Entonces, sus ojos se posaron en el cartel de Espadas de Pasión. Increíble, realmente increíble. La verdad era que no había habido volcanes ni elefantes, y los monstruos no eran más que trolls con cosas raras pegadas a los cuerpos, pero en aquel primer plano… bueno… todos los hombres habían suspirado, y luego todas las mujeres habían suspirado… Era como la magia. Sonrió a las imágenes de Víctor y Ginger.
Se preguntó qué estarían haciendo aquellos dos en ese momento. Probablemente, comer caviar en platos de oro, y caminar sobre cojines, absolutamente felices. Seguro.
—No pareces nada feliz, muchacho —dijo el guardador de caballos.
—Es que me temo que no le cojo el tranquillo a esta profesión —confesó Víctor.
—Ah, claro, porque guardar caballos es un trabajo difícil —asintió el hombre—. Hay que aprender todos los matices, hay que ensayar el estilo descarado pero no demasiado atrevido del experto. La gente no sólo quiere que le sujetes el caballo, ¿sabes? Quieren que se lo sujetes como un profesional.
—¿De verdad?
—Quieren que estés en tu papel —siguió el otro—. No es sólo cuestión de coger las riendas.
Víctor empezó a comprender.
—O sea, que es como actuar —dijo.
El guardador de caballos se dio un toquecito en la nariz de patata.
—¡Exacto!
En Holy Wood brillaban las antorchas. Víctor luchó contra la multitud que se apelotonaba en la calle principal. Todos los bares, todas las tabernas, hasta la última tienda, tenían las puertas abiertas de par en par. Un mar de gente entraba y salía de todas partes. Víctor probó a saltar para ver las caras de los transeúntes.
Se encontraba solo, perdido y muy hambriento. Tenía que hablar con alguien, y no la veía por ninguna parte.
—¡Víctor!
El joven se dio media vuelta. Rock cayó sobre él como una avalancha.
—¡Víctor! ¡Amigo mío!
Un puño del tamaño y dureza de unos cimientos de piedra lo golpeó en el hombro juguetonamente.
—Ah, hola —respondió Víctor débilmente—. Eh… ¿cómo van las cosas, Rock?
—¡De maravilla! ¡De maravilla! ¡Mañana por la mañana empezaremos a rodar La Oscura Amenaza del Valle de los Trolls.
—Me alegro mucho por ti.
—¡Eres mi humano de la suerte! —sonrió Rock—. ¡Rock! ¡Es un nombre sensacional! ¡Venga, vamos a tomar algo, te invito yo!
Víctor aceptó. La verdad era que no tenía otra alternativa, porque Rock le había agarrado por el brazo antes de echar a andar entre la multitud como un rompehielos. Mitad caminando y mitad a rastras, el joven se dejó arrastrar hasta la puerta más cercana.
Una luz azulada iluminaba un cartel. Casi todos los morporkianos sabían leer en troll, que no era un idioma en absoluto difícil. Las angulosas runas decían: El Liásico Azul.
Era un bar de trolls.
El brillo mortecino de los hornos colocados bajo la losa de piedra que servía como mostrador era la única iluminación. Permitía distinguir a tres trolls tocando… bueno, algo de percusión, pero Víctor no conseguía enterarse de qué era, porque el nivel de decibelios estaba ya en las regiones donde el ruido es una fuerza sólida que hace vibrar los globos oculares. El humo de los hornos era tan espeso que ocultaba el techo.
—¿Qué vas a tomar? —rugió Rock.
—No tendrá que ser metal fundido, ¿no? —se estremeció Víctor.
Para hacerse oír, tenía que chillar a pleno pulmón.
—¡Tenemos todo tipo de bebidas humanas! —gritó la troll hembra situada tras el mostrador.
Tenía que ser hembra. De eso no quedaba duda. Guardaba un cierto parecido con las estatuillas de las diosas de la fertilidad que habían tallado hacía miles de años los hombres de las cavernas, pero en versión gigante.
—¡Somos muy cosmopolitas! —añadió la troll con un rugido de risa.
—¡Entonces, una cerveza!
—¡Y un flores de azufre on the rocks, Rubí! —añadió Rock.
Víctor aprovechó la ocasión para mirar a su alrededor, ahora que empezaba a acostumbrarse a la penumbra y los tímpanos se le habían entumecido piadosamente.
Se dio cuenta de que había masas de trolls sentados junto a largas mesas, y, cosa insólita, algún que otro enano. Por lo general, los enanos y los trolls peleaban entre sí como… bueno, como enanos y trolls. En sus montañas natales había un estado de venganza constante. Desde luego, Holy Wood podía cambiarlo todo.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —gritó Víctor a la oreja puntiaguda de Rock.
—¡Cómo no!
Rock dejó su copa. Incluía una pequeña sombrilla de papel, que empezaba a chamuscarse por el calor.
—¿Has visto a Ginger? ¿Sabes quién te digo? ¿Ginger?
—¡Trabaja en el local de Borgle!
—¡Sólo por las mañanas! ¡Ahora vengo de allí! ¿Adonde suele ir cuando no está trabajando?
—¿Quién sabe adonde va la gente aquí?
Entre la densa atmósfera del local, se hizo un repentino silencio. Uno de los trolls cogió una piedrecita del suelo y empezó a dar golpes suaves en la mesa con ella, marcando un ritmo lento y pegadizo que se aferraba a las paredes igual que el humo. Y, de entre el humo, surgió Rubí, como un galeón saliendo de la niebla, con una ridícula boa de plumas en torno al cuello.
Era la deriva continental con curvas.
Empezó a cantar.
Los trolls se levantaron, en un silencio reverente. Tras un rato, Víctor escuchó un sollozo. Las lágrimas corrían por las mejillas de Rock.
—¿De qué habla la canción? —susurró.
Rock se inclinó hacia él.
—Es una antigua canción folclórica de los trolls —le explicó—. Cuenta la historia de Ámbar y Jaspe. Eran… —Titubeó y movió las manos en un gesto vago—. Amigos. Muy buenos amigos.
—Creo que te entiendo.
—Y un día, cuando Ámbar va a su cueva para llevarle la cena, se lo encuentra… —Rock movió las manos en otro gesto igual de vago, pero ampliamente descriptivo—. Se lo encuentra con otra troll. Así que se va a casa, coge el garrote, vuelve y lo mata a golpes, tump, tump, tump. Porque él era su troll, y la había traicionado. Es una canción muy sentimental, muy romántica.
Víctor miró a Rubí. La troll, todo ondulaciones, había bajado del pequeño escenario y se deslizaba entre los clientes del local, como una pequeña montaña sobre un carrito. Debe de pesar más de dos toneladas, pensó. Si se me sienta en las rodillas, tendrán que despegarme del suelo como si fuera una alfombra.
—¿Qué le acaba de decir a ese troll? —preguntó cuando todos los presentes estallaron en carcajadas.
Rock se rascó la nariz.
—Es un juego de palabras —respondió—. Muy difícil de traducir. Pero, en resumen, le ha dicho, «¿Llevas el legendario Cetro de Magma que fue Rey de la Montaña, Forjador de Miles Sí, Incluso Decenas de Miles, Señor del Río Dorado, Amo de los Puentes, Dueño de Ríos Subterráneos, Morador de las Zonas Oscuras, Azote de Muchos enemigos… —tomó aliento profundamente—…en el bolsillo, o es que te alegras de verme?».
Víctor frunció el entrecejo.
—No lo capto.
—Quizá no lo haya traducido bien —suspiró Rock.
Tomó un buen trago de azufre fundido antes de seguir hablando:
—Tengo entendido que Alquimistas Unidos está eligiendo el reparto para…
—Rock —lo interrumpió Víctor con voz apremiante—, en este lugar pasa algo muy raro. ¿No lo notas?
—¿El qué es raro?
—Todo parece… bueno, burbujear. Nadie se comporta como antes. ¿Sabías que aquí, en el pasado, hubo una gran ciudad? Ahora el emplazamiento exacto está cubierto por el mar. Era una ciudad enorme. ¡Y desapareció, así, como si tal cosa!
Rock se frotó la nariz, con gesto pensativo. El gesto pensativo no era muy habitual para él. Parecía el primer contacto con un hacha de un hombre de Neanderthal.
—¡Y no tienes más que ver cómo se comporta todo el mundo! —insistió Víctor—. ¡Como si lo que son y lo que quieren fueran las cosas más importantes del mundo!
—Me pregunto… —empezó Rock.
—¿Sí? —lo apremió Víctor.
—Me pregunto si valdría la pena que me quitara un centímetro de nariz. Mi primo Breccia conoce a un picapedrero que le arregló las orejas, y le quedaron de maravilla. ¿Qué opinas tú?
Víctor lo miró fijamente.
—Quiero decir… no sé si te das cuenta, pero es demasiado grande, aunque por otra parte es lo que se considera una nariz troll por excelencia, un estereotipo, ¿me entiendes? Es decir, puede que tenga mejor aspecto si me la arreglo, pero también es posible que, en este trabajo, lo mejor sea parecer todo lo troll posible. Por ejemplo, Morry se hizo retocar la suya con cemento, y ahora tiene una cara que te puede matar del susto si te la encuentras en un callejón oscuro. ¿Qué opinas tú? Valoro mucho tu opinión, porque eres un humano de grandes ideas.
Dirigió a Víctor una amplia sonrisa silícea.
—Es una nariz estupenda, Rock —dijo el joven al final con un suspiro—. Contigo detrás de ella, puede llegar muy lejos.
Rock le lanzó otra sonrisa deslumbrante, y apuró la copa de azufre. Sacó el palillo de acero y sorbió la amatista clavada en la punta.
—¿De verdad te parece…? —empezó.
Entonces, advirtió la pequeña zona de espacio vacío. Víctor se había marchado.
—No sé nada de nadie —dijo el guardador de caballos, inquieto ante la presencia imponente y amenazadora de Detritus.
Escurridizo masticó la colilla de su cigarro. Pese al carruaje nuevo, el viaje desde Ankh Morpork había estado lleno de baches y saltos, y no había almorzado.
—Un chico alto, algo idiota, con un bigote finito —insistió—. Ha estado trabajando para ti, ¿no?
El guardador de caballos se rindió.
—Bueno, de cualquier manera nunca habría llegado a ser un buen guardador de caballos —suspiró—. Deja que el trabajo lo domine. Creo que dijo que iba a comer algo.
Víctor estaba sentado en el callejón oscuro, con la espalda apoyada contra la pared, y trató desesperadamente de pensar.
Recordaba cierta ocasión, siendo muy niño, en que se había quedado demasiado tiempo al sol. Había sentido algo muy parecido a lo que sentía ahora.
Oyó un suave ruido en la arena apisonada que había ante sus pies.
Alguien había dejado caer un sombrero. Lo miró.
Luego, ese mismo alguien empezó a tocar una armónica. No lo hacía demasiado bien. La mayor parte de las notas caían fuera de lugar, y las que acertaban por casualidad duraban demasiado o demasiado poco. Allí había una melodía, por alguna parte, de la misma manera que hay una pizca de carne en una máquina de preparar hamburguesas.
Víctor suspiró y rebuscó un par de peniques en sus bolsillos. Los arrojó al sombrero.
—Vale, vale —dijo—. Muy bien. Ahora, lárgate.
En aquel momento, captó un olor extraño. Era difícil identificarlo, pero quizá podría pertenecer a una alfombra de guardería infantil, muy vieja y algo mojada.
Alzó la vista.
—Guau, joder, guau —dijo Gaspode, el Perro Maravilla.
El establecimiento de Borgle había decidido aquella noche experimentar con las ensaladas. La zona de cultivo más cercana estaba a cincuenta kilómetros.
—¿Qué es esto? —exigió saber un troll, esgrimiendo algo lacio y marrón.
Fruntkin, el inventivo jefe de cocinas, aventuró una suposición.
—¿Apio? —sugirió. Lo examinó más de cerca—. Sí, apio.
—¡Pero si es marrón!
—¡Pues claro! ¡Pues claro! —se apresuró a replicar Fruntkin—. El apio en su mejor momento es marrón. Eso demuestra que está maduro —añadió.
—¡Tendría que ser verde!
—Naa. Tú lo estás confundiendo con los tomates —lo tranquilizó el cocinero.
—¿Sí? Pues a ver, ¿qué es esta cosa grumosa? —preguntó otro hombre de la cola.
Fruntkin se irguió en toda su estatura.
—Eso —explicó con voz pausada—, es mayonesa. La he hecho personalmente. La saqué de un libro —agregó sin poder ocultar su orgullo.
—Sí, es evidente —asintió el hombre, metiendo un dedo en la sustancia—. Desde luego, no la sacaste ni de huevos, ni de aceite, ni de vinagre.
—Especialidad de la mayson —le aseguró Fruntkin sin darse por aludido.
—Como quieras —insistió el hombre—, pero dile a tu mayonesa que deje de atacar a mi lechuga.
Fruntkin, airado, esgrimió su cucharón.
—Oye… —empezó.
—No, no pasa nada —siguió el futuro comensal—. Las babosas han formado una barrera defensiva.
Se oyó una conmoción junto a la puerta. Detritus, el troll, entró pavoneándose entre los clientes, seguido por Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo.
El troll apartó a los que aguardaban, y se encaró con Fruntkin.
—El señor Escurridizo quiere charlar —le informó mientras extendía el brazo por encima del mostrador y, sin esfuerzo, levantaba al enano por la camisa llena de manchas resecas de comida.
Lo zarandeó en el aire ante Ruina.
—¿Alguien ha visto a Víctor Tugelbend? —preguntó el ex-vendedor de salchichas—. ¿O a esa chica, Ginger?