—Bueno. Vale.
Cuando el fuego se hubo apagado, recogieron unas cuantas brasas con un rastrillo para confirmar la reconciliación con una barbacoa a la luz de las estrellas.
La sábana aterciopelada de la noche se enrosca en torno a la jaula de loros que es Holy Wood, y en las noches cálidas como ésta hay mucha gente que se dedica a sus asuntos pendientes.
Una joven pareja, que paseaba de la mano por las dunas de arena, recibió un susto de muerte cuando un gigantesco troll saltó ante ellos desde detrás de una roca, agitando los brazos y gritando «¡Aaaaagggh!».
—Os he asustado, ¿eh? —preguntó Detritus, esperanzado.
Los dos asintieron, pálidos como sábanas.
—Menos mal, qué alivio —suspiró el troll.
Les dio unas palmaditas en las cabezas, con lo cual les clavó un poco los pies en el suelo.
—Gracias, muchas gracias. Que lo paséis bien —añadió con tristeza.
Los vio alejarse, cogidos de la mano, y se echó a llorar a lágrima viva.”
En el cobertizo de los operadores, Y.V.A.L.R. Escurridizo observaba pensativo cómo Gaffer cortaba y pegaba el metraje del día. El operador se sentía muy gratificado; hasta aquel momento, el señor Escurridizo jamás había mostrado el menor interés por las técnicas del montaje de las películas. Quizá eso explicara por qué estaba siendo un poco más comunicativo que de costumbre con los secretos del Gremio, que sólo se transmitían de generación a la misma generación.
—¿Por qué son iguales todas las imágenes pequeñitas? —preguntó Escurridizo, mientras el operador enrollaba la película en torno al carrete—. Me parece un desperdicio de dinero.
—En realidad, no son iguales —respondió Gaffer—. Cada una es un poquito diferente de lo anterior, ¿lo ve? Así, los ojos de los espectadores ven pasar muchas imágenes entre las que hay ligeras diferencias, y les da la sensación de estar viendo algo en movimiento.
Escurridizo se quitó el puro de la boca.
—Entonces, ¿no es más que un truco? —preguntó, atónito.
—Exacto, así es.
El operador dejó escapar una risita y cogió el bote de cola.
Escurridizo observaba, fascinado.
—Yo pensaba que se trataba de alguna clase especial de magia —señaló, un poco decepcionado—. ¡Y ahora me dices que no es más que un juego de manos!
—Más o menos. Mire, en realidad la gente no llega a ver ni una imagen. Ven muchas a la vez, ¿entiende?
—No, me parece que me he perdido.
—Cada imagen es una parte del efecto general. Los espectadores no ven cada una por separado, sólo perciben el efecto general causado por varias al pasar muy deprisa ante sus ojos.
—¿De verdad? Qué interesante —asintió Escurridizo—. Sí, muy interesante.
Sacudió la ceniza del puro en dirección a los demonios. Uno de ellos la atrapó y se la comió.
—Dime una cosa —dijo muy despacio—, ¿qué pasaría si, por ejemplo, hubiera una imagen diferente en toda la película?
—Es curioso que lo mencione —replicó Gaffer—. Nos sucedió el otro día, cuando montábamos Más allá del Valle de los Trolls. Uno de los aprendices se equivocó e incluyó una imagen de La Fiebre del Oro, y todos nos pasamos la mañana pensando en oro, sin saber por qué. Fue como si la imagen nos hubiera llegado directamente al cerebro, sin que la viéramos con los ojos. Por supuesto, cuando me di cuenta, le sacudí una buena tunda al muchacho, pero si yo no hubiera examinado la película despacio nunca nos habríamos apercibido del cambio.
Volvió a coger el pincel del pegamento, examinó un par de trozos de película, los encoló y los unió. Tras un rato, se dio cuenta de que tras él se había hecho un silencio muy extraño.
—¿Se encuentra bien, señor Escurridizo? —preguntó.
—¿Mmm? Ah. —El ex-vendedor de salchichas estaba inmerso en sus pensamientos—. ¿Y dices que una sola imagen tuvo ese efecto?
—Ah, sí. ¿De verdad se encuentra bien?
—Nunca me había encontrado mejor, muchacho —sonrió Escurridizo—. Nunca me había encontrado mejor.
Se frotó las manos.
—Tú y yo vamos a tener una pequeña charla, de hombre a hombre —añadió—. Porque… de verdad… —Puso una mano amistosa sobre el hombro de Gaffer—. Tengo la sensación de que hoy puede ser tu día de suerte.
Mientras, en otro callejón, Gaspode seguía refunfuñando entre dientes.
—Ja. Quédate, va y me dice. Se atreve a darme órdenes. Sólo para que su chica no tenga que soportar a un asqueroso perro maloliente en su habitación. Así que aquí estoy yo, el mejor amigo del hombre, sentado en la calle bajo la lluvia. Bueno, si lloviera, estaría bajo la lluvia. Vale, no llueve, pero si lloviera, a estas alturas estaría empapado. Le estaría bien empleado que me levantara y me largara. Además, puedo hacerlo. En cualquier momento, cuando me dé la gana. No tengo por qué quedarme aquí sentado. Espero que nadie crea que estoy aquí sentado porque me han dicho que me quede aquí sentado.
Aún no ha nacido el humano que me pueda dar órdenes a mí, eso ni en sueños.
Luego gimoteó un rato, y se refugió entre las sombras, donde era menos probable que lo vieran.
Arriba, en la habitación, Víctor estaba de pie, de cara a la pared. Aquello era humillante. Ya había sido bastante malo tropezarse con una sonriente señora Cosmopilita en el rellano de las escaleras. La mujer le había dedicado una amplia sonrisa y un complicado gesto que incluía un uso intensivo del codo… era un gesto que, en opinión de Víctor, no debería formar parte del bagaje cultural de las dulces ancianitas.
Se oyeron tintineos y susurro de ropas tras él mientras Ginger se preparaba para acostarse.
—La señora Cosmopilita es muy amable conmigo. Ayer me dijo que había tenido cuatro maridos —explicó a Víctor.
—¿Qué hizo con los huesos?
—No tengo ni idea de qué quieres decir —replicó Ginger con voz tensa—. Bueno, ya puedes darte la vuelta. Estoy en la cama.
Víctor se relajó y se dio media vuelta. Ginger se había subido las sábanas hasta el cuello, y las sujetaba como una guarnición asediada dirigiendo las barricadas.
—Tienes que prometerme —le dijo— que, si pasa algo, no intentarás aprovecharte de la situación.
Víctor suspiró.
—Lo prometo.
—Es que tengo que pensar en mi carrera, ¿lo entiendes?
—Sí, lo entiendo.
Víctor se sentó junto a la lámpara y se sacó el libro del bolsillo.
—No es que quiera ser desagradecida, ni nada así —siguió Ginger.
Víctor fue pasando las páginas amarillentas, en busca del punto por donde iba. En la Colina de Holy Wood habían vivido montones de personas, cuyo único objetivo parecía ser mantener el fuego encendido y entonar cánticos tres veces al día. ¿Por qué? ¿Quién era el Guardián de la Puerta?
—¿Qué lees? —preguntó Ginger al cabo de un rato.
—Un libro viejo que encontré hace unos días —replicó Víctor brevemente—. Habla sobre Holy Wood.
—Oh.
—Yo que tú trataría de dormir un poco —dijo, moviéndose un poco de manera que la luz de la lámpara iluminara mejor la retorcida caligrafía.
La oyó bostezar.
—¿Terminé de contarte lo del sueño? —le preguntó.
—Creo que no —replicó Víctor, con una voz que esperaba fuera amablemente desalentadora.
—Todo empieza con esa montaña…
—Mira, la verdad es que no deberías hablar…
—…y hay estrellas alrededor, ya sabes, en el cielo, pero una de ellas, cae, y resulta que no es una estrella, qué va, es una mujer que sostiene una antorcha por encima de su cabeza…
Víctor, lentamente, cerró el libro para examinar la cubierta.
—¿Sí? —dijo con cautela.
—Pues esa mujer intenta decirme algo, alguna cosa, pero no la comprendo, no sé qué de despertar a alguien, y entonces hay muchas luces, y se oye un rugido terrible, como de un león, o de un tigre, ¿me entiendes? Entonces suele ser cuando me despierto.
El dedo de Víctor recorrió el perfil de la montaña bajo las estrellas.
—Probablemente no se trate más que de un sueño —dijo—. Seguro que no significa nada.
Cierto que la Colina de Holy Wood no era puntiaguda. Pero quizá la hubiera sido en el pasado, en los tiempos en que allí se había alzado una ciudad, donde ahora estaba la bahía. Dioses. Algo había odiado a muerte a aquel lugar.
—¿No recuerdas por casualidad otros detalles del sueño? —preguntó con fingido desinterés.
No obtuvo respuesta. Se acercó a la cama.
La chica estaba dormida.
Regresó a la silla, que prometía volverse extremadamente incómoda antes de media hora, y se inclinó para recibir mejor la luz de la lámpara.
Algo en la colina. Ése era el peligro.
El peligro más inmediato era que él también estaba a punto de quedarse dormido.
Se quedó sentado en la oscuridad, preocupado. Por cierto, ¿qué había que hacer para despertar a un sonámbulo? Recordaba remotamente que, según la sabiduría popular, era algo muy peligroso. Se contaban muchas historias sobre personas que soñaban que las estaban ejecutando y, cuando alguien las había tocado en el hombro para despertarlas, se les había caído la cabeza al suelo. No había ninguna aclaración sobre cómo se había sabido lo que soñaban los sonámbulos, si ya estaban muertos. A lo mejor los fantasmas volvían luego y se quedaban al pie de la cama, quejándose sin parar.
La silla crujió de manera alarmante cuando Víctor cambió de postura. Quizá si estiraba una pierna, así, podría apoyarla en el borde de la cama. De esa manera, aunque se durmiera, Ginger no podría levantarse sin despertarlo.
Qué cosas tenía la vida. Se había pasado semanas transportándola en sus brazos, defendiéndola valientemente de Morry en sus diversos disfraces, besándola y, todos los días, alejándose a caballo hacia el ocaso para vivir felices, probablemente muy felices, por siempre jamás y aún más tiempo. De todos los espectadores que habían visto las películas, ni uno se creería que luego pasaba la noche sentado en la habitación de Ginger, relegado a una silla que parecía hecha de astillas. Hasta a él le resultaba increíble, y eso que estaba allí. En las películas no pasaban aquellas cosas. Las películas narraban siempre una Historia de Pasión en un Mundo Enloquecido. Si aquello fuera una película, él no tendría que estar allí a oscuras, sentado en una silla dura. Estaría… bueno, no estaría allí a oscuras, sentado en una silla dura, eso por descontado.
El tesorero cerró la puerta de su despacho tras él. Era una precaución imprescindible. El archicanciller era de la opinión que lo de llamar antes de entrar era una exótica costumbre de las otras personas.
Al menos, aquel hombre espantoso parecía haber perdido todo interés en el resógrafo, o como quiera que lo llamara Riktor. El tesorero había pasado un día terrible tratando de ocuparse de los asuntos de la Universidad, aun sabiendo que el documento estaba escondido en su habitación.
Lo sacó de debajo de la alfombra, encendió la lámpara y empezó a leer.
Él mismo habría sido el primero en admitir que no se le daban bien las cosas relacionadas con la mecánica. Pronto se rindió y dejó de leer lo relativo a ejes, péndulos de octhierro y aire que por alguna razón extraña se hallaba comprimido en fuelles.
Volvió de nuevo al párrafo que decía: «Entonces, si una turbación en el tejido de la realidad provoca ondas que se extienden a partir del epicentro, el péndulo se balanceará, comprimiendo el aire en los fuelles relevantes, y hará que el elefante ornamental más cercano al epicentro deje caer una pequeña bola de plomo. Por tanto, la dirección de la turbación…».
…uuhhmm… uuhhmm…
Ahora alcanzaba a oírlo incluso desde su estudio. Acababan de poner más sacos de arena en torno al cacharro. Ya nadie se atrevía a moverlo. El tesorero trató de concentrarse y de proseguir con la lectura.
—«…se podrá calcular por el número y la fuerza…»
… uuhhmm… uuhhmmUUHHMMUUHHMMM…
El tesorero descubrió que estaba conteniendo el aliento.
—«… de los perdigones expelidos, que, en caso de disturbios serios, calculo que puede llegar a ser…»
Plib.
—«… hasta de dos perdigones…»
Plib.
—«… propulsados a varios centímetros…»
Plib.
—«… durante el…»
Plib.
—«… transcurso…»
Plib.
—«… de…»
Plib,
—«… un…»
Plib.
—«… mes.»
Plib.
Gaspode despertó, y se puso rápidamente en lo que esperaba que pareciera una posición de alerta.
Alguien estaba gritando, aunque educadamente, como si pidiera ayuda, pero sólo si no era demasiada molestia.
Subió los peldaños con un rápido trotecillo. La puerta estaba entreabierta. Terminó de abrirla con un golpecito de la cabeza.
Víctor estaba tendido sobre la espalda, atado a una silla. Gaspode se sentó junto a él y lo observó con atención, por si hacía algo interesante.