Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Fruntkin abrió la boca para soltar una maldición, pero se lo pensó mejor.

—El muchacho estaba aquí hace menos de media hora —gimió—. Ginger trabaja sólo medio turno, por las mañanas. No sé qué hace cuando sale.

—¿Y adonde ha ido Víctor? —insistió Ruina.

Se sacó una bolsa del bolsillo. Tintineaba. Los ojos de Fruntkin se clavaron en ella como si fueran cojinetes y la bolsa contuviera un potente imán.

—No lo sé, señor Ruina —insistió—. Cuando se enteró de que la chica no estaba aquí, se fue.

—Bien —suspiró Ruina—. Bueno, si vuelves a verlo, dile que lo estoy buscando, y que lo voy a convertir en una estrella. ¿Entendido?

—Una estrella. Entendido —asintió el enano.

Ruina buscó en su bolsa y extrajo una moneda de diez dólares.

—Además, quiero encargar la cena para luego —añadió mostrando el dinero.

—La cena. Entendido —tartamudeó Fruntkin.

—Tomaré un filete y langostinos —siguió Ruina—. Con una selección de verduras de temporada en su punto, y de postre fresas con nata.

Fruntkin se lo quedó mirando.

—Eh… —empezó.

Detritus dio al enano un golpecito con el dedo, que lo hizo mecerse adelante y atrás.

—Y yo —dijo—, tomaré… a ver… un basalto muy hecho, con guarnición de conglomerados de granito recién pulverizados. ¿Entendido?

—Eh… sí —asintió Fruntkin.

—Déjalo ya, Detritus. No creo que le guste estar por los aires —indicó Ruina—. Y déjalo con suavidad.

Miró a su alrededor, contemplando el círculo de rostros fascinados.

—Recordadlo bien —dijo—. Estoy buscando a Víctor Tugelbend, y voy a convertirlo en una estrella. Si alguien lo ve, que se lo diga. Ah, Fruntkin, y que el filete esté poco hecho.

Se alejó a zancadas hacia la puerta.

En cuanto se marchó, la charla fluyó de vuelta al local como una marea.

—¿Que lo va a convertir en una estrella? ¿Para qué quiere una estrella?

—¿Creéis que al chico le va a gustar? No sé, a mí no me haría gracia estar colgado del cielo toda la noche…

—Igual hablaba en un sentido figurado. No creo que sea un mago, no podrá hacerlo.

—¿Cómo creéis que se puede convenir a alguien en una estrella?

—Ni idea. Supongo que hay que coger a la víctima y comprimirla hasta que queda muy pequeña, o estalla y se convierte en una masa de hidrógeno en llamas.

—¡Dioses!

—¡Sí, ese troll es una fiera!

 

Víctor miró detenidamente al perro.

No podía haberle hablado. Tenía que haber sido su imaginación. Pero ese argumento ya lo había utilizado la última vez, ¿no?

—Me pregunto cómo te llamarás… —comentó Víctor, dándole unas palmaditas en la cabeza.

—Gaspode —replicó Gaspode.

La mano de Víctor se quedó paralizada a media caricia.

—Dos peniques —siguió el perro con cansancio—. La releche, el único perro del mundo que toca la armónica, nada menos. Dos peniques.

Seguro que es cosa del sol, pensó Víctor. No he llevado puesto el sombrero. Dentro de un instante me despertaré entre sábanas fresquitas.

—Bueno, tampoco es que hayas tocado muy bien. No he reconocido la canción —dijo, distendiendo los labios en una espantosa sonrisa.

—Es que no se supone que tuvieras que reconocer la jodida canción —replicó Gaspode, al tiempo que se sentaba pesadamente y se dedicaba a rascarse industriosamente la oreja con la pata trasera—. Soy un perro. Se supone que tienes que estar jodidamente impresionado de que pueda arrancar una jodida nota de la jodida cosa, ¿no crees?

¿Cómo podría plantear el tema?, pensó Víctor. Quizá sea sólo cuestión de decir: Disculpa, pero me parece que estás hablan… No, probablemente no.

—Eh… —empezó.

Oye, eres bastante charlatán para ser un… no, tampoco.

—Pulgas —explicó Gaspode, cambiando de orejas y de patas—. Son un martirio.

—Oh, dioses.

—Y todos esos trolls… no los aguanto. Tienen un olor repugnante. Son unas jodidas piedras con patas. Vas, intentas pegarles un mordisco, y lo siguiente que sabes es que estás escupiendo dientes. No es natural.

Hablando de cosas naturales, no he podido dejar de advertir que…

—Este lugar es un jodido desierto —siguió Gaspode.

Eres un perro parlante.

—Supongo que te estarás preguntando —dijo el perro, clavando una vez más en Víctor su penetrante mirada— cómo es que puedo hablar.

—La verdad, ni se me había pasado por la cabeza —respondió el joven.

—A mí tampoco —replicó Gaspode—. Hasta hace un par de semanas. En toda mi vida no había dicho ni una jodida palabra. Trabajaba para un tío, allá en la ciudad. Hacía trucos y esas cosas. Llevaba en equilibrio una pelota en el hocico. Caminaba sobre las patas traseras. Saltaba a través de un aro. Y luego pasaba con el sombrero en la boca. Ya sabes, el mundo del espectáculo. Entonces, una mujer me dio unas palmaditas en la cabeza y dijo, «Oh, qué perrito tan mono, parece que comprende lo que decimos», y yo pensé, «Je, je, señora, ya ni me molesto en intentarlo». Pero me di cuenta de que podía oír las palabras, y de que salían de mi propia boca. Así que agarré el sombrero y me largué por patas antes de que tuvieran tiempo de reaccionar.

—¿Por qué? —quiso saber Víctor.

Gaspode puso los ojos en blanco.

—¿A ti qué te parece? ¿Qué tipo de vida crees que puede llevar un auténtico perro parlante? —replicó—. ¡No debería haber abierto mi estúpida boca!

—Pero a mí me estás hablando —señaló Víctor, tratando de aferrarse a lo obvio.

Gaspode lo miró con malicia.

—Sí, porque seguro que no te atreves a contárselo a nadie —dijo—. Además, no me importa hablar contigo. Tú tienes ese aspecto especial. Se te nota a la legua.

—¿A qué demonios te refieres?

—Crees que ya no eres tú mismo, ¿a que sí? —inquirió el perro—. ¿A que tienes la sensación de que alguien está pensando por ti?

—Dioses.

—Pues esa sensación te da un aspecto especial, diferente —siguió Gaspode. Cogió el sombrero con los dientes—. Dos peniques —añadió con voz átona—. La verdad, no es porque vaya a gastármelo, ya te puedes imaginar que no tengo manera, pero… dos peniques.

Se encogió de hombros al estilo canino.

—¿A qué te refieres con eso de que tengo un aspecto especial? —insistió Víctor.

—Pues eso, que tienes un aspecto especial. Muchos son los llamados, y pocos los elegidos, ya me entiendes.

—¿Qué aspecto?

—Pues ya me entiendes, que has sido llamado aquí y no sabes por qué. —Gaspode trató de rascarse la oreja de nuevo—. Te vi haciendo de Cohen el Bárbaro —añadió, cambiando de tema.

—Eh… ¿y qué te pareció? —quiso saber Víctor.

—Bueno… supongo que, mientras el viejo Cohen no se entere, no te pasará nada.

 

—¡He preguntado que cuánto hace que se fue de aquí! —gritó Escurridizo.

En el pequeño escenario, Rubí cantaba algo con una voz como un barco a punto de hundirse y en medio de un espeso banco de niebla.

—GrooOOowwonnogghrhhooOOo…[6]

—¡Estaba aquí hace nada! —aulló Rock a modo de respuesta—. ¡Y a ver si me dejas escuchar la canción de una puñetera vez! ¿Vale?

—… OowoowgrhhffrghooOOo… [7]

Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo dio un codazo a Detritus, que arrastraba los nudillos por el suelo y contemplaba con la boca abierta el espectáculo que se desarrollaba en el escenario.

Hasta aquel momento, la vida del viejo troll había sido sencilla: se limitaba a recibir dinero de unas personas para golpear a otras personas.

Pero ahora se le empezaba a complicar. Rubí le había guiñado un ojo.

El descascarillado corazón de Detritus hervía con sensaciones extrañas, desconocidas.

—… groooOOOooohoofooOOoo… [8]

—¡Vamos de una vez! —le gritó Ruina.

Detritus consiguió recuperar el control perdido sobre sus piernas y dirigió una última mirada anhelante hacia el escenario.

—… ooOOOgooOOmoo. OOhhhooo… [9]

Rubí le lanzó un beso. Detritus se puso del color del granate recién sacado de la cantera.

 

Gaspode lo guió para salir del callejón y atravesar la oscura extensión de maleza, arbustos esqueléticos y dunas que había tras la ciudad.

—En este lugar hay algo que no va bien, estoy seguro —murmuró.

—Es diferente —lo corrigió Víctor—. ¿Qué quieres decir con eso de que no va bien?

Gaspode tenía pinta de estar a punto de escupir.

—Mírame a mí, por ejemplo —replicó, haciendo caso omiso de la interrupción—. Soy un perro. En toda mi vida, jamás había soñado más que con cazar algún que otro bicho. Y con el sexo, por supuesto. Y ahora, de repente, tengo estos sueños. Sueños en color. Me ponen los pelos de punta. Porque yo en mi vida había visto colores, ¿sabes? Los perros vemos en blanco y negro, supongo que ya estabas enterado, con todo lo que has leído… Y te garantizo que el rojo es una sorpresa de mil diablos. Te pasas la vida creyendo que la cena es de color blanco hueso con algunos matices de gris, y de pronto te encuentras que has estado comiendo cosas color púrpura y rojo escalofriante.

—¿Qué clase de sueños? —inquirió Víctor.

—Da vergüenza hasta decirlo —suspiró Gaspode—. Mira, por ejemplo en uno el río se ha llevado un puente, y yo tengo que correr y ladrar para avisar a todo el mundo, ¿entiendes? Y en otro hay una casa en llamas, y yo saco a rastras a los críos que viven ahí. Tengo otro sueño en el que unos niños se han perdido en unas cuevas, y yo los encuentro y guío hasta ellos a la gente que los busca… Pero el caso es que detesto a los niños. Y, aun así, últimamente, parece que no sé hacer otra cosa que pasarme la vida rescatando gente, o salvando a gente, o deteniendo a ladrones, o lo que sea. No sé si me entiendes, ya he vivido siete años, he tenido parásitos, moquillo, garrapatas y unas pulgas que te mueres, maldita la falta que me hace ponerme en plan héroe cada vez que me echo a dormir.

 

—Vaya, ¡qué interesante es la vida cuando la ves desde el punto de vista de otro! —exclamó Víctor.

Gaspode puso en blanco los ojos legañosos.

—Eh… ¿adonde vamos? —quiso saber el joven.

—A ver a unos cuantos habitantes de Holy Wood —replicó el perro—. Porque aquí está pasando algo muy, muy raro.

—¿En la colina? No tenía ni idea de que en la colina viviera gente.

—No son gente —fue la respuesta de Gaspode.

 

Una pequeña hoguera de ramitas ardía en la ladera de la colina Holy Wood. Víctor la había encendido porque… bueno, porque le resultaba tranquilizadora. Porque era el tipo de cosas que hacían los seres humanos.

Sentía la necesidad de recordarse que era humano, y que probablemente no estaba loco.

No porque hubiera estado hablando con un perro. Había mucha gente que hablaba con los perros. Y lo mismo se podía decir del gato. Quizá hasta incluso del conejo. En cambio, la conversación con el ratón y con el pato podía empezar a considerarse dentro de los límites de lo extraño.

—¿Te crees que nosotros queríamos hablar? —le espetó el conejo—. Yo era un conejo normal y corriente, la mar de feliz, y entonces, de repente, ¡pumba!, empiezo a pensar. Es una auténtica pesadilla cuando lo que quieres es realizarte como conejo. Un conejo busca hierba y sexo, no le interesan para nada los pensamientos como, «¿De dónde venimos, adonde vamos, cuál es el sentido de la vida?».

—Sí, pero tú al menos comes hierba —señaló Gaspode—. Por lo menos a ti la hierba no te habla. Cuando tienes hambre, lo que menos falta te hace es un jodido acertijo ético haciéndote preguntas desde el plato.

—¿Y tú crees que lo tuyo son problemas? —intervino el gato, que al parecer le leía la mente—. Yo sólo puedo comer pescado. No te imaginas lo que es poner la zarpa sobre tu cena y que empiece a gritar «¡Socorro!».

Se hizo un largo silencio. Todos miraron a Víctor. Incluido el ratón. Incluido también el pato. El pato parecía particularmente agresivo. Seguramente había oído hablar de la salsa de naranja.

—Eso, fíjate en nosotros —asintió el ratón—. Yo estaba tan tranquilo, corriendo porque me perseguía éste… —Señaló al gato, que se erguía amenazador a su lado—. Iba por toda la cocina, aterrado, como debe ser, con chilliditos y todo eso. Entonces oigo una especie de zumbido sobre mi cabeza, y veo una sartén… ¿lo entiendes? Hasta hacía un segundo, no sabía ni lo que era freír un huevo. Entonces, me dio por agarrarla por el mango, y en cuanto éste dio la vuelta a la esquina, clang. Se quedó tambaleándose, preguntando «¿Qué me ha golpeado?». Y yo voy y le digo, «Yo». En ese momento, los dos nos dimos cuenta de que estábamos hablando.

Conceptualizando —intervino el gato.

Era un gatazo negro, con las zarpas blancas, orejas como dianas de tiro al blanco y la cara llena de cicatrices de un felino que ya ha vivido plenamente ocho vidas.

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