Al menos tenía pluma y tintero…
Las imágenes pasaban ante sus ojos. O las atrapaba ahora, o se le escaparían para siempre…
Esgrimió la pluma y empezó a garabatear sobre las sábanas.
¡La Pasión de un Hombre y Una Mujer en una Ciudad Desgarrada por la Guerra Civil!
La pluma avanzaba a trompicones, dejando manchas sobre el tosco tejido.
¡Sí! ¡Sí! ¡Eso era!
Él les había enseñado lo que era bueno, se olvidarían de sus estúpidas pirámides de yeso y de sus locales baratos. ¡Todo el mundo querría ver ésta! ¡Ésta marcaría los estándares! Cuando se escribiera la historia de Holy Wood, ésta sería la que señalarían, de ella dirían, ¡Fue la Película que acabó con todas las Películas!
¡Trolls! ¡Batallas! ¡Romance! ¡Hombres con finos bigotes! ¡Mercenarios! Y una mujer luchando por conservar el… Escurridizo titubeó… bueno, algo que ama más que a nada en el mundo, pero eso ya lo pensaremos más adelante. ¡En un Mundo Enloquecido!
La pluma manchaba, desgarraba, avanzaba precipitadamente por la sábana.
¡Hermano contra hermano! ¡Mujeres con vestidos de crinolina dando bofetones a la gente! ¡La caída de una poderosa dinastía!
¡Una gran ciudad en llamas! No de pasión, anotó al margen, sino de las de verdad.
Quizá incluso con…
Se mordió el labio.
Sí. ¡Aquello era lo que había estado esperando! ¡Sí!
¡Con más de mil elefantes!
(Más tarde, Soll Escurridizo dijo:
—Mira, tío, la guerra civil de Ankh-Morpork… es una idea estupenda. Por ahí no hay problema. Es un famoso acontecimiento histórico, no hay problema. Lo que pasa es que ninguno de los historiadores mencionó que hubiera elefantes.
—Fue una guerra muy grande —replicó Escurridizo a la defensiva—. Se les pudo escapar alguna cosa.
—Dudo que nadie pueda dejar de advertir que hay un millar de elefantes.
—¿Quién dirige este estudio?
—Es que…
—Escúchame bien —zanjó Escurridizo—. A lo mejor en esa guerra no hubo un millar de elefantes, pero nosotros vamos a tener un millar de elefantes, porque con un millar de elefantes quedará más realista, ¿entendido?)
La sábana fue llenándose poco a poco con la caligrafía nerviosa de Escurridizo. Llegó al final de la tela y siguió con la madera de la cama.
Por los dioses, ¡aquello era un material de primera! Nada de tontas batallitas en aquella película. ¡Iba a necesitar a todos los operadores de Holy Wood!
Volvió a sentarse, agotado y feliz.
Ahora ya la podía ver. Podía darla por hecha.
Sólo necesitaba un buen título. Algo sonoro. Algo que la gente recordara para siempre. Algo… (se rascó la barbilla con la pluma), algo que sugiriese que los problemas de la gente normal no eran más que polvo en las grandes tormentas de la historia. Tormentas, por ahí, bien. Una tormenta sugería una buena imagen. Había truenos. Rayos. Lluvia. Viento. Tempestades.
¡Tempestades! ¡Eso era!
Avanzó hasta la parte de arriba de la sábana y, con gran cuidado, escribió:
LO QUE LA TEMPESTAD SE LLEVÓ.
Víctor daba vueltas y más vueltas en la estrecha cama, tratando inútilmente de conciliar el sueño. Por su mente medio adormecida corrían las imágenes. Había carreras de cuadrigas, y barcos piratas, y cosas que no conseguía identificar… y, en medio de todo, aquella cosa trepando por una torre. Era algo enorme y terrible, que sonreía desafiante al mundo. Y alguien gritaba…
Se incorporó, empapado en sudor.
Tras unos pocos minutos, bajó las piernas de la cama y se dirigió hacia la ventana.
Por encima de las luces de la ciudad, la Colina de Holy Wood se perfilaba con las primeras luces del amanecer. Iba a ser otro hermoso día.
Los sueños de Holy Wood recorrieron las calles en grandes oleadas doradas, invisibles.
Y Algo vino con ellas.
Algo que nunca, jamás soñaba. Algo que nunca, jamás dormía.
Ginger salió de la cama, y también miró en dirección a la colina, aunque era más que dudoso que la viera. Moviéndose como una persona sin vista por una habitación conocida, avanzó hacia la puerta, bajó por las escaleras y salió a la calle con los últimos rastros de la noche.
Un pequeño perro, un gato y un ratón la observaban desde las sombras cuando avanzó en silencio por el callejón y se encaminó hacia la colina.
—¿Le habéis visto los ojos? —susurró Gaspode.
—Le brillaban —asintió el gato—. ¡Puaj!
—Va a la colina —insistió el perro—. Esto no me gusta nada.
—¿Y qué más da? —replicó Botitas, encogiéndose de hombros—. Se pasa la vida en la colina. Sube allí todas las noches, mirando a las musarañas y haciendo cosas raras.
—¿Qué?
—Todas las noches. Nosotros pensábamos que era por eso que dijiste del romance.
—Pero, ¿es que no lo veis? Esa manera de moverse… aquí falla algo —insistió Gaspode a la desesperada—. Eso no es caminar, es tambalearse. Como si la guiara una especie de voz interior, o algo así.
—A mí no me mires —se defendió Botitas —. Para mí, caminar sobre dos patas es tambalearse..
—¡No hace falta más que verle la cara para notar que algo va mal!
—Claro que algo va mal. Es humana —asintió el ratón.
Gaspode valoró las posibles alternativas. No había demasiadas. La más evidente era ir a buscar a Víctor para que hiciera algo. Pero la rechazó. Para su gusto, se parecía demasiado a lo de dar saltitos y ladrar, el tipo de cosa que haría Laddie. Daba a entender que lo mejor que podía hacer un perro enfrentado a un enigma era buscar a cualquier humano para que lo resolviera.
Se dirigió rápidamente hacia Ginger y agarró firmemente entre los dientes el borde del camisón de la sonámbula. La joven siguió caminando, arrastrando tras ella al perro. El gato se echó a reír con una buena carga de sarcasmo, que molestó mucho a Gaspode.
—Ya es hora de despertarse, guapa —gruñó, soltando el camisón.
Ginger siguió caminando.
—¿Lo ves? —señaló el gato, despectivo—. Les das unos pulgares oponibles y se creen especiales.
—Yo voy a seguirla —decidió Gaspode—. Es de noche, puede hacerse daño.
—Así son los perros —dijo el gato a Botitas en tono burlón—. Siempre van por ahí haciendo fiestas a la gente. La próxima vez que lo veamos tendrá una cadena con un collar de diamantes y un cuenco para la comida con su nombre, te lo digo yo.
—Si lo que quieres es llevarte un buen mordisco, estás siguiendo el camino adecuado, gatito —ladró Gaspode, mostrando de nuevo sus dientes llenos de caries.
—No tengo por qué tolerar que se me hable en ese tono —bufó el gato, al tiempo que alzaba orgullosamente la nariz—. Venga, Botitas, vamos a buscar algún estercolero donde no haya tanta basura.
Gaspode se quedó mirando los cuartos traseros que se alejaban.
—¡Cobardes! —les gritó.
Echó a andar rápidamente hacia Ginger, detestándose a sí mismo por hacerlo. Si fuera un lobo, cosa que técnicamente soy, pensó, no utilizaría los colmillos para agarrarle el camisón. Cualquier chica que caminara sola de noche correría peligro de muerte. Podría atacarla, podría atacarla en el momento que quisiera, lo que pasa es que he decidido no hacerlo. Pero lo que desde luego tampoco voy a nacer es ir por ahí cuidándola. Ya sé que Víctor me dijo que la cuidara, pero que me aspen si tengo intención de hacer lo que me diga un humano. Aún no ha nacido el humano que me dé órdenes a mí. Le arrancaría la garganta de un bocado, eso es lo que haría. Ja.
Si a esta imbécil le pasara algo, Víctor se pasaría días y días lloriqueando, y seguro que se olvidaría de darme de comer. No es que un perro como yo necesite que ningún humano le dé de comer, podría saltar sobre el lomo de un reno y morderle la yugular, pero reconozcámoslo, es mucho más cómodo que te lo pongan en el plato.
Ginger caminaba bastante deprisa. Gaspode iba con la lengua fuera para tratar de mantener su paso. Le empezaba a doler la cabeza.
Se arriesgó a lanzar unas cuantas miradas a ambos lados, para ver si había algún otro perro observándolo. Si lo hubiera, pensó, tendría que fingir que la estaba persiguiendo. Al fin y al cabo, la estaba persiguiendo, en el sentido más amplio de la palabra. Claro. Lo malo era que ni en sus mejores momentos había sido un perro atlético, y le estaba costando lo suyo no perderla de vista. La chica podría tener la decencia de ir un poco más despacio.
Ginger empezó a ascender por la ladera de la colina.
Gaspode consideró la posibilidad de ladrar. Luego, si alguien le mencionaba el detalle, siempre podía decir que lo había hecho para asustarla. El problema era que no le quedaba aliento suficiente ni para un gruñidito amenazador.
Ginger llegó a la cima de un promontorio y descendió hacia la pequeña hondonada entre los árboles.
Gaspode trotó como pudo en pos de ella, recuperó la compostura, abrió la boca para lanzar un ladrido de advertencia, y estuvo a punto de tragarse la lengua.
La puerta se había abierto varios centímetros. Ante los ojos atónitos de Gaspode, un poco más de arena se desprendió y cayó al montón.
Y ahora alcanzaba a oír voces. No parecían pronunciar palabras, sino los esqueletos de palabras, una maldad sin disfraces ni disimulos. Los sonidos zumbaban en torno a su cabeza alargada como mosquitos mendicantes, suplicando, lisonjeando y…
… era el perro más famoso del mundo. Se deshicieron los nudos de su pelaje, de las zonas peladas brotó un vello rizado y brillante que se extendió por todo el cuerpo, repentinamente esbelto, y le llegó hasta un morro de dientes ahora blancos y sanos. Ante él aparecieron platos de comida, que no era la mezcolanza de misteriosos órganos multicolores a la que estaba acostumbrado, sino carne roja, oscura. En el cuenco que llevaba su nombre había agua limpia, no, cerveza de la buena. Los tentadores aromas que le traía el viento le sugerían que buen número de perritos estarían encantados de trabar amistad con él en cuanto acabara de comer y beber. Miles de personas lo consideraban maravilloso. Tenía un collar con su nombre escrito y…
No, eso si que no. De collares, nada. Si tragaba con lo del collar, lo siguiente sería verse tratado como un muñequito de peluche.
La imagen se derrumbó en un caos confuso, y fue sustituida por…
… la manada corría entre los árboles oscuros, cubiertos de nieve, con las bocas rojas entreabiertas y las largas patas golpeando el terreno. Los humanos que intentaban escapar no tenían ni una posibilidad; uno fue derribado cuando un miembro de la manada saltó sobre él desde una rama, y se quedó tendido en el suelo mientras Gaspode y los lobos se precipitaban sobre él…
No, eso tampoco sería correcto, pensó con amargura. Uno nunca llegaba a comerse a los humanos. Los dioses sabían que a veces le tocaban las narices, pero no podías llegar a comértelos.
La caótica confusión de instintos amenazaba con cortocircuitar su esquizofrénica mente canina.
Las voces se rindieron y dejaron de asediarlo. Asqueadas, concentraron su atención en Ginger, quien, metódicamente, trataba de apartar más arena.
Una de las pulgas de Gaspode lo picó con todas sus fuerzas. Seguramente soñaba con que era la pulga más grande del mundo. Gaspode alzó la pata automáticamente para rascarse, y el hechizo se desvaneció.
El perro parpadeó.
—Mierda —gimió.
¡Aquello era lo que les estaba sucediendo a los humanos! No pudo evitar preguntarse con qué estarían haciendo soñar a Ginger.
A Gaspode se le pusieron de punta los pelos del lomo.
Para aquello no hacía falta tener ningún misterioso instinto animal. Los instintos vulgares y corrientes de cada día bastaban y sobraban para dejarlo horrorizado. Al otro lado de aquella puerta había algo espantoso.
Y Ginger trataba de dejarlo salir.
Tenía que despertarla.
Abandonó la idea de espabilarla de un mordisco. Sus dientes ya no eran los de antes. También tenía serias dudas sobre si ladrar serviría de algo. Así que sólo quedaba una posible solución…
La arena se removía de una manera extraña bajo sus patas. Quizá soñaba con que se convertía en rocas. Los arbolitos retorcidos de la hondonada estaban inmersos en sus fantasías de secuoyas. Hasta el aire mismo se enroscaba en torno a la cabeza alargada de Gaspode de una forma diferente, aunque nadie tiene idea sobre cuáles pueden ser los sueños del viento.
Gaspode trotó hacia Ginger y le arrimó el morro a la pierna.
En el universo se conocen muchísimas maneras espantosas de despertar, como por ejemplo los gritos de una multitud derribando la puerta de entrada, el aullido de las alarmas contra incendios, o la comprensión repentina de que es lunes por la mañana, momento que la noche del viernes quedaba cálidamente lejano. El morro húmedo de un perro no es, en el sentido más estricto, la peor de ellas, pero tiene su propia cualidad espantosa que los expertos en horrores y los propietarios de perros a lo largo de la historia han llegado a conocer y a temer. Es como que te froten cariñosamente con un trocito de hígado medio descongelado.