Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Ya casi había llegado al final de la sala. Brillaba por encima de él, era un rectángulo con longitud y altura, pero sin espesor.

Justo delante de Víctor, casi debajo de la pantalla plateada, un tramo más corto de peldaños llevaba hacia abajo, hacia una zona circular llena de cascotes y restos. El joven descendió. Desde allí, pudo ver la pantalla por detrás, el lugar donde nacía la luz.

Era Ginger. Estaba de pie, con una mano alzada sobre la cabeza. La antorcha que llevaba brillaba como el fósforo.

La chica contemplaba un cuerpo tendido sobre una losa. Era un gigante. O, al menos, parecía un gigante. Quizá se tratara simplemente de una armadura con una espada sobre ella, medio enterrada en el polvo y la arena.

—¡Es la cosa del libro! —siseó—. Por los dioses, ¿qué demonios piensa Ginger que hace?

—No creo que piense en absoluto —replicó Gaspode.

Ginger se volvió parcialmente, y Víctor le vio la cara. Estaba sonriendo.

Tras la losa, Víctor alcanzó a ver una especie de disco enorme, erosionado. Al menos este disco colgaba del techo gracias a cadenas adecuadas, no desafiaba a la gravedad de una manera tan desconcertante.

—Se acabó —dijo Víctor—. Esto se va a terminar ahora mismo. ¡Ginger!

Su voz retumbó y resonó en las paredes lejanas. Escuchó la repetición de la última sílaba a lo largo de cavernas y pasadizos… er, er, er. Se oyó el ruido de una roca al caer en algún lugar detrás de él.

—¡Cállate! —le recriminó Gaspode—. ¡Vas a hacer que la cueva se nos venga encima!

—¡Ginger! —susurró Víctor—. ¡Soy yo!

La chica se volvió y miró hacia él, o a través de él, o al interior de él.

—Víctor —respondió con voz dulce—. Vete. Vete ahora mismo, o acontecerá un terrible mal.

—«Acontecerá un terrible mal» —murmuró Gaspode—. Eso es lo que yo llamo ominoso, sí señor.

—No sabes lo que haces —replicó Víctor—. ¡Tú misma me pediste que te detuviera! Vuelve. Vuelve conmigo.

Trató de subir…

…y algo se hundió bajo sus pies. Se oyó un ruido gorgoteante a lo lejos, un golpe metálico, y luego una nota musical acuosa resonó por encima de él. Los ecos la repitieron por toda la cueva. Víctor apartó el pie a toda prisa, pero fue a ponerlo en otro lugar de la cornisa, que también se hundió, produciendo una nota diferente.

Ahora se oía también un sonido como de arañazos. Víctor había estado de pie sobre un saliente que daba a un pequeño patio de butacas hundido. Horrorizado, se dio cuenta de que empezaba a elevarse lentamente, siguiendo el tono de las notas y el ronroneo de una antigua maquinaria. Extendió los brazos y se agarró a una erosionada repisa, que emitió una nota diferente antes de derrumbarse. Laddie aullaba. Víctor vio que Ginger dejaba caer la antorcha y se llevaba las manos a los oídos.

Un bloque de cemento se balanceó muy despacio hacia delante en el muro, y se derrumbó estrepitosamente sobre los asientos. Los fragmentos de roca saltaron por todas partes, y un sonido retumbante sugirió que la caverna entera estaba cambiando de forma.

Entonces, el ruido se extinguió, con un largo gorgoteo estrangulado y un último jadeo. Una serie de bruscos tirones y crujidos indicó que, fuera cual fuera la maquinaria prehistórica que Víctor había activado, había cumplido su cometido antes de colapsarse.

Volvió el silencio.

El joven consiguió auparse con todo cuidado para salir fuera del patio de butacas musical, que ahora se había elevado varios metros, y corrió hacia Ginger. La chica estaba de rodillas, y sollozaba.

—Vamos —la urgió—, tenemos que irnos.

—¿Dónde estoy? ¿Qué me está pasando?

—No sé ni por dónde empezar a explicártelo.

La antorcha titubeaba ya en el suelo. Su fuego había dejado de ser tan brillante, no era ya más que un trozo de madera chamuscada y casi extinguida. Víctor lo agarró veloz y lo movió rápidamente hasta que apareció una mortecina llama amarillenta.

—¿Gaspode? —llamó.

—¿Sí?

—Vosotros, los perros, guiadnos.

—Vaya, muchas gracias.

Ginger se aferró a él, y caminaron juntos casi a tientas por el pasadizo. Pese al incipiente terror, Víctor hubo de admitir que era una sensación muy agradable. Miró a su alrededor, a los ocupantes de los asientos, y contuvo un escalofrío.

—Parece como si hubieran muerto viendo una película —señaló.

—Sí. Una comedia —replicó Gaspode, que trotaba por delante de él.

—¿Por qué dices eso?

—Porque todos sonríen.

—¡Gaspode!

—Oye, hay que mirar las cosas por el lado bueno, ¿no? —se burló el perro—. No podemos ir por ahí en plan tristón sólo porque nos encontramos en una tumba subterránea perdida, con una loca a la que le gustan los gatos y una antorcha que se va a apagar de un momento a otro…

—¡Sigue caminando! ¡Sigue caminando!

Bajaron por las escaleras, medio corriendo medio tambaleándose, resbalaron desagradablemente en las algas de la base, y se dirigieron rápidamente hacia la pequeña puerta en forma de arco que llevaba hacia la maravillosa perspectiva de aire vivo y luz del día. La antorcha empezó a quemar la mano de Víctor. La soltó. Al menos, no habían tenido problemas en el pasadizo. Si se mantenían pegados a la pared y no hacían ninguna tontería, tarde o temprano llegarían a la puerta, sanos y salvos. Además, ya debía de haber amanecido, con lo cual no pasaría mucho tiempo antes de que vieran la luz del sol.

Víctor se irguió en toda su altura. Aquello era muy heroico, desde luego. No había tenido que luchar con ningún monstruo, pero probablemente los monstruos de aquel lugar estaban podridos desde hacía siglos. Sí, había sido una experiencia espeluznante, pero en el fondo no se había tratado más que de… bueno, de arqueología. Ahora que todo quedaba atrás, no le parecía tan…

Laddie, que corría varios metros por delante de ellos, lanzó un breve ladrido.

—¿Qué dice? —preguntó Víctor.

—Que el túnel está bloqueado —replicó Gaspode.

—¡Oh, no!

—Seguramente ha sido cosa del recital de órgano que diste.

—¿Bloqueado del todo?

Bloqueado del todo. Víctor trepó a la cima del montón de rocas. Varias losas grandes del techo se habían derrumbado, provocando que se desplomaran toneladas de piedras con ellas. Empujó un par de ellas, pero eso sólo provocó más derrumbamientos.

—Quizá haya otra manera de salir —dijo—. A lo mejor los perros podéis ir a…

—Ni lo sueñes, amigo —lo interrumpió Gaspode—. Además, si hay otra salida, tiene que estar bajando por esas escaleras. Las que llevaban hacia el mar, ¿recuerdas? Todo lo que tienes que hacer es sumergirte, nadar y cruzar los dedos para que tus pulmones lo aguanten.

Laddie ladró.

—Tú no, idiota —refunfuñó Gaspode—. No hablaba contigo. Nunca te ofrezcas voluntario para nada.

Víctor siguió excavando entre las rocas.

—No sé, no sé —dijo al cabo de un rato—, pero me da la sensación de que veo un poco de luz. ¿Qué te parece a ti?

Oyó los pasos vacilantes de Gaspode trepando por las piedras.

—Es posible —asintió el perro de mala gana—. Parece que un par de losas han formado un túnel, queda algo de espacio.

—¿Un espacio lo suficientemente grande como para que alguien pequeño se arrastre por él? —inquirió Víctor, alentador.

—Sabía que ibas a decir eso.

Víctor oyó el roce de las patas contra las piedras sueltas.

—Aquí se abre un poco… —dijo al final una voz amortiguada—. Mierda… es muy estrecho… Se hizo el silencio.

—¿Gaspode? —llamó Víctor, aprensivo.

—Estoy bien. Ya he pasado. Desde aquí ya alcanzo a ver la puerta.

—¡Estupendo!

Víctor sintió que el aire se movía cerca de él, y oyó el ruido de unas uñas contra la piedra. Extendió la mano con cautela, y encontró un cuerpo peludo que se agitaba furiosamente.

—¡Laddie quiere ir contigo!

—Es demasiado grande, ¡se quedará atascado! Se oyó un gruñido canino, unas patadas frenéticas cubrieron a Víctor de arena, y se oyó un breve ladrido triunfal.

—Claro, que es más esbelto que yo —dijo Gaspode tras unos momentos.

Oyó a los dos perros alejarse. El ladrido de despedida de Laddie indicó que habían llegado al exterior.

Víctor se sentó.

—Ahora sólo tenemos que esperar —suspiró.

—Estamos en el interior de la colina, ¿verdad? —preguntó la voz de Ginger en la oscuridad.

—Sí.

—¿Cómo hemos llegado aquí?

—Te seguí.

—¡Te pedí que me detuvieras!

—Sí, pero es que me ataste.

—¡Yo no hice semejante cosa!

—Me ataste —repitió Víctor—. Y luego viniste hasta aquí, abriste la puerta e hiciste una especie de antorcha. Bajaste hasta ese… ese lugar. No quiero ni imaginar qué hubieras hecho si no llego a despertarte.

Hubo una pausa.

—¿De verdad hice todo eso? —preguntó Ginger, insegura.

—De verdad.

—¡Pero si no me acuerdo de nada!

—Te creo. De todos modos, lo hiciste.

—¿Qué… qué era este lugar?

Víctor se removió intranquilo en la oscuridad, tratando de acomodarse.

—No lo sé —confesó—. Al principio pensé que se trataba de una especie de templo. Al parecer, aquí venía la gente a ver imágenes en acción.

—¡No es posible, debe de tener cientos de años!

—Más bien miles.

—Oye, mira, no puede ser verdad —insistió Ginger, con la voz aguda de quien intenta ser razonable mientras la locura está derribando la puerta con un ariete—. Los alquimistas tuvieron la idea hace sólo unos meses.

—Sí. Da que pensar, ¿eh?

Extendió un brazo y la estrechó. El cuerpo de la chica era una estaca rígida, y se estremeció ante su toque.

—Aquí estamos a salvo —añadió—. Gaspode traerá a alguien para que nos ayude. No te preocupes por eso.

Trató de no pensar en el mar que batía contra las escaleras, en las cosas de muchas patas que se arrastraban por el suelo negro como la medianoche. Trató de quitarse de la cabeza la imagen de muchos pulpos deslizándose silenciosamente por los asientos, delante de aquella pantalla viviente, cambiante. Trató de olvidar a los espectadores que había visto sentados en la oscuridad mientras, sobre ellos, transcurrían los siglos. Quizá aún estuvieran esperando que pasara un vendedor con pajaritos y salchichas calientes.

La vida entera es como ver una película, pensó. Lo que pasa es que siempre parece como si hubieras llegado diez minutos después de que empezara, y nadie te cuenta de qué va, de manera que lo tienes que ir averiguando todo sobre la marcha, a medida que la ves.

Y nunca, nunca, tienes ocasión de quedarte en el asiento para el segundo pase.

 

La luz de las velas titubeó en los pasillos de la Universidad Invisible.

El tesorero no se consideraba una persona valiente. Cuando más a gusto se sentía era cuando se enfrentaba a una columna de números, y su habilidad con esos números había hecho que ascendiera en la jerarquía de la Universidad Invisible mucho más que la magia. Pero no podía dejar pasar por alto aquello.

… uuhhmmm… uuhhmm… uuhhmmuuhhmmuuhhmmUUHHMMUUHHMM.

Se acurrucó detrás de una columna, y contó once perdigones. De los sacos brotó la arena a regueros. Ahora era cada dos minutos.

Corrió hacia el montón de sacos y los apartó bruscamente.

La realidad no era la misma en todas partes. Eso lo sabía cualquier mago, por supuesto. La realidad no tenía suficiente grosor en ningún lugar del Mundodisco. En algunos lugares era delgadísima. Por eso mismo funcionaba la magia. Lo que Riktor creía poder medir eran los cambios en la realidad, los lugares en que lo real se transformaba en irreal rápidamente. Y todos los magos sabían lo que podía suceder si las cosas reales se volvían tan irreales como para causar un agujero.

Pero, para eso, se necesitaban cantidades enormes de magia, pensó mientras apartaba frenético los sacos. Si se estuviera produciendo magia en esas cantidades, nosotros lo habríamos detectado. Llamaría la atención tanto como… bueno, tanto como un montón de magia.

Ya debían de haber pasado al menos cincuenta segundos.

Examinó el recipiente en su bunker.

Oh.

Había albergado la esperanza de estar equivocado.

Todos los perdigones habían salido disparados en la misma dirección. Media docena de los sacos estaban llenos de agujeros. Y Números había dicho que un par de perdigones al mes indicarían la existencia de una cantidad creciente de irrealidad…

El tesorero trazó una línea mental que iba de la vasija, a través de los sacos agujereados, hacia el otro extremo del pasillo.

… uuhhmm… uuhhmm…

Se echó hacia atrás bruscamente, antes de darse cuenta de que no tenía por qué preocuparse. Los perdigones salían por el elefante ornamental cuya cabeza quedaba en el lado contrario. Se tranquilizó.

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