Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—¡Vaya! —exclamó Bezam, asombrado a su pesar.

Escurridizo se dio una palmadita mental en la espalda. Últimamente estaba muy orgulloso de haberse conocido.

—Tengo entendido que vais a empezar la proyección dentro de una hora —dijo.

—¿Por la mañana tan temprano? —se sorprendió Bezam.

La película que había obtenido para aquel día era El emocionante mundo de la alfarería artesanal, cosa que lo tenía bastante preocupado. Aquella nueva proposición le parecía mucho más interesante.

—Sí —asintió Escurridizo—. Porque habrá mucha gente que querrá verla.

—No estoy tan seguro —titubeó Bezam—. Muchos tugurios han cerrado últimamente. El negocio no va bien.

—El público vendrá a ver ésta —le aseguró Ruina—. Confía en mí. ¿Te he engañado alguna vez?

Bezam se rascó la cabeza.

—Bien, el mes pasado, una noche, me vendiste una salchicha en un panecillo y me dijiste…

—Era una pregunta retórica —replicó Ruina.

—Eso —colaboró Detritus.

Bezam cedió.

—De acuerdo. Muy bien. Aunque no sé qué es eso de la retórica.

—Estaba seguro. —Ruina sonrió como un gnomo depredador—. Y ahora —siguió—, tenemos que hablar del asunto de los porcentajes.

—¿Qué son los porcentajes?

—¿Quieres un puro? —ofreció Escurridizo.

 

Víctor caminó lentamente por la innominada calle principal de Holy Wood. Tenía arena metida bajo las uñas.

No estaba seguro de haber hecho lo correcto.

Seguramente el hombre no había sido más que un viejo pescador que un día se fue a dormir y no despertó, aunque la descolorida túnica roja y dorada no era el atuendo típico de los pescadores. El joven no había podido precisar cuánto tiempo llevaba muerto. La sequedad y el aire salino habían actuado como agentes conservantes. Lo habían conservado con el mismo aspecto que debió de tener mientras vivía, o sea, con aspecto de cadáver.

Y, por lo que vio en la choza, había pescado cosas muy raras.

Víctor había pensado que debía informar a alguien, pero probablemente no había nadie en Holy Wood a quien le pudiera interesar el tema. Seguramente, en el mundo no había habido más que una persona interesada en si el anciano vivía o moría, y esa persona había sido la primera en enterarse.

El joven enterró el cadáver en la arena, tras la choza de tablones viejos, en un lugar donde no llegarían las olas.

Vio ante él el establecimiento de Borgle. Decidió que podía correr el riesgo de desayunar allí. Además, necesitaba un sitio tranquilo donde sentarse a leer el libro.

No era el tipo de cosas que se suelen encontrar en una playa, en una choza de tablones viejos, en la mano rígida de un cadáver.

En la cubierta se leían las palabras: El Libro de la Película.

Había más palabras en la primera página, escritas con la caligrafía redondeada de alguien que no está demasiado acostumbrado a escribir. Decían: Éstas son las Crónicas de los Guardianes del ParaMonte copiadas a limpio por mí, Deccan, porque las viejas se están cayendo a pedazos.

Pasó con cautela las páginas rígidas. A primera vista, todas parecían llenas de anotaciones casi idénticas. No había fechas en ningún momento, pero la cosa no tenía mayor importancia, puesto que todos los días eran iguales.

Me levanté. Fui al retrete. Encendí la hoguera. Anuncié la Primera Sesión. Acabé pronto. Recogí madera. Encendí la hoguera. Subí a la colina. Entoné la Sesión de Noche. Encendí la hoguera. Arreglé la casa. Cené. Recité el Cántico de la Última Sesión. Me acosté.

Me levanté. Fui al retrete. Encendí la hoguera y canté la Primera Sesión. Acabé pronto. Crullet, el pescador de la Cala Roja, me había dejado dos buenos atunes. Comí. Anuncié la Sesión de Noche. Encendí la hoguera. Cené. Limpié la casa. Entoné el Cántico de la Última Sesión. Me acosté. Me levanté a medianoche, fui al retrete y vigilé el fuego, pero no hacía falta más leña.

 

Vio a la camarera por el rabillo del ojo.

—Quisiera un huevo pasado por agua —pidió.

—Hay estofado. Estofado de pescado.

Alzó la vista hacia los ojos llameantes de Ginger.

—No sabía que fueras camarera —dijo.

La joven hizo un gesto de desempolvar el salero.

—Yo tampoco, hasta ayer —replicó—. Por suerte para mí, la chica que trabajaba por las mañanas para Borgle ha conseguido una oportunidad en las próximas imágenes en acción de Alquimistas Unidos. Soy afortunada, ¿eh? —Se encogió de hombros—. Si sigo teniendo tanta suerte, ¿quién sabe? Quizá consiga también el turno de tarde.

—Oye, yo no tenía intención de…

—Estofado. O lo tomas o lo dejas. Tres clientes de esta mañana han hecho las dos cosas.

—Lo tomaré. Mira, no te lo vas a creer, pero he encontrado este libro entre las manos de…

—No se me permite confraternizar con los clientes. Puede que éste no sea el mejor empleo de la ciudad, pero no vas a hacer que lo pierda —le espetó Ginger—. Estofado de pescado, ¿vale o no?

—Oh. Claro. Lo siento.

Víctor pasó las páginas del libro hacia atrás. Antes de Deccan había estado Tento, que también entonaba cánticos tres veces al día, y que también recibía de vez en cuando regalos de los pescadores, además de acudir al retrete, aunque en esto no era tan asiduo como Deccan, o no lo había considerado siempre digno de mención. Antes que él, el entonador de cánticos había sido un tal Meggelin. En aquella playa había vivido toda una cadena de personas, aunque si te remontabas lo suficiente las encontrabas en grupos, y si te remontabas aún más las anotaciones tenían un tono oficial. Era difícil comprenderlas. Parecían escritas en clave, había hileras e hileras de complicadas imágenes…

Un plato de sopa primigenia cayó bruscamente ante él.

—Oye —empezó—, ¿a qué hora sales de…?

—Nunca —replicó Ginger.

—Sólo iba a preguntarte si sabías dónde…

—No.

Víctor examinó la turbia superficie del caldo. Borgle trabajaba sobre la base de que, si lo encontrabas en el agua, era pescado. Allí había algo color púrpura que tenía por lo menos diez patas.

De todos modos, se lo comió. Le estaba costando treinta peniques.

Luego se levantó e intentó hablar de nuevo con Ginger, pero la chica se afanaba con resolución tras el mostrador, dándole la espalda ostensiblemente y girando como un faro de manera que, por mucho que Víctor intentaba atraer su atención, no le veía más que la espalda. Por último, el joven se rindió y salió a buscar otro trabajo.

Víctor no había trabajado en su vida. Según su experiencia, el trabajo era una cosa que les ocurría a los demás.

 

Bezam Planter colgó la bandeja del cuello de su esposa.

—Muy bien —dijo—, ¿lo tienes todo?

—Los pajaritos se han puesto blandos —replicó ella—. Y no hay manera de conservar calientes las salchichas.

—Todo estará oscuro, mi amor. Nadie se dará cuenta. Terminó de atar la cinta y dio un paso hacia atrás.

—Ya está —dijo—. Ya sabes lo que tienes que hacer. A media película, dejaré de proyectarla, y pondré la cartulina que dice «¿Por qué no toma una bebida refrescante y unos pajaritos?», y entonces sales tú por la puerta y recorres el pasillo.

—También podrías mencionar las salchichas refrescantes —suspiró su mujer.

—Y la verdad, tengo la sensación de que deberías dejar de usar esa antorcha para mostrar sus asientos a la gente —señaló Bezam—. Estás provocando demasiados incendios.

—Si no, no veo en la oscuridad —replicó ella.

—Sí, pero anoche tuve que devolverle su dinero a aquel enano. Ya sabes lo mucho que cuidan sus barbas. Haremos una cosa, cariño, te traeré una salamandra en una jaula. Llevan en el tejado desde el amanecer, así que ya deben de estar preparadas.

Estaban preparadas. Las criaturas dormitaban en sus jaulas, con los cuerpos vibrando suavemente a medida que absorbían luz. Bezam eligió seis de las más maduras, volvió a bajar a la sala de proyecciones del tugurio, y las metió en la caja de mostrar imágenes.

Empezó a rebobinar la película que le había entregado Escurridizo, y echó un vistazo hacia la oscuridad.

A ver si por casualidad había alguien aguardando en el exterior.

Se dirigió hacia la puerta principal, arrastrando los pies, bostezando.

Alzó la mano y corrió un cerrojo.

Bajó la mano y corrió el otro.

Abrió las puertas.

—Muy bien, muy bien —gruñó—. Empezad a… Se despertó en la sala de proyecciones, mientras la señora Planter lo abanicaba desesperadamente con su delantal.

—¿Qué ha pasado? —gimió el hombre, tratando de quitarse de la cabeza el recuerdo de la estampida de pies.

—¡Hay un lleno hasta los topes! —exclamó ella—. ¡Y todavía queda gente haciendo cola fuera! ¡Es increíble, la cola baja por toda la calle! ¡Es por esos asquerosos carteles, te lo digo yo!

Bezam se incorporó, inseguro pero decidido.

—¡Calla ya, mujer! ¡Baja a la cocina y prepara más pajaritos! —gritó—. ¡Y luego, vuelve aquí para ayudarme a pintar carteles nuevos! ¡Si hacen cola por localidades de cinco peniques, no les importará pagar diez!

Se arremangó y cogió la manivela.

En primera fila estaba sentado el bibliotecario, con una bolsa de cacahuetes en el regazo. Tras unos minutos, dejó de masticar y se quedó con la boca abierta, mirando, mirando, mirando las temblorosas imágenes.

 

—¿Le sujeto el caballo, señor? ¿Señora?

—¡No!

Al mediodía, Víctor había ganado dos peniques. No era porque la gente no tuviera caballos, ni porque no necesitaran que alguien los sujetara. Al parecer, lo que no querían era que Víctor los sujetara.

Al final, un hombrecillo deforme que trabajaba calle abajo se dirigió hacia él, tirando de cuatro caballos. Víctor llevaba varias horas mirándolo, sin poder creerse que alguien dirigiera al homúnculo una sonrisa amable, por no mencionar ya que le confiaran un caballo. Pero el caso era que no paraba de trabajar, mientras que los anchos hombros de Víctor, su perfil atractivo y su sonrisa amplia y sincera debían de ser un auténtico impedimento a la hora de cuidar caballos.

—Eres nuevo en esto, ¿eh? —le preguntó el hombrecillo.

—Sí —reconoció Víctor.

—Ya se nota, ya. Supongo que estarás esperando tu gran oportunidad de entrar en las imágenes en acción, ¿no? Le dirigió una sonrisa alentadora.

—No. La verdad es que ya entré —replicó el joven.

—Entonces, ¿qué haces aquí? Víctor se encogió de hombros.

—Es que salí.

—Ah, ¿de verdad? Sí, jefe, gracias, adiós, jefe, claro, jefe —asintió el hombrecillo, al tiempo que recogía otras riendas.

—Supongo que no necesitarás un ayudante… —se atrevió a sugerir Víctor.

 

Bezam Planter contempló boquiabierto el montón de monedas que tenía ante él. Entonces, Ruina Escurridizo movió las manos, y el montón resultante fue más pequeño, pero aun así seguía siendo el montón de monedas más grande que Bezam había visto estando despierto.

—¡Y todavía seguimos proyectándola cada cuarto de hora! —exclamó Bezam—. ¡He tenido que contratar a otro chico para dar vueltas a la manivela! No sé, ¿qué puedo hacer con todo este dinero?

Ruina le dio unas palmaditas en la espalda.

—Compra un local más grande —le dijo.

—Ya lo había estado pensando —asintió Bezam—. Sí. Algo con columnas bonitas en la entrada. Y mi hija Calíope toca el órgano muy bien, no estaría nada mal que hiciera el acompañamiento. También tiene que haber montones de pintura dorada, y decoración de escarola…

Le brillaban los ojos.

Eso había encontrado otra mente.

Holy Wood sueña.

…y convertirlo en un palacio, como el legendario Roxie en Klatch, o el templo más rico que haya existido, con esclavas para vender los pajaritos y los cacahuetes, y Bezam Planter caminando por él con aires de dueño, vestido con una chaqueta roja llena de bordados de oro…

—¿Eh? —se sobresaltó, mientras el sudor le perlaba la frente.

—He dicho que me tengo que ir —repitió Ruina—. En el negocio de las imágenes en acción, hay que estar siempre en acción, ya sabes.

—La señora Planter dice que tenéis que hacer más películas con ese joven —señaló Bezam—. Toda la ciudad habla de él. Según me ha contado, muchas mujeres se desmayaron cuando les dirigió esa mirada ardiente suya. La ha visto cinco veces —añadió, con la voz repentinamente teñida de sospecha—. Y esa chica… ¡ufff!

—No te preocupes por nada —sonrió Ruina—. Los tengo con contrato en exclu…

La sombra de una duda cubrió su rostro.

—Hasta pronto —añadió bruscamente.

Salió corriendo del edificio.

Bezam se quedó solo, y miró a su alrededor, contemplando el interior del mugriento Odium, mientras su imaginación calenturienta llenaba los rincones oscuros de palmeras en macetas, decoraciones doradas y querubines regordetes. Sus pies aplastaron cáscaras de cacahuetes y bolsas de pajaritos. Hay que hacer que lo limpien antes de la próxima sesión, pensó. Supongo que ese mono volverá a estar el primero en la cola.

Autore(a)s: