—¿Qué te parece? —siguió el ratón.
—Decidle lo que hicisteis a continuación —intervino Gaspode.
—Vinimos aquí —explicó el gato.
—¿Desde Ankh-Morpork? —se asombró Víctor.
—Sí.
—¡Está a casi cincuenta kilómetros!
—Sí, y te garantizo que no es fácil hacer auto-stop cuando eres un gato —suspiró el felino.
—¿Lo ves? —dijo Gaspode—. Desde que empezó todo esto, sucede lo mismo constantemente. A Holy Wood llegan todo tipo de seres. Ninguno sabe por qué ha emprendido el viaje, sólo que es importante estar aquí. Y no se comportan como en el resto del mundo. He estado observándolo todo. Aquí pasa algo muy raro.
El pato graznó. En aquel graznido había palabras, pero tan trastocadas por la incompatibilidad del pico y la laringe que Víctor no entendió ni una.
Los animales atendieron, compasivos.
—¿Qué pasa, Pato? —inquirió el conejo.
—El pato dice —tradujo Gaspode— que es como eso de las corrientes migratorias. Que se siente igual que cuando emigraba su bandada.
—¿De verdad? Yo no he tenido que venir de tan lejos —contribuyó el conejo—. Nosotros vivíamos ya en las dunas. —Suspiró con tristeza—. Siempre habíamos vivido en las dunas. Durante tres felices años y cuatro días infernales —añadió.
A Víctor se le ocurrió una idea.
—Entonces, ¿llegasteis a conocer al anciano de la playa? —preguntó.
—Ah, ese tipo. Sí. Y tanto. Se pasaba la vida subiendo aquí.
—¿Qué clase de persona era? —quiso saber el joven.
—A ver si me entiendes, tío, hasta hace cuatro días todo mi vocabulario consistía en dos verbos y un sustantivo. ¿Cómo demonios quieres que tenga una opinión sobre él? Lo único que sé es que no nos molestaba. Seguramente pensábamos que era una roca con patas, o algo así.
Víctor pensó en el libro de notas que llevaba en el bolsillo. Cánticos y hogueras. ¿Qué tipo de persona hacía aquellas cosas?
—No tengo ni idea de qué está pasando —dijo—. Pero me gustaría averiguarlo. Escuchad, ¿no tenéis nombres? Me siento un poco raro hablando con gente que no se llama de ninguna manera.
—El único que tiene nombre soy yo —respondió Gaspode—. Como soy un perro… Me lo pusieron en honor al famoso Gaspode, ya te puedes imaginar.
—Una vez un niño me llamó Michino —aportó el gato, dubitativo.
—Pues yo pensaba que teníais nombres en vuestro propio idioma —insistió Víctor—. No sé, algo como «Zarpas Fuertes» o… o «Cazador Veloz». O cosas por el estilo.
Sonrió, alentador.
Los otros lo miraron, sin comprender.
—Es que lee libros —les explicó Gaspode—. Mira, intentaré que lo entiendas —añadió al tiempo que se rascaba vigorosamente—. Los animales no nos solemos molestar en tener nombres. Porque sabemos quiénes somos.
—Pues la verdad es que me gusta eso de «Cazador Veloz» —intervino el ratón.
—En realidad, ese nombre parece más apropiado para un gato —dijo Víctor, que empezaba a sudar—. Los ratones suelen tener nombres más pacíficos y cariñosos, como… como «Patitas».
—¿Patitas? —inquirió el ratón con frialdad. El conejo sonrió.
—Y… y siempre pensé que los conejos se llamaban Bolita. O Tambor —insistió el joven.
El conejo dejó de sonreír y giró las orejas.
—Oye, tío… —empezó.
—No sé si conocéis esa leyenda… —intervino Gaspode alegremente, en un intento de calmar los ánimos y reavivar la conversación—. Esa que cuenta que los dos primeros seres humanos del mundo dieron nombre a todos los animales. Qué cosas, ¿eh?
Víctor se sacó el libro del bolsillo para ocultar su vergüenza. Entonar cánticos y encender hogueras. Tres veces al día.
—Este anciano… —empezó a decir.
—¿Qué tenía de especial? —le espetó el conejo—. ¡Si no hacía nada más que subir aquí, a la colina, y hacer ruido un par de veces al día! Era como un… como un… para marcar el tiempo… —titubeó—. Siempre a las mismas horas. Varias veces al día.
—Tres veces al día. Tres sesiones. ¿Como si fuera una especie de teatro? —preguntó Víctor, pasando el dedo por la página.
—No sabíamos contar hasta tres —replicó el conejo con amargura—. Sólo diferenciábamos entre uno y varios. Varias veces. —Miró a Víctor—. Tambor —repitió en tono despectivo.
—Y gente procedente de otros lugares le traía pescado —insistió el joven, sin darse por aludido—. Porque por estos alrededores no vive nadie. Debían de venir de muchos kilómetros de distancia. Había gente que navegaba kilómetros y kilómetros para traerle pescado. Como si el viejo no quisiera comer los peces de estas playas. ¡Y hay a montones! Cuando fui a nadar, vi una langosta increíble.
—¿Y cómo la llamaste? —bufó Tambor, que no era un conejo que olvidara un insulto fácilmente—. ¿Doña Pinzas?
—Sí, me interesa que eso quede bien claro —chilló el ratón—. Entre los míos, soy un ratón de cierta posición. Puedo dar órdenes a cualquier otro roedor de la casa. Quiero un nombre a mi altura. Si ahora alguien se dedica a llamarme Patitas… —Miró directamente a Víctor—, ese alguien estará pidiendo a gritos que le sacuda en la cabeza con una sartén. ¿Ha quedado claro?
El pato lanzó un largo graznido.
—Un momento, un momento —intervino Gaspode—. Conservemos la calma. Según el pato, todo esto forma parte del mismo problema. Aquí están viniendo humanos, enanos, trolls y todo tipo de seres. De pronto, hasta los animales empiezan a hablar. El pato dice que cree que la causa se encuentra en Holy Wood.
—¿Y cómo lo puede saber un pato? —inquirió Víctor, dubitativo.
—Mira, amigo —intervino el conejo—, cuando tengas la capacidad de volar, de cruzar el mar por los aires y de llegar aunque sea al continente que busques, podrás empezar a hablar mal de los patos.
—Ah —asintió Víctor—. Supongo que te refieres a los misteriosos sentidos de los animales, ¿verdad?
Todos lo miraron.
—Bueno, sea como sea, esto tiene que acabarse —siguió Gaspode—. Todo este cogitatum y este hablar está muy bien para los seres humanos, que estáis acostumbrados a eso. Así que lo importante es que alguien averigüe cuál es la causa de lo que está pasando.
Todos siguieron mirándolo.
—Bueno… —intervino Víctor vagamente—, ¿creéis que este libro puede servirnos de ayuda? Las primeras páginas están en no sé qué idioma antiguo. Yo podría…
Se interrumpió. Los magos no eran nada populares en Holy Wood. Lo mejor sería no mencionar la Universidad Invisible, ni su relación con ella.
—Es decir —continuó, eligiendo las palabras con cautela—, conozco a alguien en Ankh-Morpork que quizá pueda leerlo. También es un animal. Un simio.
—Y ese simio, ¿qué tal anda de sentidos misteriosos? —quiso saber Gaspode.
—Los tiene estupendos —le garantizó Víctor.
—En ese caso… —dudó el conejo.
—Un momento —lo interrumpió Gaspode—. Oigo acercarse a alguien.
Desde la colina se divisaba una antorcha en movimiento. El pato dio una torpe carrerita y alzó el vuelo. Los demás animales desaparecieron entre las sombras. El único que no se movió fue el perro.
—¿No vas a disimular? —siseó Víctor. Gaspode arqueó una ceja.
—¿Guau? —dijo.
La antorcha zizagueaba errática entre la maleza, como si fuera una luciérnaga. En ocasiones se detenía un instante, luego avanzaba en una dirección completamente diferente. Era muy brillante.
—¿Qué es? —preguntó Víctor.
Gaspode olfateó el aire.
—Un ser humano —dijo—. Hembra. Lleva un perfume barato. —Arrugó la nariz de nuevo—. Un perfume que se llama Juguete de la Pasión. —Olfateó el aire otra vez—. Viste ropa recién lavada, sin almidonar. Zapatos viejos. Mucho maquillaje de estudio. Ha estado en el restaurante de Borgle, y ha comido… —Movió más la nariz—. Ha comido estofado. Un plato no muy grande.
—Supongo que también podrás decirme cuánto mide ¿eh? —preguntó Víctor, burlón.
—Huele a un metro sesenta, o un metro sesenta y dos —aventuró Gaspode.
—¡Venga ya!
—Pues vete tú a comprobarlo.
Víctor echó arena a patadas sobre su pequeña hoguera, y bajó a zancadas por la ladera.
Cuando se acercó, la luz dejó de moverse. Por un momento, divisó la figura femenina envuelta en un chal, que alzaba una antorcha por encima de su cabeza. Luego, la luz desapareció tan rápidamente que le quedaron imágenes azules y rojas bailando en el fondo de los ojos. Tras ellas, una pequeña figura negra era una sombra aún más oscura destacada sobre las del ocaso.
Y la figura dijo:
—¿Qué haces en mi… qué hago… por qué estás en… dónde…? —Por último, como si por fin se hubiera apercibido de la situación, cambió de marcha y, con una voz que él conocía mucho mejor, exigió saber—: ¿Qué demonios haces tú aquí?
—¿Ginger? —inquirió Víctor.
—¿Sí?
El joven hizo una pausa. ¿Qué se solía decir en circunstancias como aquéllas?
—Eh… —titubeó—. Esto es muy bonito por las noches, ¿no te parece?
La chica miró a Gaspode.
—Es ese asqueroso chucho que ha estado rondando por el estudio, ¿no? —señaló—. No soporto a los perros pequeños.
—Arf, arf —dijo Gaspode.
Ginger se lo quedó mirando. Víctor casi podía leer sus pensamientos: ha dicho Arf, Arf. Y es un perro. Y ésa es la clase de ruidos que hacen los perros, ¿no? Así que esto no tiene nada de raro, ¿verdad?
—En realidad, lo que pasa es que me gustan más los gatos —siguió la chica, sin demasiada seguridad.
—¿Sí? —susurró una voz al nivel de sus rodillas—. Pues que te zurzan, guapa.
—¿Qué ha sido eso?
Víctor retrocedió, moviendo las manos en gestos frenéticos.
—A mí no me mires —replicó—. ¡Yo no he sido!
—Ah, claro, me imagino que habrá sido el perro, ¿no? —bufó ella.
—Quién ¿yo? —dijo Gaspode.
Ginger se quedó de piedra. Miró en todas las direcciones, y por fin clavó los ojos en el suelo, en el lugar donde Gaspode se rascaba perezosamente una oreja.
—¿Guau? —inquirió el perro.
—Ese perro ha hablado… —empezó la chica, señalándolo con un dedo tembloroso.
—Lo sé —asintió lentamente Víctor—. Eso significa que le gustas.
Miró por encima del hombro de la joven. Otra luz ascendía por la ladera de la colina.
—¿Ha venido alguien contigo? —preguntó.
—¿Conmigo?
Ginger se dio media vuelta.
Ahora la luz se acercaba acompañada por el crujido de las ramitas secas. Escurridizo salió de entre las sombras, con Detritus pisándole los talones como una sombra particularmente horrenda.
—¡Aja! —exclamó el ex-vendedor de salchichas—. Hemos sorprendido a los tortolitos, ¿eh? Víctor lo miró, boquiabierto.
—¿A los qué?
—¿A los qué? —aportó Ginger.
—Os he buscado a los dos por todas partes —insistió Escurridizo—. Alguien me comentó que os había visto venir hacia aquí. Muy romántico, muy romántico. Seguro que podremos hacer algo con eso. Ya se me ocurrirá algo. Quedará bien en los carteles. Y tanto que sí. —Los rodeó a ambos con los brazos—. Vamos —dijo.
—¿Adonde? —quiso saber Víctor.
—Empezaremos a rodar a primera hora de la mañana —replicó Escurridizo.
—Pero si el señor Silverfish me dijo que no volvería a trabajar en esta ciudad… —empezó el joven.
Escurridizo abrió la boca para hablar, y titubeó, pero sólo un instante.
—Ah. Sí. Bueno, os voy a dar otra oportunidad —replicó, hablando muy despacio por una vez en su vida—. Eso es. Otra oportunidad. Ya se sabe, sois jóvenes. Testarudos. Yo también fui joven una vez. Escurridizo, me dije, tienes que darles otra oportunidad, aunque vayas a la ruina. Habrá que bajarles el sueldo, claro. Un dólar al día. Es mi oferta. ¿Qué os parece?
Víctor vio la repentina expresión de esperanza en el rostro de Ginger.
Abrió la boca para hablar.
—Quince dólares —dijo una voz.
No era la suya.
Cerró la boca.
—¿Qué? —se sobresaltó Ruina.
Víctor abrió la boca.
—Quince dólares. Renegociables dentro de una semana. Quince dólares o nada.
Víctor cerró la boca y puso los ojos en blanco.
Escurridizo blandió un dedo justo debajo de su nariz, pero titubeó.
—¡Así me gusta! —consiguió decir al final—. ¡Tienes espíritu de negociador! De acuerdo, no se hable más. Tres dólares.
—Quince.
—Cinco, chico, y es mi última oferta. ¡Ahí abajo hay miles de personas que se abalanzarían sobre una oportunidad como la que os ofrezco!
—Nómbreme a dos, señor Escurridizo.
Escurridizo se volvió hacia Detritus, que estaba perdido en sus ensoñaciones referentes a Rubí. Luego, se giró hacia Ginger.
—De acuerdo —asintió—. Diez. Y eso porque me caéis bien. Pero que conste que voy a la ruina.
—Hecho.
Ruina extendió una mano. Víctor se miró la suya como si la viera por primera vez, y al final se la estrechó.
—Bueno, ahora volvamos abajo —dijo Escurridizo—. Hay que organizar muchas cosas.
Se alejó a zancadas entre los árboles. Víctor y Ginger lo siguieron mansamente, en una especie de nube creada por el estado de shock.