—¿Oograah?
—Sí. Un oograah bien bonito[16].
Detritus se rascó la cabeza.
—¿Por qué? —quiso saber.
Por un momento, Rubí se quedó desconcertada. Aunque la mataran no podría decir por qué era tan importante la entrega de un vegetal incomestible, pero no tenía la menor intención de admitirlo.
—Me extraña que no lo sepas —replicó, despectiva.
Detritus no captó el sarcasmo. Eran muchas cosas las que no captaba.
—Claro que lo sé —dijo—. No soy tan incúltico como crees —añadió—. Estoy del día. Ya lo verás.
El retumbar atronador de los martillazos llenaba el aire. Cada vez había más edificios que se alejaban de la calle principal sin nombre, en dirección a las dunas. Nadie poseía la tierra en Holy Wood: si estaba libre, podías construir lo que quisieras.
Ahora Escurridizo tenía dos despachos. En uno de ellos gritaba a todo el mundo, y en el otro, más grande y justo a la salida del primero, todo el mundo gritaba a todo el mundo. Soll gritaba a los operadores. Los operadores gritaban a los alquimistas. Los demonios correteaban por todas las superficies lisas, se ahogaban en las tazas de café y se gritaban unos a otros. Un par de loros verdes experimentales se gritaban a ellos mismos. Había gente que llevaba ropas raras, entraba allí y empezaba a gritar. Silverfish gritaba porque no había manera de averiguar por qué su escritorio se encontraba en el despacho exterior, aunque era el dueño del estudio.
Gaspode se había sentado estólido junto a la puerta del despacho interior. En los cinco últimos minutos había conseguido una patada desganada, una galleta rancia y una palmadita en la cabeza. Tenía la sensación de que no se le permitía participar demasiado.
Estaba intentando prestar atención a todas las conversaciones a la vez. Aquello resultaba enormemente instructivo. Para empezar, algunas de las personas que entraban a gritar llevaban bolsas de dinero…
—¿Que quieres qué?
El grito había surgido del despacho interior. Gaspode irguió la otra oreja.
—Quiero… eh… quiero un día libre, señor Escurridizo —estaba diciendo Víctor.
—¿Un día libre? ¿No quieres trabajar?
—Sólo durante un día, señor Escurridizo.
—Pero bueno, ¿te crees que voy a ir pagando a la gente para que tengan días libres? ¿Es que te ha dado la sensación de que estoy hecho de dinero? ¡Pues no es así, jovencito! Ni siquiera estamos teniendo ganancias, todo lo más conseguimos que no haya pérdidas. ¿Por qué no me pisoteas un poco más, si te parece?
Gaspode miró las bolsas amontonadas delante de Soll, que estaba ajetreadísimo echando en ellas montones de monedas. Arqueó una cínica ceja.
Hubo una pausa. Oh, no, pensó Gaspode. Ese imbécil se está olvidando de su papel.
—No quiero que me pague el día, señor Escurridizo.
Gaspode se relajó.
—¿No quieres que te lo pague?
—No, señor Escurridizo.
—Pero lo que sí querrás es que tu trabajo te esté esperando cuando regreses, ¿no? —bufó Escurridizo con voz sarcástica.
Gaspode se tensó. Le había costado mucho entrenar a Víctor para aquello.
—Bueno, señor Escurridizo, sí me gustaría, sí. Pero también había pensado ir a ver qué me pueden ofrecer en Alquimistas Unidos.
Se oyó algo que se parecía mucho al sonido que hace el respaldo de una silla al chocar contra la pared. Gaspode no pudo contener una sonrisa malévola.
Alguien dejó caer otra saca con dinero en el montón que Soll tenía delante.
—¿¡Alquimistas Unidos!?
—Al parecer, están haciendo grandes progresos con la cuestión del sonido, señor Escurridizo —señaló Víctor con voz amable.
—¡Pero si son unos aficionados! ¡Y unos cretinos!
Gaspode frunció el ceño. No había podido instruir a Víctor sobre lo que tendría que decir una vez pasada esta etapa del diálogo.
—Bueno, señor Escurridizo, la verdad es que es un alivio.
—¿Por qué?
—Imagínese que fueran cretinos profesionales.
Gaspode asintió. No estaba mal. Nada mal.
Se oyó el sonido de unos pasos que rodeaban apresuradamente el escritorio. Cuando Escurridizo volvió a hablar, se podría haber excavado un pozo en su voz y vender lo que se sacara a diez dólares el barril.
—¡Víctor! ¡Vic! ¿No he sido como un tío para ti, muchacho?
Bueno, sí, pensó Gaspode. Es como un tío para la mayor parte de la gente que hay aquí. Pero eso se debe a que todos son primos.
Dejó de escuchar, en buena parte porque Víctor iba a conseguir su día libre, y muy probablemente con paga incluida, pero sobre todo porque alguien había entrado en la habitación acompañado por otro perro.
Era grande, esbelto y deslumbrante. Su pelaje brillaba como la miel.
Gaspode lo identificó al momento, era un perro de caza de pura raza, de las Montañas del Carnero. Cuando se sentó junto a él, fue como si un yate deportivo de líneas esbeltas acabara de amarrar junto a una barcaza de carbón.
—Así que ésta es la última idea de mi tío, ¿eh? —oyó que decía Soll—. ¿Cómo se llama?
—Laddie —respondió el cuidador.
—¿Cuánto ha costado?
—Sesenta dólares.
—¿Sesenta dólares por un perro? Nos hemos equivocado de negocio.
—El criador me dijo que sabía hacer todo tipo de trucos. Que es más listo que el hambre, me lo garantizó. Justo lo que el señor Escurridizo anda buscando.
—Bueno, déjalo aquí atado. Y si al otro chucho le da por pelearse, lo echas de una patada.
Gaspode dedicó a Soll un mirada larga, escrutadora, dolida. Luego, cuando se hubo asegurado de que ya nadie les prestaba atención, se acercó discretamente al recién llegado, lo miró de arriba abajo, y le habló en voz muy queda, por la comisura de la boca.
—¿Para qué has venido tú? —preguntó.
El otro perro le dirigió una mirada de atractiva incomprensión.
—Es decir, ¿perteneces a alguno de éstos, o qué? —insistió Gaspode.
El perro gimoteó suavemente.
Gaspode intentó hablar en canino básico, que es una combinación de gruñidos suaves y olisqueos.
—¡Hola! —aventuró—. ¿Hay alguien ahí dentro?
El otro perro sacudió la cola, inseguro.
—La comida de aquí es repugnante —insistió Gaspode a la desesperada.
El perro alzó su hocico de pura raza.
—¿Qué lugar éste? —preguntó.
—Esto es Holy Wood —replicó el Perro Maravilla, en tono conversacional—. Yo me llamo Gaspode. En honor al famoso Gaspode, ya sabes. Oye, si necesitas alguna cosa, no tienes más que…
—Todos estos dos patas… ¿qué lugar éste?
Gaspode se lo quedó mirando.
En aquel momento, Escurridizo abrió la puerta de golpe. Víctor salió tosiendo desde el otro lado de un enorme cigarro puro.
—Excelente, excelente —decía Escurridizo al tiempo que lo seguía fuera de su despacho—. Sabíamos que podíamos aclarar esta situación. No lo desperdicies, muchacho, no lo desperdicies. Cada caja cuesta un dólar. Ah, veo que has traído a tu perrito.
—Guau —gruñó Gaspode, irritado.
El otro perro lanzó un ladrido breve, seco, y se sentó, irradiando caninidad por cada pelo de su cuerpo.
—Ah —siguió Escurridizo—. Y también tenemos aquí a nuestro perro maravilla.
Lo que en Gaspode pasaba por rabo se estremeció un par de veces.
En ese momento, comprendió.
Miró al perro grande, abrió la boca para decir algo y consiguió controlarse justo a tiempo. Logró transformar en un «¡Guau!» el sonido que salía ya por su garganta.
—Es una idea que se me ocurrió la otra noche, cuando vi a tu perro —siguió Escurridizo, animadamente—. Pensé que a la gente le gustan los animales. A mí, sin ir más lejos, me encantan los perros. El perro da buena imagen. Salva vidas. Es el mejor amigo del hombre, y todo eso.
Víctor advirtió la expresión furiosa de Gaspode.
—Gaspode es bastante inteligente —intervino rápidamente.
—Oh, claro, comprendo que opines eso —asintió Escurridizo—, pero no tienes más que mirarlos y compararlos. Por un lado tenemos a este animal de ojos espabilados, alerta, hermoso, y por el otro a esta bola de pelo con resaca. No hay punto de comparación, ¿no te parece?
El perro maravilla lanzó un breve ladrido.
—¿Qué lugar éste? ¡Buen chico Laddie!
Gaspode puso los ojos en blanco.
—¿Entiendes lo que quiero decir? —insistió Escurridizo—. Ponle el nombre adecuado, entrénalo un poquito, y ha nacido una estrella. —Dio otra palmada a Víctor en la espalda—. Encantado de verte por aquí, encantado de verte por aquí, pasa a visitarme cuando quieras, pero que no sea muy a menudo, a ver si comemos juntos un día de estos, te marchabas ya, ¿verdad?, Soll!
—Ya voy, tío.
Víctor se encontró repentinamente solo, si se exceptuaba a los dos perros y a una habitación entera abarrotada de gente. Se quitó el cigarro de la boca, escupió al extremo encendido, y lo escondió cuidadosamente tras una maceta con un poto.
—Ha nacido un imbécil —dijo una voz quejumbrosa junto a su rodilla.
—¿Qué dicho él? ¿Qué lugar éste?
—A mí que me registren —se defendió Víctor—. Yo no tengo nada que ver con esto.
—Pero ¿tú lo has visto bien? ¡En mi vida me había encontrado con tal demostración de estupidez! —se burló Gaspode.
—¡Buen chico Laddie!
—Vamos —suspiró Víctor—. Tengo que estar en el rodaje dentro de cinco minutos.
Gaspode lo siguió, refunfuñando entre sus horribles dientes. Víctor alcanzó a oír algún que otro «felpudo viejo» y varios «el mejor amigo del hombre», así como unos cuantos «perro maravilla y una mierda». Por último, decidió que no lo soportaba más.
—Lo que te pasa es que estás celoso —dijo.
—¿De quién, de un cachorro hiperdesarrollado con un cociente intelectual de una sola cifra? —se burló amargamente Gaspode.
—Y que tiene el pelaje brillante, el morro húmedo y probablemente un pedigrí tan largo como tu… tan largo como mi brazo —señaló Víctor.
—¿Pedigrí? ¿Pedigrí? ¿Y a quién demonios le importa eso del pedigrí? ¡No es más que cuestión de raza y de antepasados! Por si no lo sabes, yo también tuve un padre. Y dos abuelos. Y cuatro bisabuelos. Y hasta te puedo decir que muchos de ellos eran el mismo perro. Así que no vengas a decirme que yo no tengo pedigrí —bufó Gaspode.
Hizo una pausa momentánea para levantar una pata contra una de las columnas sobre las que se apoyaba el nuevo cartel de las «Imágenes en Acción Siglo del Murciélago Frugívoro».
Sucedía una cosa más que tenía muy desconcertado a Thomas Silverfish. Había llegado aquella mañana, y se había encontrado con que ya no estaba el cartel pintado a mano que decía «Cinematografía Interesante e Instructiva», y en su lugar se alzaba aquel enorme letrero. En aquel momento, Silverfish se encontraba sentado en su despacho, con la cabeza entre las manos, tratando de convencerse de que aquello había sido idea suya.
—Holy Wood me llamó a mí, no a él —siguió autocompadeciéndose Gaspode en voz baja—. Yo vine hasta aquí, y ahora van y eligen a esa cosa grande y peluda. Además, seguro que trabaja a cambio de un plato de carne al día, como si lo viera.
—Bueno, míralo de otra manera, a lo mejor no fuiste llamado a Holy Wood para ser un perro maravilla —lo consoló Víctor—. Quizá tiene en mente otra cosa para ti.
Esto es ridículo, pensó para sus adentros. ¿Por qué estamos hablando de esta manera? Para empezar, un lugar no tiene mente. No puede llamar a la gente… a no ser que se tengan en cuenta cosas como la nostalgia, por ejemplo. Pero no se puede sentir nostalgia de un lugar donde no has estado antes, no tiene lógica. Y la última vez que hubo alguien aquí debió de ser hace miles de años.
Gaspode olisqueó una pared.
—¿Le dijiste a Escurridizo todo lo que te expliqué? —preguntó.
—Sí. Y se puso muy nervioso cuando le mencioné que estaba pensando marcharme a Alquimistas Unidos —replicó Víctor con una sonrisa.
Gaspode lanzó un bufido.
—¿Le dijiste también eso que te enseñé, lo de que un contrato verbal no vale ni el papel en el que está impreso?
—Sí. Me respondió que no entendía ni una palabra. Pero me dio un cigarro. Y también dijo que muy pronto nos pagaría a Ginger y a mí por ir a Ankh-Morpork. Me explicó que estaba planeando una película a lo grande, algo realmente importante.
—¿No te dio más datos? —inquirió Gaspode con desconfianza.
—No.
—Escucha, muchacho —suspiró el Perro Maravilla—, Escurridizo está ganando una fortuna. Conté el dinero que tenían allí, había cinco mil doscientos setenta y tres dólares con cincuenta y dos peniques, y eso sólo en el escritorio de Soll. Ese dinero lo has ganado tú. Bueno, lo habéis ganado Ginger y tú.
—¡Cielos!
—En fin, ahora quiero que aprendas unas cuantas palabras más —siguió Gaspode—. ¿Te ves con fuerzas?
—Eso espero.
—Por-cen-ta-je de ta-qui-lla —deletreó el perro—. Eso es. A ver, ¿lo recordarás?