernas de otros, hasta que, por fin, pudieron sentarse.

Contemplaron el sombrío rectángulo gris al otro lado de la sala.

Durante un rato.

—La verdad, no entiendo por qué le gusta tanto a la gente —dijo el profesor al final.

—¿Han hecho ya el «conejo deforme»? —preguntó el conferenciante de Runas Modernas.

—Aún no ha empezado —siseó el decano.

—Tengo hambre —se quejó Poons—. Soy un anciano, mmm, y tengo hambre.

—¿Sabéis lo que hizo? —bufó el profesor—. ¿Sabéis lo que hizo este viejo idiota? Cuando una joven con una antorcha nos acompañó hasta nuestros asientos, le dio un pellizco en… ¡al final de la espalda!

Poons dejó escapar una risita.

—¡Jejeje! ¿Ya sabe tu madre que sales de noche? —cloqueó alegremente.

—Esto es demasiado para él —siguió quejándose el profesor—. No deberíamos haberlo traído.

—¿Os habéis dado cuenta de que nos estamos perdiendo la cena? —señaló el decano.

Al recordarlo, los magos se quedaron en silencio. Una mujer corpulenta pasó junto a la silla de Poons, y se sobresaltó bruscamente. Miró a su alrededor con gesto de sospecha, pero no vio más que a un encantador ancianito, que, evidentemente, dormitaba.

—Y los martes ponen ganso asado —suspiró el decano.

Poons abrió un ojo e hizo sonar la bocina de la silla de ruedas.

—¡Je, je! ¡Juerga, juerga, marcha! —exclamó.

—¿Veis lo que quiero decir? —señaló el profesor—. No sabe ni en qué siglo estamos.

Poons clavó en él unos ojos brillantes.

—Puede que sea viejo, mmm, y un poco tonto, vale —dijo—. Pero no pienso pasar hambre.

Rebuscó por las recónditas profundidades de su silla de ruedas, y sacó una grasienta bolsita negra. El contenido de la bolsita tintineaba.

—Antes, a la entrada, vi a una jovencita que vendía una comida especial para las imágenes en acción —dijo.

—¿Quieres decir que tú tenías dinero? —casi gritó el decano—. ¿Y no nos lo dijiste?

—No me lo preguntasteis —respondió Poons.

Los magos contemplaron la bolsa con gesto hambriento.

—Tienen pajaritos con mantequilla, y salchichas en panecillos, y cosas de chocolate con cosas encima… —explicó Poons. Les dirigió una sonrisa astuta y desdentada—. Coged si queréis —ofreció generosamente.

 

El decano fue marcando las compras en la lista.

—Bueno —dijo—, así que son seis paquetes patricio-size de pajaritos con doble de mantequilla, ocho salchichas en panecillo, un supervaso de bebida burbujeante, y una bolsa de pasas cubiertas de chocolate.

Tendió el dinero.

—Eso es —asintió el profesor, al tiempo que recogía los paquetes—. Oye, ¿no deberíamos comprar algo también para los demás?

 

En la sala desde la cual se proyectaban las imágenes, Bezam maldecía entre dientes mientras metía el enorme rollo de Lo que la Tempestad se Llevó en la máquina.

A pocos metros de allí, en una zona del palco protegida con cuerdas, el patricio de Ankh-Morpork, Lord Vetinari, tampoco estaba demasiado cómodo.

Tenía que admitir que se trataba de una pareja de jóvenes muy agradables. Lo que pasaba era que no estaba seguro de por qué se encontraba sentado junto a ellos, ni de por qué eran tan importantes.

Estaba acostumbrado a la gente importante, o al menos a gente que se creía importante. Los magos llegaban a ser importantes por sus hazañas mágicas. Los ladrones llegaban a ser importantes por sus atrevidos robos, igual que los comerciantes, aunque con ciertos matices. Los guerreros llegaban a ser importantes tras vencer en las batallas y seguir vivos. Los asesinos se hacían importantes por sus habilidosas inhumaciones. Había muchos caminos que llevaban a la importancia, pero todos eran tangibles, todos se podían comprender. Tenían cierta lógica.

Mientras que aquellas dos personas, lo único que habían hecho era moverse de una manera interesante delante de la nueva maquinaria de las imágenes en acción. Comparado con ellos, hasta el actor más inútil de la ciudad era un genio de la interpretación, pero a nadie se le ocurriría abarrotar las calles y gritar su nombre.

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