—¿Qué, estamos bien? —preguntó tras un rato.
—¡No te quedes ahí sentado, idiota! ¡Desátame estos nudos! —gritó Víctor.
—Puede que yo sea idiota, pero advierto que no estoy atado —señaló Gaspode con tono amable—. La chica te ha dado esquinazo, ¿eh?
—Debí de quedarme dormido un momento —replicó Víctor.
—Un momento lo suficientemente largo como para que ella se levantara, cortara en tiras una sábana y te atara a la silla —analizó el perro.
—Sí, de acuerdo, de acuerdo. ¿No puedes roer las cuerdas, o algo así?
—¿Con estos dientes? Anda ya. En cambio, sé quién puede hacerlo —sonrió Gaspode.
—Oye, no creo que sea buena idea…
—No te preocupes. Volveré enseguida —lo interrumpió el perro.
Salió trotando de la habitación.
—¡Quizá sea un poco difícil de explicar…! —le gritó Víctor, ansioso.
Pero el perro ya estaba bajando por las escaleras, y deambulaba por el laberinto de pasadizos y callejones que había tras los edificios del Siglo del Murciélago Frugívoro.
Trotó hasta la alta verja. Se oyó el suave tintineo de una cadena.
—¿Laddie? —susurró con voz ronca.
Le llegó un ladrido alegre.
—¡Buen chico Laddie!
—Sí, sí —asintió Gaspode—. Buen chico.
Suspiró. ¿Él también había sido así alguna vez? Si lo había sido, daba gracias a los dioses por no acordarse.
—¡Yo buen chico!
—Claro, claro, Laddie, pero calla —murmuró Gaspode. Metió su cuerpo artrítico por debajo de la valla. Cuando salió, Laddie le lamió la cara.
—Soy demasiado viejo para estas cosas —murmuró, mirando la caseta—. Un lazo corredizo. Un jodido lazo corredizo. Deja de tirar, idiota. Atrás. Atrás. Así.
Gaspode metió la pata por el aro del lazo y lo pasó por encima de la cabeza de Laddie.
—Ya está —dijo—. Si todos supiéramos hacer esto, hace mucho que dirigiríamos el mundo. Venga, deja de hacer tonterías. Te necesitamos.
Laddie se irguió bruscamente, con la lengua fuera. Si los perros se pudieran poner firmes, él lo estaría en aquel momento.
Gaspode volvió a arrastrarse por debajo de la valla, y aguardó. Alcanzaba a oír las pisadas de Laddie al otro lado, pero el gran perro parecía alejarse de la verja.
—¡No! —siseó Gaspode—. ¡Ven conmigo!
Se oyeron más pisadas aceleradas, y luego algo silbó por el aire.
Laddie saltó la alta valla e hizo un aterrizaje de diez puntos ante él.
Gaspode consiguió sacarse la lengua del fondo de la garganta.
—Buen chico —murmuró—. Buen chico.
Víctor se sentó y se frotó la cabeza.
—Cuando se cayó la silla, me pegué un buen golpe —explicó.
Laddie lo miró, expectante, con los restos de la sábana entre los dientes.
—¿A qué espera? —preguntó Víctor.
—Tienes que decirle que es un buen chico —suspiró Gaspode.
—¿No prefiere un trozo de carne, o un azucarillo, o algo así?
El perro sacudió la cabeza.
—No, sólo dile lo buen chico que es. Para los perros, es mejor que pagar en metálico.
—¿Sí? Bien, de acuerdo. Buen chico, Laddie.
Laddie empezó a dar saltitos, emocionado. Gaspode maldijo entre dientes.
—Lo siento —dijo—. Es patético, ¿no?
—Buen chico, busca Ginger —indicó Víctor.
—Oye, eso lo puedo hacer yo —se apresuró a señalar Gaspode, a la desesperada, mientras Laddie empezaba a olisquear el suelo—. Todos sabemos adonde ha ido. No es necesario que…
Laddie salió corriendo por la puerta, pero con toda elegancia. Se detuvo al pie de las escaleras y lanzó un ladrido ansioso, de «seguidme».
—Patético —repitió Gaspode, deprimido.
Las estrellas siempre parecían más brillantes en el cielo de Holy Wood. Por supuesto, el aire era más claro que sobre Ankh, y no había mucho humo, pero aun así… parecían también hasta más grandes, y más cercanas, como si el cielo fuera una gigantesca lupa.
Laddie recorrió las dunas como un rayo, deteniéndose de cuando en cuando para que Víctor le diera alcance. Gaspode los seguía a cierta distancia, con paso tambaleante y respiración entrecortada.
La pista llevaba hasta la hondonada, que estaba desierta.
La puerta se había abierto ya unos treinta centímetros. La arena en torno a ella estaba pisoteada. Eso indicaba que, hubiera salido o no, Ginger había entrado.
Víctor la miró.
Laddie se sentó junto a la puerta, mirando a Víctor con gesto esperanzado.
—Está esperando —señaló Gaspode.
—¿A qué? —replicó Víctor, aprensivo.
Gaspode dejó escapar un gemido.
—¿Tú que crees? —bufó.
—Ah. Sí. Buen chico, Laddie.
Laddie lanzó un ladrido, y empezó a saltar sobre la arena.
—¿Qué hacemos ahora? —quiso saber Víctor—. Supongo que tenemos que entrar, ¿no?
—Es posible —asintió Gaspode.
—Eh… también podemos esperar hasta que salga ella. La verdad es que nunca me ha hecho mucha gracia la oscuridad —titubeó el joven—. Es decir, la oscuridad de la noche, pase, pero la oscuridad absoluta…
—Me juego lo que sea a que Cohen el Bárbaro no tiene miedo de la oscuridad —se burló el perro.
—Bueno, claro…
—Y la Sombra Negra del Desierto… seguro que él tampoco tiene miedo de la oscuridad.
—Vale, pero…
—Y Caimán Smith, cazador de balgrogs, desayuna oscuridad todas las mañanas —insistió Gaspode.
—¡Sí, pero yo no soy ellos! —aulló Víctor.
—Pues intenta explicárselo a toda esa gente que va pagando dinero por verte serlo —replicó el perro. Se rascó una pulga insomne—. Dioses, qué bueno sería tener aquí un operador ahora mismo, ¿verdad? —siguió alegremente—. Tendríamos una comedia de primera. El Señor Héroe Tiene Miedo de la Oscuridad, no sería mal título. Sería mejor que Sopa de Pavo. Sería más divertida que Una Noche en la Arena. Te apuesto lo que quieras a que la gente haría cola para…
—De acuerdo, de acuerdo —suspiró Víctor—. Me adentraré un poquito. —Miró desesperadamente a su alrededor, y se fijó en los arbolucos resecos que crecían en torno a la hondonada—. Pero haré una antorcha —añadió.
Había esperado encontrar arañas, humedad y probablemente serpientes, si no algo peor…
En vez de eso, tenía ante él un pasadizo seco, casi cuadrado, que se adentraba con una ligera inclinación hacia abajo. El aire tenía un leve olor salado, que sugería que el túnel conectaba en algún punto con el mar.
Víctor dio unos cuantos pasos tentativos, y se detuvo.
—Espera —dijo—. Si la antorcha se apaga, nos perderemos, será horrible.
—No, no nos perderemos —explicó Gaspode con paciencia—. Sentido del olfato, ¿recuerdas?
—Ah, qué buena idea.
Se adentró un poco más. Los muros estaban cubiertos de versiones grandes de los ideogramas cuadrados que aparecían en el libro. Víctor se detuvo y pasó los dedos sobre uno de ellos.
—¿Sabes una cosa? —dijo lentamente—. Esto no es realmente un lenguaje escrito. Más bien parece…
—Sigue moviéndote y deja de buscar excusas —lo interrumpió Gaspode, detrás de él.
El pie del joven tropezó con algo, que rebotó en la oscuridad.
—¿Qué ha sido eso? —tartamudeó.
Gaspode se adelantó, olfateó en la oscuridad y volvió sobre sus pasos.
—No te preocupes —lo tranquilizó.
—¿No?
—Sólo era un cráneo.
—¿De quién?
—No me lo dijo.
—¡Cállate!
Algo crujió bajo la sandalia de Víctor.
—Y eso… —empezó Gaspode.
—¡No quiero saberlo!
—En realidad, era una concha.
Víctor escudriñó el cuadrángulo móvil de oscuridad que tenían ante ellos. La artesanal antorcha temblaba con la brisa y, si prestaba mucha atención, alcanzaba a oír un sonido rítmico. O se trataba de una bestia que rugía a lo lejos, o era el ruido del mar moviéndose por algún túnel subterráneo. Eligió creer lo segundo.
—Algo la ha estado llamando —dijo—. En sueños. Alguien que quiere que lo dejen salir. Tengo miedo de que Ginger sufra algún daño.
—No creo que esa muchacha valga la pena —se burló Gaspode—. No te conviene andar con chicas que son presa de las Criaturas del Vacío, te lo digo yo. Nunca sabrías con qué te ibas a despertar a la mañana siguiente.
—¡Gaspode!
—Ya verás como tengo razón.
La antorcha se apagó.
Víctor la sacudió desesperadamente, sopló sobre ella en un último intento de reanimar las brasas. Saltaron unas cuantas chispas, que se desvanecieron en el aire. No quedaba suficiente antorcha.
La oscuridad volvió a dominar la situación. Víctor en su vida había visto una oscuridad como aquélla. No importaba cuánto rato la mirases, los ojos nunca se acostumbraban a ella. No había nada a lo que acostumbrarse. Era la oscuridad, la madre de la oscuridad, la oscuridad absoluta, la oscuridad bajo la tierra, la oscuridad tan densa que era casi tangible, como un manto frío de terciopelo.
—Qué oscuridad —corroboró Gaspode.
Esto que siento debe de ser lo que llaman un «sudor frío», pensó Víctor. Vaya, no sabía que era así. Siempre había tenido curiosidad.
Avanzó a pasitos hacia un lado, hasta llegar a tocar la pared.
—Será mejor que demos la vuelta —dijo con lo que esperaba que fuera un tono de voz razonable—. Más adelante puede aguardarnos cualquier cosa. Precipicios, o algo así. Será mejor que busquemos más antorchas, y más gente, y luego volvamos.
Se oyó un ruido estruendoso, procedente del fondo del pasillo.
Uoompf.
Lo siguió una luz tan intensa que proyectó la imagen de las pupilas de Víctor en la pared trasera de su cráneo. Se amortiguó a los pocos segundos, pero aun así seguía siendo casi dolorosamente brillante. Laddie gimoteó.
—Bueno, ya está —susurró Gaspode con voz ronca—. Ya tienes toda la luz que quieras. Ahora todo va bien, ¿no?
—Sí, pero… ¿de dónde sale?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
Víctor siguió avanzando a centímetros. Su sombra bailaba delante de él.
Tras recorrer unos cien metros, el pasadizo se ensanchaba en lo que quizá fue en el pasado una caverna natural. La luz brotaba de un arco, situado en un extremo, a gran altura. Bastaba y sobraba para iluminar cada detalle.
La cueva era mucho más amplia que la Gran Sala de la Universidad, y en otros tiempos debió de ser aún más impresionante. La luz se reflejaba en la barroca decoración dorada, y en las estalactitas que apuñalaban el techo. Unas escaleras tan anchas como para que cupiera un regimiento se alzaban desde un ancho agujero sombrío en el suelo; el sonido regular, rítmico, y el olor a sal, indicaban que el mar había encontrado una entrada por abajo. El aire tenía un tacto frío y húmedo, viscoso.
—¿Es una especie de templo? —murmuró Víctor.
Gaspode olfateó un tapiz de color rojo oscuro que colgaba a un lado de la entrada. Cuando lo tocó, el tejido se desmoronó y se convirtió en un montón de polvo.
—¡Puaj! —exclamó—. ¡Aquí todo está podrido!
Algo con muchas patas se escurrió rápidamente por el suelo, y cayó por las escaleras.
Víctor tocó con cautela una gruesa cuerda roja, que colgaba entre columnas llenas de incrustaciones de oro. La cuerda se desintegró.
Los agrietados peldaños de la escalera ascendían hacia el lejano arco iluminado. Subieron por ellos, saltando los montones de algas resecas y restos arrastrados por alguna marea alta.
El arco se abría para dar a otra cueva gigantesca, como un anfiteatro. Había hileras de asientos, que descendían suavemente hacia una…
…¿una pared?
Brillaba como el mercurio. Si se pudiera llenar de mercurio una piscina rectangular del tamaño de una casa, y luego se la pudiera colocar sobre un costado sin que se derramara, se obtendría algo semejante a aquello.
Sólo que no tan malévolo.
Era plana y de superficie regular, pero, de pronto, Víctor tuvo la sensación de que lo estaban observando, como a través de una lente.
Laddie gimoteó.
En aquel momento, el joven comprendió qué era lo que lo hacía sentir incómodo.
Aquello no era una pared. Las paredes siempre estaban pegadas a algo. Aquella cosa no estaba pegada a nada. Simplemente, pendía del aire, vibrando y ondulante, como una imagen en un espejo, pero sin espejo.
La luz brotaba de la nada que había al otro lado. Víctor alcanzaba a verlo ahora, un punto brillante que se movía entre las sombras al otro lado de la cámara.
Echó a andar hacia el pasillo descendente, entre las hileras de asientos de piedra. Los perros caminaban junto a él, con las orejas pegadas al cráneo y los rabos entre las patas. Caminaron por encima de algo que quizá fue una alfombra en otros tiempos. Se desgarraba con un sonido húmedo y se desintegraba bajo sus pies.
—No sé si lo habéis notado, pero… —empezó a decir Gaspode a los pocos metros.
—Lo sé —asintió Víctor, sombrío.
—… los asientos todavía están…
—Lo sé.
—… ocupados.
—Lo sé.
Toda aquella gente… aquellas cosas que habían sido gente… sentadas en hileras… era como si hubieran estado viendo una película.