Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

El archicanciller escudriñó el interior.

—Aquí hay un montón de palancas y fuelles —dijo con cara de asco.

El tesorero se volvió hacia la encargada de la limpieza de la Universidad.

—Cuéntenos qué sucedió exactamente, señora Whitlow —pidió.

La señora Whitlow, corpulenta, sonrosada y encorsetada, se palmeó la ostentosa peluca y dio un codazo a la menuda doncella que orbitaba a su alrededor, como un bote amarrado a un buque.

—Díselo a su señoría, Ksandra —ordenó.

Ksandra tenía aspecto de estarse arrepintiendo de haber hablado.

—Bueno, señor, el caso, señor, es que yo estaba limpiando el polvo, ya sabe…

—Eshtaba limpihando el polhvo —colaboró la señora Whitlow.

Cuando la señora Whitlow se encontraba en las garras de una profunda conciencia de clase, podía poner haches allí donde la naturaleza ni las había imaginado.

—…y entonces empezó a hacer un ruido…

—Hempezó a hacer hun ruihdo —asintió la señora Whitlow—. Hentonces la chihca vihno a verhme, señoría, a ver qué leh dehcía.

—¿Qué clase de ruido fue, Ksandra? —inquirió el tesorero con toda la amabilidad de que fue capaz.

—Pues, señor, una especie de… —Puso los ojos en blanco—. Era como… «Uuhhhmm… Uuhhhmm… Uuhhhmm… Uuhhhmm… Uuhhmmuuhhmmmuuhhmmm UUHHMMUUHHMMMuuhhmmm… plib», señor.

—Plib —repitió el tesorero con solemnidad.

—Sí, señor.

—Plihb —repitió la señora Whitlow.

—Eso fue cuando escupió —añadió Ksandra.

Hexpectoró —la corrigió la mujer.

—Al parecer, uno de los elefantes escupió un pequeño perdigón de plomo, señor —dijo el tesorero—. Eso fue el… eh… el «plib».

—Pues a ver qué hacemos —bufó el archicanciller—. No podemos consentir que las vasijas vayan por ahí lanzando escupitajos a la gente.

La señora Whitlow hizo una mueca.

—Además, ¿por qué lo hace? —añadió Ridcully.

—La verdad es que no lo sé, señor. Pensé que a lo mejor tú podías decirnos algo. Tengo entendido que, en tus tiempos de estudiante, Riktor daba clases aquí. La señora Whitlow está muy preocupada —agregó en un tono que daba a entender que, cuando la señora Whitlow estaba preocupada por algo, un archicanciller inteligente haría bien en prestarle atención—. No quiere que el personal sufra ningún tipo de interferencia de índole mágica.

El archicanciller dio unos golpecitos con los nudillos a la vasija.

—¿Te refieres al viejo «Números» Riktor? ¿Hablamos de la misma persona?

—Eso parece, archicanciller.

—Estaba como una cabra. El tipo pensaba que todo se podía medir. No sólo en términos de longitud, o de peso, o de esas cosas, sino todo. Su frase favorita era, «Si existe, debe ser posible medirlo». —Los ojos de Ridcully se empañaron con el recuerdo—. Fabricaba toda clase de instrumentos raros. Decía que se podía medir la veracidad, la belleza, los sueños y todo lo demás. Así que éste es uno de los juguetitos de Riktor, ¿eh? ¿Qué querría medir con él?

—Hen mi opinióhn —intervino la señora Whitlow—, dehberíamos guardarhlo en ahlgún lugar dohnde no puehda hacer dahño a nadie. Si a uhstedes no lehs imporhta.

—Sí, sí, claro —se apresuró a asentir el tesorero. No era fácil conservar durante mucho tiempo al personal en la Universidad Invisible.

—Tíralo a la basura —ordenó el archicanciller. El tesorero se quedó horrorizado.

—Oh, no, señor —dijo—. Aquí nunca tiramos nada. Además, es probable que tenga un gran valor.

—Mmm —se interesó Ridcully—. ¿Valor?

—Sí, señor, seguramente se trata de un importante artefacto histórico.

—En ese caso, llévalo a mi estudio. Ya he dicho hasta la saciedad que hay que animar un poco este sitio. Bueno, ahora tengo que irme, he quedado con un tío que está entrenando un grifo. Buenos días, señoras…

—Eh… archicanciller, si tuvieras la amabilidad de firmar… —empezó a decir el tesorero.

Pero hablaba ya con una puerta cerrada.

Nadie se molestó en preguntar a Ksandra cuál de los elefantitos de cerámica había escupido la bala. Y, aunque lo hubieran hecho, la dirección del proyectil no habría significado nada para ellos.

Aquella misma tarde, un par de conserjes de la Universidad trasladaron el único resógrafo[5] operativo del universo al estudio del archicanciller.

 

Aún no habían encontrado la manera de añadir sonido a las imágenes en acción, pero había un ruido que siempre se asociaba con Holy Wood: era el sonido de los martillos golpeando clavos.

Holy Wood se expandía a toda velocidad: casas nuevas, calles nuevas, hasta vecindarios nuevos, aparecían de la noche a la mañana. Y, en aquellas zonas donde los aprendices de alquimista, que habían hecho unos cursillos hiperacelerados, no estaban del todo familiarizados con los aspectos más delicados del octoceluloide, desaparecían aún más deprisa. Aunque eso no tenía demasiada importancia. El humo no se había terminado de despejar cuando ya se volvían a oír los martillazos.

Y Holy Wood crecía por fisión. Lo único que hacía falta era un muchacho de pulso firme y no fumador que supiera leer instrucciones de alquimia, un operador, un saco de demonios y montones de luz solar. Ah, y unas cuantas personas. Pero personas había de sobra. Si uno no tenía talento para criar demonios, o para mezclar productos químicos, o para dar vueltas rítmicamente a una manivela, siempre podía cuidar caballos o servir mesas, y poner cara de interesante sin perder las esperanzas. Y, si todo lo demás fallaba, clavar clavos. Edificio destartalado tras edificio destartalado, la antigua colina se iba poblando. El sol despiadado decoloraba y retorcía los delgados tablones, pero la construcción nunca cesaba.

Porque Holy Wood lanzaba su llamada. Cada día llegaba más gente. No llegaban para ser palafreneros, ni camareras, ni carpinteros de urgencias. Llegaban para hacer películas.

Y no tenían ni idea de por qué.

Como bien sabía Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, allí donde se reunieran dos o más personas alguien intentaría venderles sospechosas salchichas dentro de panecillos.

Ahora que él estaba ocupado con otros asuntos, no había faltado quien cumpliera con ese cometido.

Una de esas personas era Nodar Borgle el Klatchiano, cuya enorme barraca donde había hasta ecos no era tanto un restaurante como una fábrica de alimentación. En uno de los extremos había grandes soperas humeantes. El resto eran mesas, y en torno a las mesas había…

Víctor se quedó atónito.

… había trolls, humanos y enanos. Y unos cuantos gnomos. Y hasta unos pocos elfos, la raza más elusiva del Mundodisco. Y muchas otras cosas que Víctor esperaba que fueran trolls disfrazados, porque, si no lo eran, los clientes del restaurante estarían pronto en apuros. Pero todo el mundo comía, y lo más sorprendente era que no se comían unos a otros.

—Tienes que coger un plato, hacer cola y luego pagarlo —le explicó Ginger—. Lo llaman autotumismo.

—¿Y tienes que pagar antes de comerlo? ¿Qué pasa si luego resulta que está asqueroso?

Ginger hizo una mueca.

—Por eso se paga antes.

Víctor se encogió de hombros y se inclinó hacia el enano que había tras el mostrador.

—Quisiera…

—Estofado —replicó el enano.

—¿Qué clase de estofado?

—No hay más que una clase de estofado —bufó—. Estofado de estofado.

—En realidad, lo que preguntaba es de qué está hecho —insistió Víctor.

—Si tienes que preguntarlo es que no estás lo suficientemente hambriento —intervino Ginger—. Dos estofados, Fruntkin.

Víctor observó cómo el enano vertía en su plato la sustancia color marrón grisáceo. Unos extraños bultos, impulsados por misteriosas corrientes, afloraron un instante antes de hundirse de nuevo, cabía esperar que para siempre.

Borgle pertenecía a la misma escuela de cocina que Escurridizo.

—O estofado, o nada, chaval —rió el cocinero—. Es medio dólar. Bien barato.

Víctor le tendió el dinero de mala gana, y miró a su alrededor buscando a Ginger.

—¡Aquí! —le llamó la chica, que se había sentado junto a una de las largas mesas—. Hola, Thunderfoot. Hola, Breccia, ¿cómo va eso? Éste es Vic. Es nuevo. Hola, Sniddin, no te he visto antes.

Víctor se encontró encajonado entre Ginger y un troll de las montañas que vestía lo que parecía una cota de mallas, pero que resultó ser una cota de mallas al estilo Holy Wood, o sea, una serie de cordeles mal entrelazados pintados de purpurina plateada.

Ginger empezó a charlar animadamente con un gnomo de diez centímetros y un enano que lucía medio disfraz de oso, con lo que Víctor se quedó un tanto aislado.

El troll le sonrió e hizo una mueca señalando su propio plato.

—Y se atreven a decir que esto es pómez —le dijo—. Ni siquiera se molestan en quitar la lava, y la arena no tiene gusto a nada.

Víctor miró el plato del troll.

—No sabía que los trolls comían rocas —dijo sin poder contenerse.

—¿Por qué no?

—¿No es de eso de lo que estáis hechos?

—Sí, pero tú estás hecho de carne, ¿y qué comes?

Víctor clavó la vista en su propio plato.

—Buena pregunta —dijo.

Ginger se volvió hacia ellos.

—Vic está haciendo una peli para Silverfish —explicó a todos—. Parece que va a ser de tres rollos.

Hubo un murmullo generalizado de interés.

Víctor apartó cuidadosamente a un borde del plato algo amarillo y grumoso.

—Decidme una cosa —empezó, pensativo—. Mientras estáis rodando, ¿habéis oído alguna vez… habéis tenido… una especie de sensación… como de estar…? —Se detuvo, titubeante. Todos lo miraban—. Es decir, ¿nunca os habéis sentido como si algo actuara a través de vosotros? No sé de qué otra manera expresarlo.

El resto de los comensales se relajaron.

—Eso es Holy Wood, nada más —le contestó el troll—. Se te mete dentro. Supongo que se debe a toda la creatividad que hay por aquí.

—Pero el ataque que tuviste tú fue de los fuertes —señaló Ginger.

—Es cosa cotidiana —intervino el enano, meditabundo—. Cosas de Holy Wood. La semana pasada, los chicos y yo estábamos trabajando en Historias de los enanos, y de repente todos empezamos a cantar. Así, como si tal cosa. Como si la canción se nos hubiera ocurrido a todos a la vez. ¿Qué os parece?

—¿Qué canción era? —se interesó Ginger.

—Ni idea. La hemos titulado «aivó». Era lo único que decía. «Aivó, aivó».

—Es que, a mí, todas las canciones de los enanos me parecen iguales —gruñó el troll.

 

Eran más de las dos de la tarde cuando volvieron al lugar donde se estaban rodando las imágenes en acción. El operador había quitado la tapa trasera a la caja de imágenes, y estaba rascando el suelo con una pequeña pala.

Escurridizo dormitaba en su silla de lona, con un pañuelo extendido sobre la cara. Pero Silverfish no podía estar más despierto.

—¡Eh, vosotros dos! ¿Dónde estabais? —aulló.

—Tenía hambre —replicó Víctor.

—Pues vas a seguir teniendo hambre, muchacho, porque te juro que…

Escurridizo levantó una esquina del pañuelo.

—Empecemos de una vez —murmuró.

—¡Pero no podemos consentir que los actores nos traten de esta…!

—Primero, acabemos la peli, ya los despedirás luego —zanjó Escurridizo.

—¡De acuerdo! —bufó Silverfish. Blandió un dedo amenazador en dirección a Víctor y a Ginger—. ¡No volveréis a trabajar en esta ciudad!

Mal que bien, se las arreglaron para que la tarde siguiera su curso. Escurridizo ordenó traer un caballo, y dijo varias cosas desagradables al operador porque aún no era posible mover la caja de imágenes. Los demonios se quejaban. De manera que pusieron al caballo ante el agujero de la caja y Víctor se dedicó a saltar arriba y abajo en la silla. Como dijo Escurridizo, con eso bastaba y sobraba para las imágenes en acción.

Después, de mala gana, Silverfish le pagó dos dólares a cada uno y los despidió.

—Se lo contará a los demás alquimistas —gimió Ginger, desanimada—. Y harán piña, como siempre, todos nos tratarán igual.

—A nosotros nos ha dado dos dólares por día, pero los trolls cobran tres —señaló Víctor—. ¿Cómo es eso?

—Porque no hay tantos trolls que quieran hacer imágenes en acción —replicó la chica—. Y un buen operador puede llegar a cobrar seis o siete dólares al día. Los actores no tienen importancia.

Se volvió hacia él y lo miró con ojos llameantes.

—No me iba nada mal —siguió—. Tampoco era una maravilla, pero no me iba mal. Me ofrecían muchos trabajos. Todo el mundo pensaba que se podía confiar en mí. Me estaba haciendo toda una reputación…

—No te puedes hacer una reputación en Holy Wood —dijo Víctor—. Es como construir una casa en un pantano. Nada es real.

—¡Pero a mí me gustaba! ¡Y tú lo has estropeado todo! ¡Ahora seguramente tendré que volver a ese espantoso pueblecito del que quizá no hayas oído hablar! ¡A una mierda de trabajo en la lechería, a ordeñar todo el día! ¡Muchas gracias! ¡Cada vez que le vea el culo a una vaca, me acordaré de ti!

Autore(a)s: