Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—¿Estás loco? —siseó la muchacha—. ¡Mira que responderle así…! ¡Podríamos haber perdido nuestra oportunidad!

—¡Pero si yo no he dicho nada! ¡Creí que eras tú! —gimió Víctor.

—¡Fuiste tú! —lo acusó Ginger.

Se miraron el uno al otro.

Y bajaron la vista.

—Arf, Arf—dijo Gaspode, el Perro Maravilla.

Escurridizo se dio media vuelta.

—¿Qué es ese ruido? —quiso saber.

—Oh, nada… sólo… sólo un perro que hemos encontrado —se apresuró a responder Víctor—. Se llama Gaspode. En honor del famoso Gaspode, ya se imagina.

—Hace trucos —aportó Ginger con malevolencia.

—¿Un perro que hace trucos?

Escurridizo se agachó y palmeó la cabeza alargada de Gaspode.

—Ni se imagina las cosas que sabe hacer —le aseguró Víctor.

—Ni se las imagina —corroboró Ginger.

—Sí, pero vaya bicho más feo —replicó el ex-vendedor de salchichas.

Clavó en Gaspode una mirada pausada, larga, lo que era como desafiar a un ciempiés a un concurso de coces. Gaspode podía sostenerle la mirada a un espejo.

Escurridizo parecía dar vueltas a algo en la cabeza.

—Oíd… traedlo mañana por la mañana. A la gente le gusta reírse —dijo.

—Oh, y tanto, Gaspode hace reír —asintió Víctor—. Te partes. Mientras se alejaban, Víctor oyó una voz baja a su espalda.

—Esa me la pagarás —decía—. Además, me debes un dólar.

—¿Por qué?

—Comisión del agente —explicó Gaspode, el Perro Maravilla.

 

Sobre Holy Wood, las estrellas acababan de aparecer. Eran gigantescas bolas de hidrógeno recalentado hasta alcanzar una temperatura de millones de grados, tan calientes que ni siquiera podían quemarse. Muchas de ellas se hincharían increíblemente antes de morir, y luego se encogerían hasta convertirse en diminutas enanas resentidas, recordadas sólo por los astrónomos más sentimentales. Entretanto, brillaban por causa de diversas metamorfosis cuya explicación quedaba fuera del alcance de los alquimistas, y convertían elementos vulgares y aburridos en pura luz.

Sobre Ankh-Morpork, simplemente llovía.

Los magos superiores se habían congregado en torno a la vasija de los elefantes. Por orden estricta de Ridcully, los criados de la Universidad la habían vuelto a colocar en el pasillo.

—Recuerdo muy bien a Riktor —dijo el decano—. Un tipo flacucho. Algo obsesivo, no era capaz de pensar más que en una cosa a la vez. Pero listo.

—Je, je, yo me acuerdo de su contador de ratones —intervino Windle Poons desde su secular silla de ruedas—. Era para contar ratones.

—La vasija en sí es bastante… —empezó el tesorero. Pero se interrumpió al analizar las palabras del anciano—. ¿Cómo que contaba ratones? ¿Una máquina para contar ratones? ¿Había que irlos cogiendo de uno en uno y metiéndolos en el trasto, o qué?

—No, no, qué va. Lo único que hacía falta era darle cuerda. Luego te quedabas tranquilamente sentado, y la máquina empezaba a zumbar, contando todos los ratones que hubiera en el edificio, je, je, y las ruedecitas con los números te decían el total.

—¿Por qué?

—¿Mm? Yo qué sé, supongo que le interesaba contar ratones.

El tesorero se encogió de hombros.

—La vasija en sí —prosiguió, examinándola de cerca—, es en realidad un jarrón Ming bastante antiguo.

Aguardó, expectante.

—¿Por qué lo llaman Ming? —preguntó el archicanciller, obediente.

El tesorero dio un golpecito en el borde del jarrón. Se oyó un ming.

—Ah, así que estos trastos escupen balas de plomo a la gente, ¿eh? —asintió Ridcully.

—No, señor. Riktor sólo lo usó para poner dentro la… la maquinaria. Sea lo que sea. Sirva para lo que sirva…

Uuuhmmm…

—Un momento, ha vibrado… —señaló el decano…

Uuuhhmmm… uuuhmmm…

Los magos se miraron unos a otros, repentinamente aterrorizados.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —quiso saber Windle Poons—. ¿Por qué no me dice nadie qué está pasando?…

Uuuhhmmm… uuuhmmm…

—¡Huyamos! —sugirió el decano.

—¿Por dónde? —tartamudeó el tesorero…

UuuhhmmmuuuHMMM…

—Soy una persona de edad y exijo que alguien me informe inmediatamente de qué…

Silencio.

—¡Al suelo! —gritó el archicanciller.

Plib.

Una esquirla de piedra salió volando de la columna que había a su espalda.

Alzó la cabeza.

—Coño menuda suerte hemos…

Plib.

El segundo perdigón le voló la punta del sombrero.

Los magos se quedaron tendidos sobre las losas del suelo, temblorosos, durante largos minutos. Al final, se oyó la voz ahogada del decano.

—¿Creéis que ya habrá terminado?

El archicanciller alzó la cabeza. Su rostro, siempre enrojecido, parecía ahora incandescente.

—¡Tesorerooo!

—¿Señor?

—¡Eso sí que es disparar!

 

Víctor se dio la vuelta.

—Wzstf —dijo.

—Son las seis aeme, el señor Escurridizo dice que todo el mundo arriba —le informó Detritus, dando un tirón de la ropa de cama y lanzándola al suelo.

—¿Las seis? ¡Eso es noche cerrada! —gimió Víctor.

—El señor Escurridizo dice que va a ser un día muy largo —señaló el troll—. El señor Escurridizo dice que tienes que estar a punto para el rodaje a las seis y media. Y así va a ser.

Víctor se puso los pantalones.

—¿Se supone que tengo tiempo para desayunar? —preguntó con sarcasmo.

—El señor Escurridizo dice que hará que se sirva algo para comer —respondió Detritus.

Se oyó un sonido sibilante procedente de debajo de la cama. Gaspode salió, sacudiéndose como una alfombra vieja, y se pegó su rascada matutina.

—¿Qué…? —empezó a decir. Entonces vio al troll, y se corrigió a media frase—. Guau, guau —dijo.

—Ah, un perrito. Me gustan mucho los perritos —dijo Detritus.

—Uuoof.

—Crudos —añadió el troll.

Pero no pudo conseguir que su voz se impregnara de la adecuada crueldad. Las visiones de Rubí con su boa de plumas y sus tres acres de terciopelo rojo seguían ondulando sin cesar por su mente. Gaspode se rascó la oreja vigorosamente.

—Uuoof —dijo en voz queda—. Con tono ligeramente amenazador —añadió después de que Detritus hubiera salido del barracón.

Cuando Víctor llegó a la ladera de la colina, toda la zona bullía ya de actividad. Se habían alzado un par de tiendas. Alguien sujetaba las riendas de un camello. A la sombra de un arbusto espino, varios demonios chillaban en sus jaulas.

En medio de todo aquel caos estaban Escurridizo y Silverfish, discutiendo. Escurridizo rodeaba con el brazo los hombros de Silverfish.

—Es una señal inconfundible —dijo una voz a la altura del nivel de las rodillas de Víctor—. Significa que algún pobre tipo está a punto de perder hasta la camisa.

—¡Será un gran paso adelante para ti, Tom! —estaba diciendo Escurridizo—. Dime, en serio, ¿cuántas personas en Holy Wood pueden preciarse de ser el Vicepresidente al Cargo de Asuntos Ejecutivos?

—¡Sí, pero es que la compañía es mía! —aulló Silverfish.

—¡Claro, claro! —lo tranquilizó Escurridizo—. Eso es lo que significa lo de Vicepresidente al Cargo de Asuntos Ejecutivos.

—¿De verdad?

—¿Te he mentido alguna vez?

Silverfish frunció el ceño.

—Bueno —titubeó—, ayer dijiste…

—Era una pregunta retórica —intervino rápidamente Escurridizo.

—Ah. Bueno. Supongo que, retóricamente, no…

—Pues ahí lo tienes. Venga, tenemos trabajo, ¿dónde está ese dibujante?

Escurridizo se dio media vuelta, causando la impresión de que acababan de desconectar bruscamente el interruptor de Silverfish.

Un hombre se acercó apresuradamente, con una carpeta bajo el brazo.

—¿Sí, señor Escurridizo?

Ruina se sacó un trozo de papel del bolsillo.

—Quiero que los carteles estén preparados para esta noche, ¿comprendido? —le advirtió—. Toma. Éste es el nombre de la película.

Sombras en el desierto —leyó el dibujante.

Frunció el ceño. Había recibido demasiada instrucción para los gustos de Holy Wood.

—En el desierto no hay sombras —señaló.

Pero Escurridizo no le escuchaba. En aquel momento, se dirigía hacia Víctor.

—¡Víctor, pequeño mío! —exclamó.

—Eso lo tiene bien cogido —dijo Gaspode en voz baja—. Creo que lo tiene más atrapado que a nadie.

—¿El qué? ¿Cómo lo sabes? —siseó Víctor.

—En parte, debido a algunos sutiles indicios que tú no pareces ser capaz de detectar —replicó el perro en un susurro—. Y en parte debido a que se comporta como un auténtico imbécil.

—¡Cuánto me alegro de verte! —exclamó Escurridizo, en cuyos ojos había un brillo de locura.

Rodeó los hombros de Víctor con un brazo y medio caminó medio lo empujó hacia las tiendas.

—¡Va a ser una gran película! —dijo.

—Ah, qué bien —asintió Víctor débilmente.

—Tú representarás el papel de un jefe de los bandidos —siguió Escurridizo—. Pero en realidad eres un buen tipo, te gustan las mujeres y todo eso, y asaltas un pueblo, y te llevas a esa esclava… pero, cuando la miras a los ojos, te vuelves tarumba por ella, y luego hay otro ataque, y cientos de hombres a lomos de elefantes cargan contra…

—Camellos —dijo un joven delgaducho detrás de Escurridizo—. Son camellos.

—¡Yo ordené que trajeran elefantes!

—Pues han traído camellos.

—Camellos, elefantes, ¿qué más da? —suspiró Escurridizo—. Aquí lo que queremos es algo exótico, ¿no? Así que…

—Y sólo tenemos uno —siguió el joven.

—¿Un qué?

—Un camello. Sólo hemos encontrado un camello, no había ninguno más.

—¡Pero si ya tengo preparados a docenas de tipos con sábanas en las cabezas! ¡Todos esperando sus camellos! —aulló Escurridizo, agitando las manos en el aire—. ¡Muchos camellos! ¿Entendido?

—Pues sólo tenemos un camello, porque no hay más que un camello en Holy Wood, y eso gracias a que un tío de Klatch vino con él hasta aquí —replicó el joven.

—¡Pues tendrías que haber enviado a buscar más! —estalló Escurridizo.

—El señor Silverfish me dijo que no.

Escurridizo ahogó un gemido.

—A lo mejor, si hacemos que se mueva mucho, dará la sensación de que hay varios —aportó el joven con optimismo desmedido.

—Si sólo hay un camello, ¿por qué no hacen que pase ante la caja de imágenes? Luego, el operador detiene a los demonios, movemos al camello hacia atrás, lo monta otro jinete, y se pone otra vez en marcha la caja. ¡Y así tantas veces como haga falta! —sugirió Víctor—. ¿Cree que es posible? ¿Puede funcionar?

Escurridizo se lo quedó mirando con la boca abierta de par en par.

—¿Qué había dicho yo? —dijo, mirando hacia el cielo en general—. ¡Este chico es un genio! ¡Así podremos tener cientos de camellos por el precio de uno!

—Pero claro, eso significará que los bandidos del desierto cabalgarán en fila india —señaló el joven—. No es lo que se suele considerar un ataque en masa.

—Claro, claro —asintió Escurridizo, pensativo—. No te falta razón. Bueno, podemos poner un cartel para que el jefe diga… diga… —Meditó durante un instante—. Para que diga «Seguidme en fila india, buanas, ¡así engañaremos al odiado enemigo!». ¿Vale?

Hizo un gesto a Víctor.

—¿Conoces ya a mi sobrino Soll? —le preguntó—. Es un chico listo. Hasta ha estudiado un poco y todo eso. Lo traje aquí ayer. Ahora es el Vicepresidente al Cargo de Imágenes en Acción.

Soll y Víctor intercambiaron un gesto de saludo.

—Creo que «buanas» no es la palabra más correcta en este caso, tío —dijo Soll.

—Es klatchiana, ¿no? —preguntó Escurridizo.

—Bueno, técnicamente sí, pero no creo que venga de la zona de Klatch a que nos referimos. Quizá debería decir «effendis» o algo por el estilo.

—Por mí, mientras sea una palabra extranjera… —replicó Escurridizo, con un tono que indicaba que el asunto quedaba zanjado. Volvió a dar una palmadita en la espalda a Víctor.

—Bueno, muchacho, ya puedes ponerte el disfraz. —Dejó escapar una risita—. ¡Cien camellos! ¡Qué cerebro, muchacho, qué cerebro!

—Perdone, señor Escurridizo —intervino el dibujante de carteles, que había estado rondando junto a ellos algo intranquilo—. Es que no entiendo esto que dice aquí…

Escurridizo le arrancó el papel de entre las manos.

—¿El qué? —preguntó bruscamente.

—Aquí, donde describe a la señorita De Syn…

—Es evidente —replicó Ruina con un bufido—. Lo que nos interesa es sugerir a la imaginación el exotismo, el romanticismo atractivo pero lejano de Klatch, con sus pirámides, ¿entiendes?, así que tenemos que usar el símbolo de un continente misterioso e inescrutable. ¿Comprendido? ¿O es que me tengo que pasar la vida explicándoselo palabra a palabra a todo el mundo?

—Lo que pasa es que pensaba… —empezó el dibujante.

—¡Limítate a hacerlo!

El dibujante clavó la vista en el papel.

—«La chica tiene cara de esfínter» —leyó.

—Yo pensaba que quizá fuera «esfinge»…

—¿Estáis oyendo lo que dice este tipo? —bufó Escurridizo, alzando de nuevo los ojos al cielo. Miró al dibujante—. No finge nada, a ver, ¿qué es lo que se supone que tiene que fingir? No, ni hablar. Venga, empieza. Quiero que esos carteles estén por toda la ciudad mañana por la mañana a primera hora.

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