Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

… uuhhmm… uuhhmm…

La vasija tembló violentamente mientras la misteriosa maquinaria giraba en su interior. El tesorero acercó la cabeza al recipiente. Sí, desde luego, allí dentro se oía un siseo, como de aire comprimido…

Once perdigones se estrellaron a toda velocidad contra los sacos de arena.

La vasija retrocedió bruscamente, de acuerdo con el popular principio de acción y reacción. En vez de golpear un saco de arena, acertó de pleno al tesorero.

Ming-ng-ng.

El hombre parpadeó. Dio un paso hacia atrás. Se derrumbó.

Las turbaciones de la realidad en Holy Wood estaban extendiendo unos tentáculos débiles, pero la mar de oportunos, que ya llegaban incluso hasta Ankh-Morpork. Por eso, un par de pajaritos revolotearon en torno a la cabeza del tesorero durante un momento, exclamando «pío pío» justo antes de desaparecer.

 

Gaspode se quedó tendido en la arena, jadeando. Laddie bailoteaba en torno a él y ladraba en tono apremiante.

—Estamos por encima de esas cosas —consiguió decir.

Se puso de pie como pudo, y se sacudió.

Laddie seguía ladrando. Estaba increíblemente fotogénico.

—De acuerdo, de acuerdo —suspiró Gaspode—. Lo mejor será que vayamos a ver si encontramos algo para desayunar. Luego tendríamos que recuperar un poco de sueño, y más tarde ya pensaríamos…

Laddie ladró de nuevo.

Gaspode suspiró.

—Vale, bien —dijo—. Será como dices tú. Pero te advierto de antemano que no te van a dar las gracias.

El perro grande salió como una centella sobre la arena. Gaspode lo siguió a un paso más tranquilo, y se quedó muy sorprendido cuando Laddie volvió sobre sus pasos, lo cogió suavemente por la piel del cogote, y echó a correr con energías renovadas.

—¡Te atreves a hacerme esto sólo porque soy pequeño! —se quejó Gaspode, sacudido de un lado al otro—. ¡No, por ahí no! —añadió—. A estas horas de la mañana, los humanos no valen para nada. Lo que necesitamos son trolls. Todavía estarán despiertos, y a ellos se les da mejor todo el asunto de las rocas y las cavernas subterráneas. Dobla por la próxima a la derecha. Tenemos que ir al Liásico Azul y… ¡Oh, mierda!

De repente, acababa de darse cuenta de que se vería obligado a hablar.

Y en público.

Te podías pasar la vida ocultando cuidadosamente a la gente tus talentos verbales, y entonces, de repente, te encontrabas en una situación que te obligaba a hablar. Si no lo hacías, el joven Víctor y la Mujer Gato se quedarían en la cueva por los siglos de los siglos. Laddie lo iba a soltar delante de cualquiera, y lo miraría expectante, y él tendría que dar explicaciones. Después de eso, lo considerarían una especie de monstruo el resto de su vida.

Laddie trotó calle arriba, hacia el ambiente cargado a la puerta del Liásico Azul, que estaba abarrotado de gente. Se abrió camino por un laberinto de piernas gruesas como troncos de árboles. Llego hasta la barra, lanzó un ladrido agudo, y dejó caer a Gaspode en el suelo.

Lo miró, expectante.

El murmullo de las conversaciones se interrumpió.

—Ése es Laddie —dijo un troll—. ¿Qué querrá?

Gaspode caminó torpemente hasta el troll más cercano, y le tiró educadamente del cinturón que colgaba de su oxidada cota de mallas.

—Disculpe —dijo.

—Es un perro condenadamente inteligente —dijo otro troll, apartando a un lado a Gaspode con una patada distraída—. Lo vi ayer en una película. Sabe hacerse el muerto, y es capaz de contar hasta cinco.

—O sea, dos más que tú.

Esto provocó una carcajada general[22].

—Esperad, callaos —ordenó el primer troll—. Parece que intenta decirnos algo.

—… disculpe…

—No hay más que ver cómo salta, como ladra.

—Es verdad. Lo vi en esa película, guiaba a la gente para encontrar a niños perdidos en una cueva.

—… disculpe…

Uno de los trolls frunció en el ceño.

—¿Para comérselos?

—No, imbécil, para sacarlos de allí.

—¿Y guardarlos para alguna barbacoa?

—… disculpe…

Otra patada acertó a Gaspode en un lado de la cabeza alargada.

—A lo mejor es que ha encontrado más. Mirad cómo corre y da vueltas junto a la puerta. Es un perro listísimo.

—Podríamos ir a echar un vistazo —señaló el primer troll.

—Buena idea, me muero de hambre.

—Oye, en Holy Wood no puedes ir por ahí comiéndote a la gente. ¡Nos da mala fama! Además, la Liga Silícea Antidifamación te caería encima como una tonelada de esas cosas rectangulares para hacer edificios.

—Sí, pero a lo mejor hay una recompensa, o algo por el estilo.

—… DISCULPE…

—¡Bien pensado! Además, si encontramos niños perdidos, la imagen pública de los trolls ganará mucho, conseguiremos conectar mejor con los espectadores…

—Y, si no los encontramos, siempre nos podemos comer al perro, ¿verdad?

El bar se quedó vacío en pocos minutos. Allí sólo quedaron la habitual nube de humo, varios calderos de bebidas fundidas típicas de los trolls, Rubí frotando perezosamente la lava reseca de las jarras, y un perrito pequeño, apolillado, cansado.

El perrito pequeño, apolillado, cansado, meditó profundamente sobre la diferencia que existía entre parecer y comportarse como un perro maravilla, y simplemente serlo.

—Mierda —dijo.

 

Víctor recordó que, cuando era pequeño, le daban miedo los tigres. La gente le explicaba en vano que el tigre más cercano se encontraba a cinco mil kilómetros. El niño se limitaba a preguntar, «¿Hay algún mar entre el lugar donde viven y esta ciudad?», y la gente le respondía, «Bueno, no, pero…», y él replicaba, «Entonces, sólo es cuestión de distancia».

La oscuridad era lo mismo. Todos los lugares oscuros y temibles estaban conectados por la naturaleza misma de la oscuridad. La oscuridad estaba por todas partes, constantemente, aguardando únicamente a que se apagaran las luces. Era, en realidad, igual que las Dimensiones Mazmorra. Sólo esperaban un agujerito en la realidad.

Abrazó con fuerza a Ginger.

—No hace falta —le dijo la chica—. Ya estoy más controlada.

—Ah, qué bien —dijo débilmente.

—Lo malo es que tú también me tienes controlada.

Víctor se relajó y la soltó.

—¿Tienes frío? —preguntó Ginger.

—Un poco. Esto es muy húmedo.

—¿Esos chasquidos que oigo son tus dientes?

—¿Qué iban a ser si no? No —se apresuró a añadir—. Ni lo pienses.

—¿Sabes una cosa? —suspiró la chica al cabo de un rato—. No recuerdo eso que dices de que te até. Ni siquiera se me da bien hacer nudos.

—Pues éstos eran muy buenos.

—Lo único que recuerdo es el sueño. Esa voz que me decía que despertara a… ¿al hombre durmiente?

Víctor pensó en la figura de la armadura tendida sobre la losa.

—¿Lo llegaste a ver bien? —preguntó a Ginger—. ¿Cómo era ese hombre durmiente?

—El de esta noche, no tengo ni idea —replicó la chica con un suspiro—. Pero, en mis sueños, siempre tiene cierto parecido con mi tío Oswald.

Víctor recordó una espada más alta que él mismo. No se podía detener una estocada de una cosa semejante, seguro que atravesaría lo que fuera. Sin saber muy bien por qué, le costaba imaginarse a un Oswald con una espada como aquélla.

—¿Por qué te recuerda a tu tío Oswald? —preguntó.

—Porque mi tío Oswald siempre estaba así, tendido, muy quieto. Aunque claro, sólo lo vi una vez. Y fue en su funeral.

Víctor abrió la boca para decir algo… y, en aquel momento, le llegaron unas voces lejanas, amortiguadas. Unas cuantas piedras se movieron. Una voz, ahora algo más cercana, rugió:

—¡Hola, niñitos! ¡Por aquí, niñitos!

—¡Es Rock! —exclamó Ginger.

—Reconocería esa voz en cualquier parte —asintió Víctor—. ¡En, Rock! ¡Soy yo! ¡Víctor!

Hubo una pausa teñida de preocupación. Luego, volvió a oírse la voz de Rock.

—¡Es mi amigo Víctor!

—¿Eso quiere decir que no nos lo podemos comer?

—¡Nadie se come a mi amigo Víctor! ¡Lo que hay que hacer es sacarlo de ahí enseguida!

Se oyó el ruido de unos mordiscos frenéticos. Luego, les llegaron las quejas de otro troll.

—¿A esto lo llaman piedra caliza? ¡No sabe a nada! Hubo más ruido de rocas apartadas.

—No entiendo por qué no podemos comérnoslo —se quejó una tercera voz—. ¡Nadie se enteraría!

—¡Qué troll tan poco civilizado! —se burló Rock—. ¿Es que no lo entiendes? Si vas por ahí comiéndote a la gente, todo el mundo se reirá de ti. Dirán «Qué troll tan defectuoso, no sabe comportarse educadamente en sociedad». Dejarán de pagarte tres dólares al día, y te enviarán de vuelta a las montañas antes de que te des cuenta.

Víctor dejó escapar lo que esperaba que sonara como una breve carcajada.

—Qué panda de bromistas, ¿eh?

—Pedruscos —bufó Ginger.

—Supongo que sabes que todo eso de que se comen a la gente son simples bravatas. Casi nunca lo hacen. No tienes por qué preocuparte.

—No estoy preocupada por eso. Lo que me preocupa es que voy por ahí caminando cuando estoy dormida, y no sé por qué. Por lo que dices tú, parece que voy a despertar a esa criatura durmiente. Es una idea espantosa. Es como si tuviera algo dentro de la cabeza.

Cayeron más rocas en el exterior.

—Eso es lo más extraño —señaló Víctor—. Cuando la gente está… eh… poseída, la cosa que los… eh… posee no suele preocuparse demasiado por ellos ni por nadie. O sea, que no me habría atado. Se habría limitado a dejarme inconsciente de un golpe en la cabeza.

Cogió la mano de Ginger en la oscuridad.

—Ese ser de la losa… —empezó.

—¿Qué pasa?

—Lo he visto antes. Aparece en el libro que encontré. En esas páginas hay montones de imágenes, los que lo escribieron debían pensar que era muy importante mantenerlo tras la puerta. Eso es lo que dicen los pictogramas… me parece. El hombre… de la Puerta. El hombre detrás de la puerta. El prisionero. Mira, creo que la razón por la que todos esos sacerdotes o lo que fueran tenían que entonar cánticos tres veces al día era…

Alguien apartó desde fuera una de las losas que había junto a su cabeza, y la tenue luz del día inundó el pasadizo. La siguió de cerca Laddie, que intentó lamer la cara de Víctor y ladrar al mismo tiempo.

—¡Vale, vale! Bien hecho, Laddie —exclamó el muchacho, tratando de quitárselo de encima—. Buen perro. Buen chico Laddie.

—¡Buen chico Laddie! ¡Buen chico Laddie!

Los ladridos hicieron que cayeran del techo más fragmentos de roca.

—¡Aja! —exclamó Rock.

Las cabezas de otros muchos trolls aparecieron tras él cuando Víctor y Ginger miraron por el agujero.

—No son niñitos —murmuró el que se había estado quejando del sabor de la piedra—. Parecen correosos.

—Ya os lo dije —replicó Rock, amenazador—. Nada de comer gente. Nos traería cantidad de problemas.

—¿Y si sólo cogemos una pierna? Así todos conten…

Rock cogió una losa de media tonelada con una mano, la sopesó con gesto pensativo, y luego golpeó al otro troll con tanta fuerza que la rompió.

—Te lo advertí —dijo a la figura inerte—. Los trolls como tú son los que nos dan mala fama. ¿Cómo vamos a ocupar el lugar que nos corresponde por derecho en la hermandad de especies sapientes con trolls defectuosos que no hacen más que darnos reputación de salvajes?

Metió los brazos por el agujero y sacó a Víctor de un poderoso tirón.

—Gracias, Rock. Eh… Ginger también está ahí abajo. Rock le dio un codazo de complicidad que le hizo un cardenal entre las costillas.

—Ya veo, ya veo —dijo—. Y lleva una negligente de seda muy bonita, por cierto. Así que los tortolitos buscaban un lugar discreto para arrullarse, y poco más y el Disco se les cae encima, ¿eh?

Los demás trolls sonrieron.

—Bueno, sí… —empezó Víctor.

—¡Eso es mentira! —gritó Ginger mientras la ayudaban a salir del agujero—. ¡No estábamos…!

—¡Sí estábamos! —la interrumpió Víctor, haciendo gestos frenéticos con las manos y con las cejas—. ¡Estábamos mucho! ¡Tienes toda la razón, Rock!

—Sí —corroboró uno de los trolls que había tras el aludido—. Los he visto en las películas. Él no deja de besarla y de alejarse con ella.

—Oye, tú… —empezó Ginger.

—Ahora tenemos que largarnos a toda velocidad —la interrumpió Rock—. El techo de la cueva me parece un tanto defectuoso. Puede derrumbarse en cualquier momento.

Víctor alzó la vista. La arenilla caía ominosamente.

—Tienes razón —asintió.

Cogió a la refunfuñante Ginger por un brazo, y tiró de ella a lo largo del pasadizo. Los trolls recogieron al compatriota caído que no sabía comportarse educadamente en sociedad, y echaron a andar tras ellos.

—Ha sido repugnante, no tenías derecho a hacer que pensaran… —siseó Ginger.

—¡Cállate! —le ordenó Víctor—. ¿Se puede saber qué querías que dijera, eh? A ver, ¿qué explicación te habría parecido adecuada? ¿Qué quieres que sepa la gente?

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