Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—Shomosh pobresh corderillosh —aulló Gaspode—, que han perdido el rumbo…

—¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!

—Shomosh pobresh corderillosh… que han… que han…

Gaspode se rascó una oreja como pudo. Al menos, se rascó lo que a él le pareció una oreja. Su pata se movía insegura por el aire. Laddie, que estaba junto a él, le dirigió una mirada compasiva.

Había sido una velada de un éxito increíble. Gaspode siempre había conseguido beber gratis sentándose en el suelo y mirando con intensidad a los clientes del bar, hasta que se sentían lo suficientemente incómodos como para echarle un poco de cerveza en un plato, con la esperanza de que lo bebiera y se marchara. Era una labor lenta y tediosa, pero, como técnica, siempre le había resultado de lo más eficaz. En cambio, Laddie…

Laddie hacía trucos. Laddie sabía beber directamente de las botellas. Laddie era capaz de contar con ladridos el número de dedos que había levantados en una mano. Gaspode también, claro, pero nunca se le había pasado por la cabeza que alguien pudiera recompensar tal actividad.

Laddie podía dirigirse a cualquier joven que estuviera debidamente acompañada; le ponía la cabeza en el regazo, y le dirigía una mirada tan cargada de inteligencia que el acompañante le compraba un plato de cerveza y una bolsa de galletitas en forma de pez, con tal de impresionar a la posible amada. Eso Gaspode nunca había podido hacerlo, en parte porque era demasiado pequeño como para llegar a ningún regazo, pero sobre todo porque, si lo intentaba, no conseguiría más que gritos de repugnancia.

Se había sentado bajo la mesa, contemplando la escena con gesto de desaprobación perpleja al principio, y con gesto de ebria desaprobación perpleja después, porque Laddie era la generosidad canificada cuando se trataba de compartir sus platos de cerveza.

Al final, cuando los expulsaron a ambos, Gaspode decidió que ya era hora de que empezaran las lecciones sobre la esencia de ser perro.

—No tienes que ir hullándote. Millándote. Humillándote ante los humanos —dijo balbuceante—. Así nos dejas mal a todos. Si los perros como tú van por ahí siempre siendo encantadores con la gente, nunca nos quitaremos las cadenas de dependencia con que nos atan los humanos. Me sentí personalmente ofendido cuando te dedicaste al truquito ese de hacerte el muerto, por si no lo notaste.

—Guau.

—No eres más que un perro de los humanos imperialistas —siguió Gaspode con severidad.

Laddie se puso las patas en el morro.

Gaspode intentó levantarse, se enredó las patas y se dejó caer sentado. Tras un rato, un par de gruesas lágrimas le corrieron por el pelaje.

—Pero claro —balbuceó—, yo nunca tuve una oportunidad, ¿sabes? —Consiguió erguirse sobre las cuatro patas—. No tienes más que ver cómo tuve que empezar mi vida. Me metieron en un saco y me echaron a un río, ¿lo entiendes? ¡En un saco! El pobre perrito, el cachorrito, abre los ojos al mundo de los prodigios, y resulta que está en un saco. —Las lágrimas le gotearon por el morro—. Durante dos semanas, estuve convencido de que el ladrillo era mi madre.

Guau —replicó Laddie, compadecido aunque no entendía una palabra.

—Menos mal que tuve suerte y me habían tirado al Ankh —siguió Gaspode—. En cualquier otro río, me habría ahogado y ahora estaría en el cielo de los perros. He oído decir que llega un gran perro negro espectral, cuando te mueres, y te dice que ha llegado tu lora. Mora. Hora.

Gaspode clavó los ojos en la nada.

—Pero uno no se puede hundir en el Ankh —añadió, pensativo—. Es un río duro, el Ankh.

—Guau.

—Eso no se le hace ni a un perro —insistió—. Metafóricamente hablando.

—Guau.

Gaspode miró cansadamente la cara de Laddie, animada, alerta e irrevocablemente estúpida.

—No entiendes ni una maldita palabra de lo que te estoy diciendo, ¿verdad?

—¡Guau! —respondió Laddie, suplicante.

—Tienes suerte —suspiró el perro.

En aquel momento, se oyó una conmoción al otro lado del callejón. Gaspode escuchó una voz:

—¡Ahí está! ¡Ven, Laddie! ¡Ven, chico! Las palabras rezumaban alivio.

—Es el Hombre —gruñó Gaspode—. No estás obligado a acudir.

—¡Buen chico Laddie! ¡Buen chico Laddie! —ladró Laddie al tiempo que echaba a andar obediente, aunque un tanto inseguro.

—¡Te hemos buscado por todas partes! —murmuró uno de los entrenadores, alzando un palo.

—¡Ni se te ocurra pegarle! —le gritó el otro—. ¡Lo echarás todo a perder!

Escudriñó el callejón con la mirada, y se encontró con la mirada de Gaspode desde el otro extremo.

—Es ese saco de pulgas que está siempre rondando por ahí —dijo—. Me pone la carne de gallina.

—Tírale algo —sugirió el otro hombre.

El segundo entrenador se inclinó y recogió una piedra. Cuando volvió a incorporarse, el callejón estaba desierto. Borracho o sobrio, Gaspode tenía unos reflejos perfectos en determinadas circunstancias.

—¿Lo ves? —dijo el entrenador, mirando hacia las sombras—. Es casi como si nos leyera la mente.

—No es más que un chucho —replicó su compañero—. No te preocupes por él. Venga, ponle la correa a éste y volvamos antes de que el señor Escurridizo se dé cuenta de que se nos había perdido.

Laddie los siguió obedientemente de vuelta a los estudios Siglo del Murciélago Frugívoro, y permitió que lo encadenaran a su caseta de madera. Lo más probable era que no le gustara la idea, pero era difícil saberlo a ciencia cierta en el entramado de deberes, obligaciones y tenues sombras emocionales que constituían su «mente», a falta de una palabra mejor con que denominarla.

Dio un par de tirones de la cadena a modo de prueba, y luego se tendió en el suelo, a la espera de futuros acontecimientos.

Tras un buen rato, una voz ronca, baja, lo llamó desde el otro lado de la valla.

—Te podría enviar un hueso con una lima dentro, pero seguro que te la comerías —dijo.

Laddie alzó la vista.

—¿Buen chico Laddie! ¡Buen chico Laddie!

—¡Shhh! ¡Calla! Como mínimo tendrían que haberte permitido hablar con un abogado —siguió Gaspode—. Encadenar a alguien es una violación de los derechos humanos.

—¡Guau!

—Además, ya se lo he hecho pagar. He seguido a ese tipo asqueroso hasta su casa y he meado por toda la puerta de entrada.

—¡Guau!

Gaspode suspiró y se alejó tambaleándose. A veces, en lo más profundo de su corazón, se preguntaba si al fin y al cabo no sería bonito «pertenecer» a alguien. No sólo ser propiedad de alguien, ni que te encadenaran, sino «pertenecer», de manera que te alegraras de ver a tu amo, le llevaras las zapatillas con los dientes y te quedaras tendido sobre su tumba cuando muriera.

En realidad a Laddie le gustaba esa vida, si en su caso se podía utilizar la palabra «gustar». Era más bien un sentimiento aferrado a los huesos. Gaspode se preguntó sombríamente si aquélla era la esencia del perro, y dejó escapar un gruñido que le salió de lo más profundo de la garganta. Por lo que a él respectaba, no lo era ni lo sería nunca. Porque la esencia de ser perro no tiene nada que ver con zapatillas, ni con paseos, ni con quedarte tirado en la tumba de la gente. Gaspode estaba seguro. La esencia de ser perro consistía en ser duro, en ser independiente, en ser desagradable.

Sí, claro.

Gaspode tenía entendido que todos los animales caninos podían cruzarse, incluso con los lobos originales, de manera que, en lo más profundo de su ser, cada perro era un lobo. Se podía sacar un perro de un lobo, pero no se podía sacar al lobo del perro. Cuando las garrapatas atacaban con fuerza, cuando las pulgas se ponían especialmente molestas y agresivas, esa idea resultaba reconfortante.

Suspiró y se preguntó qué se sentiría al copular con una loba, y qué pasaría al acabar.

Bueno, eso tampoco tenía mucha importancia. Lo verdaderamente importante era que los auténticos perros no iban por ahí encantados de la vida sólo porque un humano tenía a bien decirles algo.

Sí, claro.

Lanzó un gruñido a un montón de basura, y la retó a que le respondiera.

Parte del montón se movió, y asomó para mirarlo una cara felina que llevaba el cadáver de un pez en la boca. Estaba a punto de dedicarle un ladrido desganado, sólo por tradición, cuando el gato escupió el pescado y le habló.

—Hola, Gazpode.

Gaspode se relajó.

—Ah. Hola, gato. No pretendía ofenderte. No sabía que eras tú.

—Ziempre he deteztado el pezcado —dijo el felino—. Pero al menoz no habla.

Se removió otra zona del montón de basura, y apareció Botitas, el ratón.

—¿Qué hacéis vosotros dos aquí abajo? —se interesó Gaspode—. Pensé que os sentíais más seguros en la colina.

—Ya no —replicó el gato—. Aquello ze eztá poniendo muy zobrenatural.

El perro frunció el ceño.

—Eres un gato —señaló con tono desaprobador—. Se supone que te gusta todo lo sobrenatural.

—Zí, pero ezo no incluye tener chizpaz doradaz en el pelo todo el rato, ni que el zuelo tiemble conztantemente. Ni a oír vocez eztrañaz que parecen zonar dentro de tu cabeza —replicó el gato—. Aquello ze eztá poniente demaziado zobrenatural.

—Así que todos hemos decidido bajar —añadió Botitas —. Tambor y el pato están escondidos fuera de la ciudad, detrás de las dunas…

Otro gato saltó de la valla junto a ellos. Era grande y atigrado, y Holy Wood no lo había bendecido con la inteligencia. Se quedó mirando el espectáculo que ofrecía un ratón tranquilo al lado de un felino.

Botitas le dio un codazo al gato en la zarpa.

—Líbrate de ése —pidió.

El gato clavó la vista en el recién llegado.

—Ábrete —dijo—. Venga, que te largues, que te des el piro. Dioses, esto es humillante.

—No sólo para ti —replicó Gaspode, cuando el segundo gato se alejó sacudiendo la cabeza—. Si algunos de los perros de esta ciudad me vieran charlando con un gato, perdería toda la credibilidad en las calles.

—Hemos estado pensando —empezó el gato, sin dejar de lanzar algunas miradas nerviosas a Botitas—, que a lo mejor deberíamos rendirnos de una vez y ver si es posible… si es posible…

—Lo que el gato intenta decir, es que a lo mejor hay un lugar para nosotros en las imágenes en acción —intervino Botitas—. ¿A ti qué te parece?

—¿Como pareja de actores? —quiso saber Gaspode.

Los dos asintieron.

—Imposible, de todo punto imposible —bufó el perro—. ¿Quién va a pagar una entrada por ver a gatos y ratones persiguiéndose? Los perros no les interesan más que si hacen la pelota constantemente a los humanos, así que desde luego no querrán ver a un gato cazando a un ratón. Podéis creer lo que os digo. Yo entiendo de imágenes en acción.

—En ese caso, ya va siendo hora de que los humanos aclaren este embrollo, para que podamos volver a casa —le espetó el ratón—. Ese muchacho no está haciendo nada.

—Es un inútil —corroboró el gato.

—Está enamorado —lo defendió Gaspode—. Es una situación complicada.

—Sí, lo comprendo, yo también he pasado por eso —asintió el gato, compasivo—. La gente no deja de tirarte botas viejas. Es horrible.

—¿Botas viejas? —se sorprendió el ratón.

—Eso es lo que me ha pasado a mí siempre que he estado enamorado —asintió el felino.

—En el caso de los humanos, es diferente —dijo Gaspode, algo inseguro—. No te tiran tantas botas ni cubos de agua. Es más cuestión de… no sé, de flores, de discusiones y cosas por el estilo.

Los animales se miraron, malhumorados.

—Los he estado observando —dijo Botitas—. La chica opina que tu amigo es un imbécil.

—Es parte de su juego —le explicó Gaspode—. A eso lo llaman «romance».

El gato se encogió de hombros.

—Yo prefiero mil veces una bota. Al menos con una bota sabes a qué atenerte.

 

El brillante espíritu de Holy Wood seguía entrando en el mundo, pero ya no era un reguerillo, sino una inundación. Burbujeaba en las venas de la gente, incluso en las de los animales. Cuando los operadores daban vueltas a las manivelas, allí estaba. Cuando los carpinteros martilleaban los clavos, estaban martilleando por Holy Wood. Holy Wood estaba en el estofado que se servía en el local de Borgle, y en la arena, y en el aire. Estaba creciendo.

Iba a florecer…

Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, o Y.V.A.L.R., como prefería que lo llamaran ahora, se incorporó en su cama y contempló fijamente la oscuridad.

En su mente, ardía una ciudad.

Rebuscó apresuradamente las cerillas junto a la cabecera de la cama, consiguió encender la vela y, al final, dio con una pluma.

En cambio, no localizó ni un trozo de papel. Había dado instrucciones muy concretas de que hubiera siempre papel junto a su cama, por si se despertaba con una idea en la cabeza. En esos momentos es cuando uno tiene las mejores ideas, cuando está durmiendo.

Autore(a)s: