Junto a la entrada del Odium, había una gran multitud, formando una cola que se perdía calle abajo. El decano hizo caso omiso de ella, y guió a sus colegas hacia las puertas.
—¡Eh! —los llamó alguien.
Alzó la vista hacia un troll de rostro enrojecido, que vestía un traje de aspecto militar y corte deleznable, con unas charreteras del tamaño de cazuelas, y sin pantalones.
—¿Sí?
—Eso de ahí es una cola —señaló el troll.
El decano asintió con educación. En Ankh-Morpork una cola era, casi por definición, algo con un mago a la cabeza.
—Ya lo veo —asintió—. Y está muy bien, desde luego. Ahora, si tiene la amabilidad de apartarse, entraremos a ocupar nuestras localidades.
El troll le clavó un dedo en el estómago.
—¿Quiénes creéis que sois? —preguntó—. ¿Magos, o algo por el estilo?
Esto arrancó una carcajada de los que aguardaban más cerca. El decano se inclinó hacia delante.
—En realidad, sí, somos magos —siseó.
El troll sonrió.
—A otro troll con esa roca —gruñó—. ¡Se nota a la legua que las barbas son falsas!
—Oye, escucha… —empezó el decano.
Pero su voz se convirtió en un aullido incoherente cuando el troll lo levantó por el cuello de la túnica y lo empujó a la calle.
—¡Tendréis que hacer cola como todos los demás! —exclamó.
En la cola se oyó un coro de risas burlonas. El decano lanzó un gruñido y alzó la mano derecha, con los dedos separados…
El profesor lo agarró por el brazo.
—Sí, buena idea —siseó—. De mucho nos iba a servir, ¿eh? ¡Vamos!
—¿Adonde?
—¡Al final de la cola!
—¡Pero nosotros somos magos! ¡Nunca aguardamos nuestro turno para nada!
—Somos honrados comerciantes, ¿recuerdas? —replicó el profesor. Miró en dirección a los espectadores más cercanos, que lo miraban con caras raras—. Somos honrados comerciantes —repitió, más alto. Dio un codazo al decano—. Venga, empieza —siseó.
—¿Que empiece a qué?
—A decir algo comerciante.
El decano lo miró, boquiabierto.
—¿Y eso cómo se hace? —preguntó.
—¡Di lo que sea! ¡Todo el mundo nos está mirando!
—Oh. —El rostro del decano se contrajo en una mueca de terror, pero entonces se le ocurrió algo—. Qué manzanas tan bonitas —dijo—. Cómprelas ahora que aún están calientes. Son preciosas… ¿vale con eso?
—Supongo que sí. Venga, vamos al final…
Hubo una conmoción en el otro extremo de la calle. La gente se precipitó hacia delante. La cola rompió filas y atacó. Los honrados comerciantes se vieron rodeados de repente por una multitud que los empujaba con desesperación.
—¡Eh, hay que respetar la cola! —exclamó el honrado comerciante de Runas Modernas con timidez, mientras lo empujaban de un lado a otro.
El decano agarró por el hombro a un muchacho que le estaba clavando un codo con ferocidad.
—¿Qué pasa aquí, joven? —exigió saber.
—¡Ya vienen! —gritó el chico.
—¿Quién viene?
—¡Las estrellas!
Los magos alzaron la vista como un solo hombre.
—No, qué va —replicó el decano.
Pero el chico ya se había liberado de su mano, y se había perdido entre la marea de gente.
—Es una extraña superstición primitiva —señaló el decano en tono despectivo.
Los magos, con excepción de Poons, que se estaba quejando y blandía el bastón a diestro y siniestro, se pusieron de puntillas para intentar ver algo.
El tesorero encontró al archicanciller en uno de los pasillos.
—¡No hay nadie en la sala No-Común —gritó.
—¡La biblioteca está desierta! —aulló el archicanciller.
—Había oído hablar de este tipo de cosas —gimió el tesorero—. Nosequés espontáneos. ¡Todos se han vuelto espontáneos!
—Calma, hombre, calma. Sólo porque…
—¡Es que ni siquiera encuentro a los criados! ¡Ya sabes lo que pasa cuando la realidad se esfuma! Probablemente, en este mismo momento los gigantescos tentáculos de…
Se oyó un uuhhmm… uuhhmm… lejano, seguido por el ruido de los perdigones estrellándose contra la pared.
—Y siempre en la misma dirección —murmuró el tesorero.
—¿En qué dirección?
—¡La dirección desde donde vendrán Ellos! ¡Creo que me voy a volver loco!
—Venga, venga —lo tranquilizó el archicanciller, dándole palmaditas en el hombro—. No puedes ir por ahí hablando de esa manera. Es de locos.
Ginger, aterrorizada, miró por la ventanilla del carruaje.
—¿Quién es toda esta gente? —preguntó.
—Son admiradores —explicó Escurridizo.
—¿Y qué miran?
—Mi tío quiere decir que es gente a la que le gusta veros en las películas —explicó Soll—. Eh… les gustáis mucho.
—Ahí fuera también hay mujeres —dijo Víctor.
Se arriesgó a hacer un cauteloso gesto de saludo. Entre la multitud, una mujer se desmayó.
—Eres famosa —dijo—. Me dijiste que siempre habías querido ser famosa.
Ginger volvió a mirar a la multitud.
—¡Pero no me imaginaba que sería así! ¡Están gritando nuestros nombres!
—Nos hemos esforzado mucho para que todo el mundo se interesara por Lo que la Tempestad se Llevó —asintió Soll.
—Sí —corroboró Escurridizo—. Hemos dicho que es la película más importante en toda la historia de Holy Wood.
—La verdad es que sólo llevamos un par de meses haciendo películas —señaló Ginger.
—¿Y qué? Dos meses siguen siendo una historia, aunque sea breve —bufó el ex-vendedor de salchichas.
Víctor vio la expresión en el rostro de Ginger. ¿Cuándo se habría iniciado en realidad la historia de Holy Wood? Quizá hubiera alguna piedra calendario de la antigüedad en el lecho marino, entre las langostas. O a lo mejor no había manera de medir el tiempo en este caso. ¿Cómo se puede calcular la edad de una idea?
—También van a asistir muchas personalidades importantes —señaló Escurridizo—. El patricio, todos los nobles, los presidentes de los gremios, y algunos sumos sacerdotes. Los magos no, claro, malditos vejestorios engreídos. Pero será una noche memorable, eso os lo garantizo.
—¿Tendrán que presentarnos a todos? —quiso saber Víctor.
—No. Os los presentarán a vosotros —lo corrigió Escurridizo—. Será la mayor emoción de sus vidas.
Víctor volvió a contemplar la multitud.
—¿Son imaginaciones mías, o empieza a haber niebla? —preguntó.
Poons asestó un golpe con el bastón a las piernas del profesor.
—¿Qué pasa? —quiso saber—. ¿Por qué aplaude todo el mundo?
—El patricio acaba de bajar de su carruaje —le informó el profesor.
—Pues no veo qué tiene eso de asombroso —refunfuñó Poons—. Yo he bajado de carruajes cientos de veces. No tiene ningún mérito.
—Es un poco extraño —tuvo que admitir el profesor—. Y también han aplaudido al presidente del gremio de los asesinos, y al sumo sacerdote de Io el Ciego. Y ahora, acaban de desenrollar una alfombra roja.
—¿Qué? ¿En la calle? ¿En Ankh-Morpork?
—Sí.
—No me gustaría tener que pagar la factura de la tintorería —dijo Poons.
El conferenciante de Runas Modernas dio un buen codazo en las costillas al profesor. En realidad, le dio un codazo en el punto donde debían de encontrarse las costillas, bajo los estratos de grasa fruto de cincuenta años de excelentes cenas.
—¡Callaos! —siseó—. ¡Ya vienen!
—¿Quién?
—Parece que alguien importante.
El rostro del profesor se contrajo en una mueca de terror bajo la auténtica barba falsa.
—No pensaréis que han invitado al archicanciller, ¿verdad?
Los magos trataron de encogerse dentro de sus túnicas, como si fueran tortugas.
La verdad era que se trataba de un carruaje mucho más impresionante que cualquiera de los destartalados vehículos que poblaban las cocheras de la Universidad. La multitud se precipitó contra la barrera de trolls y guardias de la ciudad. Todos contemplaban con expectación la puerta del carruaje. Hasta el aire mismo parecía vibrar.
El señor Bezam, tan henchido de orgullo que parecía a punto de flotar por los aires, se acercó a la puerta del carruaje, y la abrió.
La multitud contuvo el aliento colectivo, a excepción de una pequeña parte de ella, que golpeaba con su bastón a todos los que le rodeaban.
—¿Qué está pasando? —preguntaba—. ¿Qué está pasando? ¿Por qué nadie me dice qué está pasando? ¡Exijo que alguien me diga, qué está pasando!
La puerta permaneció cerrada. Ginger se había aferrado al picaporte como si fuera un salvavidas.
—¡Ahí fuera hay miles de personas! —gritó—. ¡No puedo salir!
—¡Pero si son los que ven tus películas! —le suplicó Soll—. ¡Son tu público!
—¡No!
Soll se llevó las manos a la cabeza.
—¿No la puedes convencer? —preguntó a Víctor.
—Ni siquiera estoy muy seguro de poder convencerme a mí mismo.
—¡Pero si ya habéis pasado días delante de toda esa gente! —señaló Escurridizo.
—No es verdad —replicó Ginger—. Allí sólo estaba usted, y los operadores, y los trolls, y los demás. Eso era diferente. Además, en realidad, no era yo. Era Delores De Syn.
Víctor, pensativo, se mordisqueó el labio.
—Entonces, quizá la que debería salir es Delores De Syn —señaló.
—¿Cómo voy a hacerlo?
—Bueno… ¿por qué no haces como si fuera una película?
Los Escurridizo, tío y sobrino, intercambiaron una mirada. Luego, Soll se llevó las manos a la cara, con los dedos formando un círculo, como si fuera el ojo de la caja de imágenes. Escurridizo, tras un codazo de complicidad, le puso una mano en la cabeza y empezó a dar vueltas a la manivela invisible de su oreja.
—¡Acción! —ordenó.
La puerta del carruaje se abrió.
La multitud dejó escapar el aliento en un monstruoso suspiro. Víctor salió del vehículo, tendió una mano, ayudó a salir a Ginger…
La multitud aplaudió con enloquecido fervor.
El conferenciante de Runas Modernas se mordisqueaba los dedos de puro nerviosismo. El profesor emitió un extraño sonido ronco con el fondo de la garganta.
—¿Os acordáis de cuando alguien preguntó si había algo mejor para un chico que ser mago? —consiguió decir.
—A un auténtico mago sólo debería interesarle una cosa —murmuró el decano—. Lo sabéis muy bien.
—Oh, y tanto.
—Me refería a la magia.
—Ah.
El profesor contempló a las figuras que avanzaban.
—¿Sabéis una cosa? Ése es el joven Víctor, vaya si lo es. Estoy seguro —dijo.
—Es repugnante —bufó el decano—. No comprendo que haya preferido ir por ahí rondando a chicas guapas, cuando pudo llegar a ser mago.
—Sí. Qué idiota —asintió el conferenciante de Runas Modernas, que tenía problemas para controlar la respiración.
Se oyó una especie de suspiro comunitario.
—La verdad sea dicha, hay que admitir que la chica no está nada mal —señaló el profesor.
—Soy un anciano, si alguien no me deja ver ahora mismo —crepitó una voz cascada tras ellos—, alguien va a sentir la punta de, mmm, mi bastón, ¿entendido?
Dos de los magos se hicieron a un lado y empujaron la silla de ruedas. Una vez en marcha, se enfiló directamente hasta llegar al borde de la alfombra, arañando todas las rodillas y tobillos que se interpusieron en su camino.
Poons se quedó boquiabierto.
Ginger cogió la mano de Víctor.
—Ahí hay un grupo de viejos gordos con barbas falsas que te están haciendo señas —le dijo sin dejar de apretar los dientes en la forzada sonrisa.
—Sí, creo que son magos —asintió Víctor, también sonriendo.
—Uno de ellos no hace más que dar saltos en la silla de ruedas, y grita cosas como «¡Yupiyeiyei», «¡Jopjopjop!» y «¡Hurrahurra!».
—Ése es el mago más viejo del mundo —le explicó el joven.
Saludó a una señora gorda de la multitud, que se desmayó.
—¡Cielo santo! ¿Y cómo era hace cincuenta años?
—Un viejo de ochenta[24]. ¡No le lances un beso!
La multitud rugió, aprobadora.
—Parece un encanto.
—Sigue sonriendo, no dejes de saludar.
—¡Oh, dioses, mira a toda esa gente que espera para que nos la presenten!
—Ya los veo —asintió Víctor.
—¡Pero son importantes!
—Creo que nosotros también.
—¿Por qué?
—Porque somos nosotros. Es lo que tú dijiste aquella vez en la playa. Somos nosotros, tan grandes como es posible. Es lo que querías. Somos…
Se detuvo.
El troll situado ante la puerta del Odium le dedicó un saludo titubeante. Cuando se llevó la mano a la oreja, el ruido del golpe resultó audible incluso por encima del rugido de la multitud…
Gaspode se tambaleó a toda velocidad callejón abajo, mientras Laddie trotaba obediente tras él, pisándole los talones. Nadie les había prestado la menor atención cuando saltaron (en el caso de Gaspode sería más correcto decir «cayeron») del carruaje.
—Pasarnos toda la noche en un local lleno de gente no es el mejor plan que se me ocurre —murmuró Gaspode—. Esto es la gran ciudad. No Holy Wood. Tú ven conmigo, cachorro, y no te pasará nada. Primera parada, la puerta trasera de Harga, La Casa de las Costillas. Allí me conocen. ¿De acuerdo?