Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—Loros —dijo simplemente el operador—. Ya sabe, esos pájaros de la zona de Los Arcángeles. Son increíbles, tienen la memoria de un elefante. Si conseguimos un par de docenas de ellos, de tamaños diferentes, tendremos todo el registro de las cuerdas voca…

Eso provocó una detallada discusión técnica.

Víctor se dejó caer del lomo del camello, y se metió bajo su cuello para coger el brazo de Ginger.

—Escúchame —dijo, apremiante—, ha sido igual que la última vez. Sólo que más fuerte. Como una especie de sueño. El operador empezó a dar vueltas a la manivela, y fue como un sueño.

—Sí, pero me gustaría saber qué hicimos concretamente —se quejó la chica.

—Lo que tú hiciste concretamente —dijo Rock a Víctor—, fue entrar al galope con el camello en la tienda, bajar de un salto y lanzarte sobre nosotros como un molino…

—… saltando sobre las rocas, y riendo como un loco… —aportó Morry.

—Eso, y al pobre Morry le dijiste, «Llegó tu hora, malvado guardia negro», y luego le diste un espadazo de miedo en el brazo derecho, e hiciste un agujero en la lona de la tienda…

—Pero hay que reconocer que mueves bien esa espada —lo interrumpió Morry, admirativo—. Un estilo algo teatral, pero muy bueno, sí señor.

—¡Pero si no sé cómo…! —empezó Víctor.

—…y ella estaba tumbada ahí, toda lenguada —siguió Rock sin hacerle caso—. Entraste tú, la pusiste de pie, y te dijo que…

—¿Lenguada? —inquirió débilmente Ginger.

Lánguida —la tranquilizó Víctor—. Creo que quiere decir «lánguida».

—… te dijo, «Oh, dioses, es el Ladrón de… el Ladrón de…» Puaj, creo que dijo Puaj.

—Vaguedad —le corrigió Morry, frotándose el brazo.

—Sí, y luego ella fue y dijo, «Corres aquí un gran peligro, porque mi padre ha jurado matarte», y Víctor fue y contestó, «Pero ahora, oh bella rosa, puedo revelar al mundo que en verdad soy la Sombra del Desierto…».

—¿Qué quiere decir eso de «lánguida»? —inquirió Ginger, mosqueada.

—Y él fue y dijo «Huye conmigo ahora a la casbah», o algo por el estilo, y luego hizo esa… esa cosa que los humanos hacen con los labios…

—¿Silbar? —sugirió Víctor, esperando contra toda esperanza.

—Naaa, qué va, lo otro. Eso que suena como un corcho al salir de la botella —insistió Rock.

—Besar —señaló Ginger con voz gélida.

—Eso. No es que yo tenga mucha base para emitir juicios —asintió el troll—, pero pareció que duraba mucho rato. Fue un beso muy… muy beso.

—Sí, hasta yo pensé que iba siendo hora del tradicional cubo de agua —dijo una baja voz canina tras Víctor.

El joven dio una patada hacia atrás, pero no acertó en el blanco.

—Luego él volvió a subirse al camello, la aupó de un salto, y el señor Escurridizo empezó a gritar, «Alto, alto, qué demonios pasa, por qué nadie me dice qué demonios pasa» —siguió Rock—. Y luego tú dijiste, «¿Qué ha pasado?».

—No recuerdo haber visto en mi vida a nadie esgrimiendo la espada de esa manera —señaló Morry.

—Oh —dijo Víctor—. Vaya. Muchas gracias.

—Todos esos gritos de «¡Ja!», y «¡Ya te tengo, perro!»… Muy profesional —siguió el troll.

Una mano pesada se posó sobre el hombro de Víctor. El joven se dio la vuelta y vio la inmersa forma de Detritus, eclipsando el resto del mundo.

—El señor Escurridizo no quiere que nadie se vaya de aquí —dijo—. Todo el mundo tiene que quedarse hasta que el señor Escurridizo lo diga.

—¿Sabes que eres una auténtica tortura? —bufó Víctor.

Detritus le dedicó una amplia sonrisa tachonada de gemas[13].

—El señor Escurridizo dice que puedo ser vicepresidente —dijo con orgullo.

—¿Al cargo de qué? —se interesó Víctor.

—Al cargo de vicepresidentes —explicó Detritus.

Gaspode, el Perro Maravilla, lanzó un pequeño gruñido que le surgió de lo más profundo de la garganta. El camello, que había estado contemplando el cielo con cara de aburrimiento, se movió repentinamente y largó una coz que alcanzó de pleno al troll en la base de la espalda. Detritus dejó escapar un aullido de dolor. Gaspode dirigió al mundo en general una mirada de inocencia satisfecha.

—Vamos —dijo Víctor, sombrío—. Aprovechando que está muy ocupado buscando algo con lo que golpear al camello.

Se sentaron a la sombra, detrás de la tienda.

—Sólo quiero que sepas —empezó Ginger con voz fría—, que en mi vida he intentado parecer lánguida.

—Valdría la pena intentarlo —dijo Víctor, ausente.

—¿Qué?

—Perdona. Mira, hay algo que nos hizo comportarnos de esa manera. No sé manejar una espada. Lo único que he hecho toda mi vida es moverla un poco. ¿Qué sentiste tú?

—¿No te ha pasado nunca que has oído a alguien decirte algo, y te das cuenta de que estabas soñando despierto?

—Fue como si la vida se te escapara, y algo ocupara el espacio que había quedado vacío.

Meditaron en silencio la posibilidad.

—¿Crees que puede tener algo que ver con Holy Wood? —preguntó al final la chica.

Víctor asintió. Luego, se echó hacia un lado, y aterrizó sobre Gaspode, que los había estado observando con interés.

—Aaay —dijo el perro.

—Haz el favor de escuchar bien —siseó Víctor junto a su oreja—. Basta ya de pistas y sugerencias. ¿Qué ves de raro en nosotros? Si no nos lo dices ahora mismo, te entregaré a Detritus. Junto con un frasco de mostaza.

El perro se retorció para escapar.

—O también podríamos obligarte a llevar bozal —colaboró Ginger.

—¡Pero si no soy peligroso! —gimoteó Gaspode, rascando la arena con las patas.

—A mí, un perro que habla me parece peligrosísimo —comentó Víctor.

—Temible —corroboró Ginger—. Nunca se sabe lo que podría decir.

—¿Lo veis? ¿Lo veis? —suspiró Gaspode, entristecido—. Sabía que, si alguien sabía que puedo hablar, no tendría más que problemas. Estas cosas no deberían pasarle a un perro.

—Pero te van a pasar —lo amenazó Víctor.

—Vale, de acuerdo, de acuerdo. Para lo que va a servir… —refunfuñó Gaspode.

Víctor se relajó. El perro se sentó y se sacudió la arena.

—Además, no lo entenderíais —gruñó—. Otro perro sí podría entenderlo, pero vosotros, no. Es cuestión de la experiencia de una especie, ¿sabéis? Como eso de besar. Vosotros sabéis cómo es, pero yo no. No es una experiencia canina. —Notó la mirada de advertencia en los ojos de Víctor, y siguió rápidamente—. Es porque tenéis ese aspecto… como si éste fuera vuestro lugar. —Los observó un instante—. ¿Lo veis? ¿Lo veis? —suspiró—. Ya os dije que no lo comprenderíais. Tenéis todos los síntomas de estar en el lugar en que os corresponde estar. Aquí casi todo el mundo es forastero, pero vosotros, no. Eh… por ejemplo, ¿no habéis notado cómo ladran algunos perros a las personas que acaban de llegar a un lugar por primera vez? No es sólo por su olor, es que tenemos un increíble sentido para captar lo que está fuera de lugar. También hay algunos humanos que se sienten incómodos cuando ven un cuadro torcido, ¿no? Es igual, sólo que mucho peor en nuestro caso. Pero, en vuestro caso, es obvio que estáis donde tenéis que estar: aquí.

Volvió a mirarlos, y luego se dedicó a rascarse la oreja con decisión.

—Demonios —suspiró—. Lo malo es que yo sólo puedo explicarlo en perro, y vosotros sólo podéis escuchar en humano.

—A mí todo eso me suena muy místico —replicó Ginger.

—Dijiste no sé qué sobre mis ojos… —señaló Víctor.

—Sí, bueno… ¿no te has mirado últimamente los ojos? —Gaspode hizo un gesto en dirección a Ginger—. Y tú también, guapa.

—No seas idiota —bufó el joven—. ¿Cómo vamos a mirarnos nuestros propios ojos?

El perro se encogió de hombros.

—Bueno, podríais mirároslos el uno al otro —sugirió con lógica aplastante.

Al momento, se volvieron para ponerse cara a cara.

Hubo un larguísimo momento de sorpresa. Gaspode lo utilizó para orinar sonoramente contra uno de los postes de la tienda.

—Uauh —dijo Víctor al final.

—¿También los míos? —se extrañó Ginger.

—Sí. ¿No te duele?

—Eso me lo tendrías que decir tú.

—Pues nada, ya lo sabéis —siguió Gaspode—. Y, la próxima vez que veáis a Escurridizo, fijaos bien. Pero fijaos de verdad, en serio. Víctor se restregó los ojos, que empezaban a llorarle.

—Es como si Holy Wood nos hubiera llamado, nos hubiera traído aquí. Está haciendo algo con nosotros, nos ha… nos ha…

—… marcado —zanjó Ginger con amargura—. Eso es lo que ha hecho.

—Eh… la verdad es que no queda nada mal, resulta muy atractivo —dijo Víctor con galantería—. Te da como una especie de chispa. Una sombra cayó sobre la arena.

—Ah, estáis aquí —dijo Escurridizo.

Les puso los brazos en los hombros y les dio una especie de achuchón.

—Hay que ver con esta juventud, siempre buscando rinconcitos solitarios para arrullarse —dijo con una sonrisa forzada—. Buen asunto. Un asunto genial. Muy romántico. Pero hay que hacer una película, y tengo a montones de personas cruzadas de brazos, esperándoos, así que vamos de una vez, ¿eh, tortolitos?

—¿Veis lo que quiero decir? —murmuró Gaspode en voz muy baja.

Cuando se sabía qué buscar, resultaba inconfundible. En el centro de cada uno de los ojos de Escurridizo, había una diminuta estrella de oro.

 

En el corazón del gran continente oscuro de Klatch, el aire era espeso, saturado con la promesa del monzón que sobre él se cernía.

Las ranas mugidoras croaban entre la vegetación[14] junto a las aguas lentas de un río amarronado. Los cocodrilos dormitaban en los lodazales.

La naturaleza estaba conteniendo el aliento.

En aquel momento, comenzó un estruendoso arrullo en el palomar de Azhural N’choate, tratante de ganado. El hombre dejó de sestear junto a la galería, y fue a ver qué había provocado el jaleo.

En los vastos cobertizos que había tras la cabaña, unas cuantas terneras, ya marcadas para venderlas sin que el cliente tuviera que esperar, bostezaban acurrucadas al calor, pero alzaron la vista en gesto de alarma cuando N’choate bajó los peldaños de la galería de un salto y echó a andar hacia ellas.

El hombre rodeó los cobertizos de las cebras y se dirigió sin titubear hacia su ayudante, M’Bu, que se dedicaba tranquilamente a limpiar el estiércol en el corral de los avestruces.

—¿Cuántos…? —empezó el hombre.

Se detuvo, sin resuello.

M’Bu, que tenía doce años, dejó caer la pala con la que trabajaba, y le dio unas fuertes palmadas en la espalda.

—¿Cuántos…? —intentó de nuevo.

—¿Ya ha vuelto a empinar el codo, jefe? —quiso saber M’Bu, con voz preocupada.

¿Cuántos elefantes tenemos?

—Acabo de terminar de limpiarlos —replicó M’Bu—. Tenemos tres.

—¿Estás seguro?

—Sí, jefe —asintió el muchacho, con voz razonable—. Es muy fácil estar seguro con los elefantes.

Azhural se acuclilló en el polvo rojizo, y empezó a garabatear números con un palito.

—Seguro que el viejo Muluccai tiene por lo menos media docena más —murmuró—. Y Tazikel nunca tiene menos de veinte. También está la gente del delta, que por lo general suelen tener…

—¿Alguien ha pedido elefantes, jefe?

—… y el otro día me comentó que tenía quince cabezas, y seguro que los del campamento maderero tienen unos cuantos y los venden baratos, pongamos dos docenas…

—¿Alguien ha pedido muchos elefantes, jefe?

—… comentaron que habían visto una manada que iba rumbo a T’etse, no nos darán ningún problema, y también están todos los valles que caen de camino a…

M’Bu se recostó contra la valla y esperó.

—Quizá unos doscientos, diez arriba o diez abajo —terminó Azhural, al tiempo que tiraba a un lado el palito—. Ni para empezar.

—No se pueden calcular diez elefantes arriba o abajo, jefe —dijo M’Bu con firmeza.

Sabía que contar elefantes era un trabajo de precisión. Un hombre podía mostrarse inseguro acerca del número de esposas que tenía, pero no le podía suceder lo mismo con los elefantes. O se tenían, o no se tenían.

—Nuestro agente en Klatch ha recibido un pedido de… –Azhural tragó saliva con dificultad—. ¡De un millar de elefantes! ¡Un millar! ¡Con suma urgencia! ¡Se pagarán contra entrega! El tratante de ganado dejó caer el papel al suelo.

—Había que llevarlos a un lugar llamado Ankh-Morpork —dijo con gesto de desaliento—. Habría sido bonito —suspiró con tristeza.

M’Bu se rascó la cabeza y observó las espesas nubes que se acumulaban sobre el Monte F’twangi. Pronto, los hierbajos secos se estremecerían bajo el retumbar estrepitoso de las lluvias.

Luego, se inclinó y recogió el palito.

—¿Qué haces? —quiso saber Azhural.

—Estoy dibujando un mapa, jefe —replicó el muchacho sin alzar la vista.

Azhural sacudió la cabeza.

—No vale la pena, chico. Creo que hay casi cinco mil kilómetros de aquí a Ankh-Morpork. Me había dejado llevar por el entusiasmo. Hay demasiados kilómetros, y demasiado pocos elefantes.

Autore(a)s: