Fue el segundo peor momento de su vida.
Allí estaban todos. Todo el personal docente superior. Hasta el decano. Hasta el viejo Poons, en su silla de ruedas. Todos allí de pie, entre las sombras, mirándolo con caras raras. La paranoia hizo explosión con sus oscuros fuegos artificiales en el basurero de su mente. Lo estaban esperando a él.
Se quedó paralizado.
El decano le habló.
—Oh. Oh. Oh. Eh. Ah. Mm. Mmm —empezó. Luego, pareció recuperar el control sobre su lengua—. Oh. ¿Qué tenemos aquí? ¿Qué tenemos aquí? ¡Ven ahora mismo, joven!
Ponder titubeó un instante. Luego, huyó como si le fuera en ello la vida.
Tras un rato, el conferenciante en Runas Modernas se atrevió a hablar.
—Era el joven Stibbons, ¿verdad? ¿Se ha marchado?
—Creo que sí.
—Seguro que dirá algo a alguien.
—Lo dudo —replicó el decano.
—¿Crees que llegó a ver que habíamos sacado los ladrillos?
—No, yo me había puesto delante de los agujeros —lo tranquilizó el profesor.
—Pues venga, vamos. ¿Por dónde estábamos?
—Escuchad, esto me parece un poco alocado —protestó el decano.
—Cállate, vejestorio, y coge este ladrillo.
—Vale, pero ahora, decidme… ¿cómo pensáis sacar la silla de ruedas?
Todos contemplaron la silla de Poons.
Existen sillas de ruedas que son esbeltas y ligeras, diseñadas para que sus propietarios se muevan con independencia y sin problemas en la sociedad moderna. Para la cosa en la que habitaba Poons, eran como gacelas comparadas con un hipopótamo. Poons era perfectamente consciente de su función en la sociedad moderna y, por lo que a él respectaba, consistía en que lo empujaran a todas partes y, en resumidas cuentas, en que lo llevaran en palmitas.
Era larga, muy ancha, y se controlaba gracias a unas ruedecillas en la parte de delante y un largo mango de hierro fundido. En realidad, el hierro fundido era buena parte de su estructura básica. La silla tenía barrocos adornos de hierro, que parecían hechos a partir de tuberías de hierro soldadas. Las ruedas de la parte trasera no llevaban cuchillas afiladas, pero daba la sensación de que eran un extra opcional. La silla tenía varias palancas de aspecto ominoso, cuyo objetivo sólo conocía el propio Poons. Había también una gran capucha de tela impermeable, que se podía levantar en tan sólo unas pocas horas y serviría para proteger a su ocupante de chaparrones, tormentas y, probablemente, de meteoritos y edificios que se derrumbaran. Quizá para hacerla un poco menos ominosa, la palanca delantera estaba adornada con un amplio surtido de trompetas, bocinas y silbatos, con los cuales Poons tenía costumbre de anunciar su paso por los pasillos y salones de la Universidad. Porque una de las características de aquella silla de ruedas era que hacía falta un hombre musculoso para ponerla en marcha, pero, una vez en movimiento, resultaba imparable; quizá tuviera frenos, pero Windle Poons nunca se había molestado en averiguarlo. Tanto el personal docente como los estudiantes sabían que, si oían un bocinazo o un silbido demasiado cerca, su única posibilidad de supervivencia estribaba en aplastarse al máximo contra la pared más cercana mientras pasaba el temible vehículo.
—No vamos a poder pasarla por encima del muro —dijo el decano con firmeza—. Debe de pesar como mínimo una tonelada. Además, de todos modos, sería mejor que se quedara. Es demasiado viejo para estas cosas.
—Cuando yo era joven, saltaba este muro, mmm, todas las noches —dijo Poons con resentimiento. Dejó escapar una risita—. Menudas juergas nos corríamos en aquellos tiempos. Os lo digo yo. Si me dieran un penique, mmm, por cada vez que la Guardia me persiguió hasta aquí… —Sus viejos labios se movieron en un repentino frenesí de cálculo—. Tendría cinco peniques y medio.
—A lo mejor, si… —empezó a decir el profesor. Se interrumpió a media frase y se quedó mirando al anciano—. ¿Cómo que cinco peniques y medio?
—Recuerdo que una vez se quedaron a medio camino —explicó Poons alegremente—. Oh, vaya si eran buenos tiempos, y tanto que sí. Recuerdo que una vez el viejo «Números» Riktor, y «Gordito» Spold y yo, nos metimos en el Templo de los Dioses Menores, ya sabéis, a mitad de un servicio, y Gordito llevaba un cochinillo en un saco, y entonces…
—¿Veis lo que habéis hecho? —se quejó el conferenciante de Runas Modernas—. Ahora no habrá manera de pararlo.
—Podríamos intentar elevarla con magia—. El Ascensor Sin Esfuerzo de Gindle bastará y sobrará.
—…y entonces el sumo sacerdote se dio la vuelta, je, je, ¡y qué cara puso! Luego el viejo Números dijo, ¿por qué no vamos a…?
—No es un uso muy digno de la magia —bufó el decano.
—Desde luego, es mucho más digno que levantar nosotros mismos a pulso ese jodido trasto por encima del muro, ¿no te parece? —insistió el conferenciante de Runas Modernas mientras se arremangaba—. Vamos, muchachos.
—…y luego vimos a Granos aporreando la puerta del Gremio de los Asesinos, y allí estaba el viejo Scummidge, que era el portero entonces, je, je, ni os lo imagináis, era un espanto, bueno, pues el caso es que salió, mmm, y en ese momento los guardias doblaron la esquina…
—¿Preparados? ¡Ya!
—… lo que me recuerda aquella vez en que «Pepinillo» Framer cogió un bote de pegamento y fue a…
—¡Por tu lado, decano!
Los magos gruñeron con el esfuerzo.
—… y, mmm, también recuerdo como si fuera ayer la cara que puso al…
—¡Ahora, bajadla por el otro lado!
Las ruedas de hierro tintinearon suavemente contra los guijarros del callejón.
Poons asintió, sonriente.
—Eran buenos tiempos, vaya si eran buenos tiempos —murmuró.
Y se quedó dormido.
Los magos salieron también, trepando muy despacio por el muro y saltando inseguros al otro lado, con los amplios traseros brillando a la luz de la luna. Llegaron al callejón, y se quedaron allí unos segundos, jadeantes.
—Dime, decano —resolló el conferenciante, apoyándose en la pared para evitar el temblor de las piernas—. ¿Hemos dado… órdenes… para que… hagan el muro… más alto… en los cincuenta… últimos años?
—Creo… que… no.
—Qué cosa más extraña. Antes yo lo saltaba como una gacela. Y no hace tanto tiempo. No hace tanto, desde luego.
Los magos se secaron las frentes y se miraron tímidamente unos a otros.
—Yo solía saltarlo casi todas las noches para tomarme una o… o varias jarras de cerveza —empezó el profesor.
—Yo, por las noches, estudiaba —señaló el decano escrupulosamente.
El profesor entrecerró los ojos.
—Sí, es verdad, siempre —dijo—. Lo recuerdo muy bien.
Los magos empezaban a aprehender la situación. Estaban fuera de la Universidad, de noche y sin permiso, por primera vez desde hacía décadas. Una cierta excitación contagiosa se transmitió de unos a otros. Cualquier observador atento al lenguaje corporal había estado dispuesto a apostar lo que fuera a que, después de la película, alguno sugeriría que, ya que estaban fuera, podían ir a cualquier sitio a beber algo, y luego otro sugeriría que ya que estaban en ello podían cenar, y siempre quedaría sitio para más bebidas, y al final darían las cinco de la madrugada y la Guardia de la ciudad llamaría respetuosamente a las puertas de la Universidad Invisible, para preguntar al archicanciller si podía ir a los calabozos a identificar a unos supuestos magos que estaban cantando canciones obscenas en un sexteto desacompasado, y que si de paso le importaría llevar algo de dinero para pagar los destrozos. Porque, en el interior de cada anciano, hay un joven preguntándose qué demonios ha pasado.
El profesor alzó la mano y se agarró el ala de su puntiagudo sombrero de mago.
—Bueno, muchachos —dijo—. Gorros fuera.
Todos se descubrieron, pero de mala gana. Los magos llegan a encariñarse mucho con sus sombreros puntiagudos. Les da cierta garantía de identidad. Pero, como había dicho al principio de la conversación el profesor, la gente sabía que eran magos gracias a los sombreros puntiagudos; por tanto, si se los quitaban, los confundirían con mercaderes adinerados o algo por el estilo.
El decano se estremeció.
—Me siento como si me hubiera quitado toda la ropa —tartamudeó.
—Los podemos meter debajo de la manta de Poons —señaló el profesor—. Nadie se dará cuenta de que somos nosotros.
—Ni siquiera nosotros —suspiró el conferenciante de Runas Modernas.
—Pensarán que somos… bueno, que somos ciudadanos corrientes.
—Así es como me siento —asintió el decano—. Como un ciudadano corriente.
—O comerciantes —insistió el profesor. Se pasó los dedos por el pelo blanco.
—Recordadlo —insistió—. Si alguien nos dice algo, no somos magos. Sólo honrados comerciantes que han salido a divertirse una noche, ¿de acuerdo?
—¿Qué pinta tiene un honrado comerciante? —preguntó uno de los magos.
—¿Cómo quieres que lo sepamos? —replicó el profesor—. Bien, la cuestión es que nadie deberá hacer nada de magia —prosiguió—. No hace falta que os diga lo que pasará si el archicanciller se entera de que el personal docente ha asistido a espectáculos populares.
—Me preocupa mucho más que se enteren los estudiantes —se estremeció el decano.
—¡Barbas falsas! —intervino el conferenciante de Runas Modernas—. ¡Tendríamos que llevar barbas falsas! El profesor puso los ojos en blanco.
—Todos tenemos barba —le explicó—. A ver, ¿me quieres decir qué clase de disfraz sería una barba falsa para nosotros?
—¡Ah, eso es lo más agudo de la cuestión! —exclamó el conferenciante—. Nadie sospechará que, si llevamos barbas falsas, tenemos barbas de verdad debajo, ¿a que no?
El profesor abrió la boca para refutar semejante afirmación, pero luego titubeó.
—Bueno… —empezó.
—Pero ¿dónde vamos a conseguir barbas falsas a estas horas de la noche? —preguntó uno de los magos, dubitativo.
El conferenciante les dedicó una amplia sonrisa y se metió la mano en el bolsillo.
—No nos harán falta —dijo—. Eso es lo más ingenioso del asunto. He traído un rollo de alambre, ¿veis? Lo único que necesitaremos es cortar dos trozos cada uno, retorcérnoslo alrededor de las patillas, y luego dejar que sobresalga en plan chapucero por encima de las orejas… así. —Hizo una demostración—. Y ya está.
El profesor lo miró.
—Increíble —dijo al final—. ¡Es verdad! ¡Parece que lleves una barba falsa muy mal hecha!
—Es sorprendente, ¿verdad? —asintió el profesor en tono alegre, tendiendo el alambre a sus colegas—. Todo es cuestión de cabezología.
Tras esto, hubo varios minutos de ajetreado trastear, salpicados de algún que otro gemido cuando los magos se pinchaban con el alambre. Pero, al final, todos estuvieron preparados. Se miraron unos a otros con timidez.
—Si ponemos un almohadón, sin almohada, claro, debajo de la túnica del profesor, de manera que asome un poco la punta, parecerá que es un hombre delgado con una almohada en la barriga para hacerse pasar por gordo —sugirió uno de los magos.
Advirtió la mirada del profesor, y tuvo la sensatez de no insistir.
Dos de los magos agarraron los asideros de la tremenda silla de Poons, y la empujaron sobre los húmedos guijarros de la calle.
—¿Qué pasa? ¿Qué hacéis? —quiso saber el anciano, que se había despertado de repente.
—Vamos a hacer de ciudadanos corrientes —le informó el decano.
—Qué divertido.
—¿Me oyes, muchacho?
El tesorero abrió los ojos.
La enfermería de la Universidad no era demasiado grande, y apenas la utilizaban. Los magos, por lo general, o tenían una salud de hierro, o estaban muertos. La única medicina que solían necesitar era cualquier fórmula contra la acidez y una habitación en penumbra hasta la hora de comer.
—Te he traído algo para leer —siguió la voz, con cierta timidez. El tesorero consiguió enfocar la vista sobre el lomo de Aventuras con arco y ballesta.
—Menudo golpe te llevaste, tesorero. Llevas todo el día noqueado.
El tesorero, débilmente, contempló el brillo rosa y anaranjado que, poco a poco, se fue concretando en la forma del rostro rosa y anaranjado del rostro del archicanciller en persona.
A ver, pensó, ¿cómo he llegado a…?
Se incorporó bruscamente y agarró al archicanciller por el cuello de la túnica. Y gritó a la cara rosa y anaranjada: —¡Está a punto de suceder algo espantoso!
Los magos caminaron por las calles a la escasa luz del ocaso. Hasta el momento, su disfraz funcionaba a la perfección. Los demás transeúntes hasta les daban empujones. Nadie daba jamás un empujón a un mago, al menos a sabiendas. Era una experiencia nueva para ellos.