—Nononono. No es «ampollas». Es eso que se dice cuando uno acaba de descubrir algo. Sales a la calle gritando —insistió la figura humeante, con tono de apremio—. Una palabra especial, muy concreta.
Frunció el ceño bajo la capa de hollín.
La multitud, tras llegar de mala gana a la conclusión de que ya no habría más explosiones, se reunió en torno a ellos. Aquello podía ser casi igual de divertido.
—Sí, es verdad —intervino un anciano, al tiempo que cargaba la pipa—. Sales corriendo y gritando «¡Fuego! ¡Fuego!». Los miró con gesto triunfal.
—No es eso, no…
—O «¡Socorro!», o…
—No, tiene razón —indicó una mujer, que llevaba una cesta de pescado sobre la cabeza—. Hay una palabra especial. Una palabra extranjera.
—Eso, eso —asintió otro hombre—. Una palabra extranjera especial que grita la gente que acaba de descubrir algo. La inventó un tipo extranjero que estaba en la bañera…
—Bueno —replicó el anciano de la pipa, mientras la encendía con los restos humeantes del sombrero del alquimista—. La verdad es que no entiendo por qué la gente de esta ciudad tendría que ir por ahí gritando cosas en extranjero sólo por que se ha tomado un baño. Además, mirad a éste. No se ha bañado. Falta le haría bañarse, y tanto, pero no se ha bañado. ¿Para qué va a ir por ahí gritando en extranjero? En nuestro idioma hay palabras de sobras para gritar en esas ocasiones que dices.
—¿Por ejemplo? —inquirió Y-Voy-A-La-Ruina. El fumador de la pipa titubeó.
—Bueno… —empezó—. Por ejemplo, «He descubierto algo»… o «Hurra»…
—No, el tío ese que digo es uno que vivía por la zona de Camis-Et, creo. Estaba en la bañera y se le ocurrió esa idea de no sé qué, y salió a la calle gritando.
—¿Qué gritaba?
—Ni idea. A lo mejor «¡Dadme una toalla!».
—Pues como se le hubiera ocurrido hacer esas cosas aquí, sí que tendría motivos para gritar —replicó Ruina alegremente—. Bien, damas y caballeros, aquí tengo unas salchichas en panecillo que os van a…
—Eureka —dijo lo que había bajo la capa de hollín, meciéndose de atrás adelante.
—Sin ofender, ¿eh? —replicó Ruina.
—No, que ésa es la palabra que buscaba. Eureka. —En las facciones ennegrecidas se dibujó una sonrisa de preocupación—. Quiere decir «Ya lo tengo».
—¿Qué tienes? —se interesó Ruina.
—Pues eso, que lo tengo. O al menos lo tenía. La Octocelulosa. Una cosa de lo más interesante. La tenía en la mano, pero la acerqué demasiado al fuego —siguió la figura, con el tono de perplejidad de quien está a un paso de la conmoción—. Es muy importante, un hecho significativo. Tengo que tomar nota. No exponer a temperaturas altas. Muy importante. Muy significativo. Tengo que tomar nota. Cuanto antes.
Volvió a adentrarse cojeando entre las ruinas humeantes.
Escurridizo observó cómo se alejaba.
—Me gustaría saber de qué estaba hablando —se dijo. Se encogió de hombros.
—¡Empanadas de carne! —exclamó a voz en cuello—. ¡Salchichas calientes! ¡En un panecillo! ¡Tan recientes que el cerdo aún no las ha echado en falta!
La idea deslumbrante, veloz, que había surgido de la colina, observaba todo esto. El alquimista no tenía la menor idea de que estaba allí. Sólo se daba cuenta de que, aquel día, se encontraba mucho más inspirado e inventivo de lo habitual.
Ahora la idea acababa de caer en cuenta de la mente del vendedor de empanadas.
Conocía aquella clase de mentes. Le encantaban las mentes así. Una mente capaz de vender empanadas de pesadilla también podía vender sueños.
La idea saltó.
En una colina, bastante lejos, la brisa agitó la fría hierba cenicienta.
En la base de aquella misma colina, en una hendidura entre dos rocas, donde un arbusto, un junípero enano, luchaba por sobrevivir, empezó a moverse un pequeño reguero de arena.
Bum.
Una delgada película de polvo de yeso volvió a posarse sobre el escritorio de Mustrum Ridcully, el nuevo archicanciller de la Universidad Invisible, justo cuando intentaba preparar un anzuelo particularmente difícil con una mosca particularmente reticente.
Echó un vistazo a través de la ventana de cristal sucio. Una nube de humo se elevaba sobre la zona más alta de Morpork.
—¡Tesoreeerooo!
El tesorero llegó en cuestión de segundos, resoplando sin aliento. Los sonidos estruendosos siempre le provocaban taquicardias.
—Son los alquimistas, señor —jadeó.
—Es la tercera vez esta semana —gruñó el archicanciller—. Malditos vendedores de petardos…
—Eso me temo, señor —asintió el tesorero.
—¿Qué se creen que hacen?
—La verdad es que no lo sé, señor —respondió el otro, recuperando el aliento—. Nunca me ha interesado mucho la alquimia. Es demasiado… demasiado…
—Peligrosa —zanjó el archicanciller con firmeza—. Todo consiste en mezclar cosas raras y decir, venga, a ver qué pasa si añado una gota de eso amarillo, y luego van por ahí quince días sin cejas.
—Yo iba a decir que es demasiado poco práctica —replicó el tesorero—. Intentan hacer las cosas por el camino más difícil, cuando nosotros tenemos magia cotidiana de lo más sencilla.
—Yo creía que buscaban la piedra filosofal, o algo por el estilo —bufó su superior—. En mi opinión, todo eso no es más que un montón de sandeces. Bueno, me da igual, de todos modos ya me iba.
El archicanciller se dirigió hacia la puerta de la habitación, pero el tesorero se apresuró a tenderle un puñado de papeles.
—Antes de que te marches, señor —dijo a la desesperada—, si tuvieras un momento para firmar unos cuantos…
—Ahora no, hombre —replicó el archicanciller—. Tengo que ir a ver a un tipo que vende un caballo, ¿qué?
—¿Qué?
—Pues eso.
La puerta se cerró ante las narices del tesorero.
El hombre se la quedó mirando y suspiró.
En la Universidad Invisible había habido muchos tipos de archicancilleres a lo largo de los años. Archicancilleres corpulentos, menudos, astutos, algunos algo locos, otros rematadamente locos… Llegaban, ocupaban su cargo (a veces durante tan poco tiempo que no había manera de acabar su retrato para colgarlo en la Gran Sala), y morían. El superior de los magos en un mundo de magia tenía las mismas perspectivas de empleo duradero que los participantes de una carrera de sacos en un campo de minas.
De cualquier manera, al menos desde el punto de vista del tesorero, todo esto carecía de importancia. El nombre podía cambiar de cuando en cuando, pero lo único fundamental era que siempre hubiera un archicanciller. Y el trabajo más importante de un archicanciller, siempre desde el punto de vista del tesorero, era firmar cosas, a ser posible sin leerlas antes.
Pero éste era diferente. Para empezar, rara vez estaba entre los muros de la Universidad, sólo acudía para cambiarse las ropas manchadas de barro. Y gritaba a la gente. Gritaba, por lo general, al tesorero.
¡Y pensar que, al principio, todos habían creído que era una idea genial elegir a un archicanciller que no había puesto el pie en la Universidad desde hacía cuarenta años…!
Había habido tantas luchas interiores entre las diferentes órdenes de la magia durante los últimos años que, aunque sólo fuera por una vez, los magos de más alto rango se habían puesto de acuerdo en que la Universidad necesitaba un período de estabilidad, para que ellos pudieran continuar con sus tramas e intrigas durante unos meses en paz y tranquilidad. Revisaron libros e informes hasta dar con una referencia a Ridcully el Marrón, quien, después de convertirse en mago de Séptimo Nivel, a la increíble edad de tan sólo veintisiete años, había abandonado la Universidad para cuidar de las propiedades de su familia en el campo.
Parecía ideal.
—Es exactamente el tipo que buscamos —dijeron todos—. Hay que hacer limpieza. Hace falta una escoba nueva. Un mago rural. Es necesario volver a las como se llamen, a las raíces de la magia. Será un vejete simpático, con arrugas alrededor de los ojos. Uno de esos que saben diferenciar una hierba de otra, que recorren los bosques y llaman hermanos a todos los animales. Seguro que le gusta dormir bajo las estrellas, y se pregunta qué dice el viento en su canción cuando susurra entre las hojas. Apuesto lo que sea a que sabe cómo se llama cada árbol del bosque. Y hasta hablará con los pájaros, ya lo veréis.
Enviaron un mensajero. Ridcully el Marrón suspiró, refunfuñó y maldijo un poco, recogió su cayado del jardín de la cocina, donde había servido de esqueleto para un espantapájaros, y se puso en camino.
Y, cuando llegó, resultó que Ridcully el Marrón sí hablaba con los pájaros. Más bien les gritaba. Lo que les solía gritar era «¡Vuela ya, cacho hijo puta!».
Las bestias del campo y las aves del cielo conocían a Ridcully el Marrón. Lo conocían tanto que, en un radio de treinta kilómetros alrededor de la hacienda de sus antepasados, todo bicho viviente huía, se escondía o, en casos desesperados, atacaba ante la mera visión de un sombrero puntiagudo.
Antes de que pasaran doce horas de su llegada, Ridcully ya había instalado una bandada de dragones de caza en la despensa del mayordomo, además de disparar su temible ballesta contra los cuervos de la antigua Torre del Arte, beberse doce botellas de vino tinto y acostarse a las dos de la madrugada cantando canciones cuyas letras incluían palabras que los magos más ancianos o despistados tuvieron que buscar en los diccionarios.
Y luego se levantó a las cinco para ir a cazar patos a los pantanos del estuario.
Y volvió quejándose de que no había un buen río para pescar truchas en muchos kilómetros a la redonda. (No se podía pescar nada en el río Ankh. En realidad, era imprescindible saltar varias veces sobre los anzuelos sólo para que se hundieran.)
Y pidió que le sirvieran cerveza con el desayuno.
Y contó chistes.
Por otra parte, pensó el tesorero, al menos no se entrometía con los asuntos de dirección de la Universidad. A Ridcully el Marrón no le interesaba lo más mínimo dirigir nada, exceptuando quizá a una manada de perros. No comprendía la utilidad de nada a lo que no se le pudieran disparar flechas, echar el anzuelo o cazar.
¡Cerveza con el desayuno! El tesorero se estremeció. Los magos no se encontraban en su mejor momento hasta después del mediodía, y el desayuno en la Gran Sala solía ser una ocasión silenciosa, frágil, con una quietud rota sólo por las tosecillas secas, el movimiento discreto de los criados y algún que otro gemido. Alguien que gritara pidiendo riñones, budín negro y más cerveza, era un fenómenos completamente nuevo.
La única persona que no estaba aterrorizada por aquel hombre espantoso era el viejo Windle Poons, que tenía ciento treinta años, era sordo como una tapia y, aunque seguía siendo un experto en textos mágicos antiguos, necesitaba toda clase de avisos previos e instrucciones detalladas para enfrentarse al presente cotidiano. Había conseguido comprender la idea de que el nuevo archicanciller iba a ser uno de esos tipos campestres, todo pajarillos y florecillas, y ahora tardaría una semana o dos en darse cuenta del inesperado giro de la situación. Durante ese tiempo, estaba manteniendo una conversación educada sobre todo lo que podía recordar acerca de la naturaleza.
Con frases como:
—Supongo que, mmm, para ti debe de ser, mmm, todo un cambio, mmm, dormir en una cama de verdad, mmm, en vez de bajo las, mmm, estrellas.
Y:
—Estas cosas, mmm, estas, se llaman cuchillos y tenedores, mmm.
Y:
—Esta, mmm, cosa verde que hay sobre, mmm, los huevos revueltos, mmm, ¿crees que puede ser, mmm, perejil, mmm?
Pero como el nuevo archicanciller jamás prestaba demasiada atención a lo que decían los demás mientras estaba comiendo, y Poons nunca llegó a darse cuenta de que no le llegaba respuesta alguna, se estaban llevando bastante bien.
Además, el tesorero tenía otras preocupaciones en la cabeza.
Para empezar, los alquimistas. No se podía confiar en los alquimistas. Se tomaban las cosas demasiado en serio.
Bum.
Y aquélla fue la última. Pasaron días enteros sin que se oyeran más explosiones. La ciudad se tranquilizó de nuevo. Eso fue una estupidez por su parte.
El tesorero no se dio cuenta de que, el hecho de que no hubiera más detonaciones, no quería decir que hubieran dejado de hacer lo que fuera que estuvieran haciendo. Quería decir que lo estaban haciendo bien.
Era medianoche. Las olas se estrellaban contra la playa, y emitían un brillo fosforescente en la oscuridad de la noche. Pero en torno a la antiquísima colina, el sonido parecía tan amortiguado como si llegara a través de varias capas de terciopelo.