—Y trolls —añadió Víctor, inmutable.
—Oh, dioses. ¿Morry y Galena?
—Morry y Galena. Sólo que Galena ahora se hace llamar Rock.
—¿No iba a llamarse Guijarro?
—Al final se ha decidido por Rock.
Desde detrás de las piedras, les llegó con toda claridad el grito de Silverfish, preguntándose por qué todo el mundo se iba justo cuando más los necesitaba. La chica puso los ojos en blanco.
—Oh, dioses. ¿Y por esto me voy a perder el almuerzo?
—Siempre te queda la posibilidad de comértelo sobre mi frente —replicó Víctor al tiempo que se ponía en pie.
Mientras desclavaba la espada del suelo y la blandía experimentalmente, con bastante más energía de la necesaria, se dio el gustazo de sentir la mirada pensativa de la muchacha clavada en su nuca.
—Tú eres el chico que me paró por la calle, ¿verdad? —preguntó ella.
—Exacto. Y tú eres la chica que iba a rodar —asintió Víctor—. Ya veo que no diste demasiadas vueltas.
La joven lo miró con curiosidad.
—¿Cómo es que has conseguido trabajo tan pronto? La mayor parte de la gente tiene que esperar semanas antes de que llegue su oportunidad.
—Siempre he dicho que las oportunidades están allí donde las encuentras.
—Pero ¿cómo…?
Víctor ya había echado a andar con alegre naturalidad. Ella lo siguió caminando deprisa, con una expresión petulante en el rostro.
—Ah —comentó Silverfish con sarcasmo cuando los vio llegar—. Increíble, increíble, todo el mundo está en su sitio. Muy bien. Empezaremos desde el momento en que el héroe encuentra a la chica atada a la estaca. Lo que tienes que hacer —siguió, dirigiéndose a Víctor—, es desatarla, llevártela y luchar contra el Balgrog, y tú —señaló a la joven—, tú… tú… limítate a seguirle. Tienes que poner cara de rescatada, ¿entendido?
—Eso se me da muy bien —suspiró ella con resignación.
—¡No, no, no! —intervino Escurridizo, con las manos en la cabeza—. ¡Otra vez eso no, por favor!
—¿No es lo que quería? —se sorprendió Silverfish—. Peleas, rescates…
—¡Tiene que haber algo más! —insistió Escurridizo.
—¿Como qué?
—Oh, no sé. Garra, algo que enganche al público.
—¿Aún no tenemos sonido, y ya quieres imágenes en tres dimensiones?
—Todo el mundo hace películas sobre gente que corre, y pelea, y se cae —replicó Escurridizo—. Tiene que haber algo más. He estado viendo lo que se ha hecho en Holy Wood, y todas las películas me parecen iguales.
—Ah, ¿sí? ¡Bueno, pues a mí todas las salchichas me parecen iguales! —le espetó Silverfish.
—¡Es que tienen que ser iguales! ¡Eso es lo que espera la gente!
—Pues yo también les doy lo que esperan. A la gente le gusta ver más de lo mismo que le ha gustado antes. Peleas, persecuciones, todo eso.
—Disculpe, señor Silverfish —le llamó el operador, por encima de los furiosos chirridos de los demonios.
—¿Sí? —bufó Escurridizo.
—Disculpe, señor Escurridizo, pero tengo que darles de comer dentro de un cuarto de hora.
El ex-vendedor de salchichas dejó escapar un gemido.
Más adelante, los recuerdos de Víctor siempre serían confusos en lo relativo a los minutos que siguieron. Así suele ser como funcionan las cosas. Los momentos que cambian tu vida son los que tienen lugar de repente. El momento en que te mueres, por ejemplo.
Recordaba bien que había tenido lugar otra batalla fingida, hasta ahí todo bien, con Morry esgrimiendo un látigo que habría tenido un aspecto temible si el troll hubiera podido controlarlo para que no se le enredara en las piernas constantemente. Y, cuando derrotó al temible Balgrog, que escapó lanzando terribles aullidos y tratando de sujetarse las alas con una mano, se volvió para empezar a cortar las cuerdas que ataban a la chica a la estaca. Sabía que tendría que haber tirado de ella bruscamente hacia la derecha cuando…
… comenzaron los susurros.
No hubo palabras, sino algo que era el corazón de las palabras, algo que atravesó directamente sus orejas y le bajó por la columna vertebral sin molestarse en hacer la parada habitual en el cerebro.
Miró a la chica a los ojos, preguntándose si ella también lo habría oído.
Desde muy lejos, alguien gritaba palabras de verdad. «Venga, date prisa, ¿por qué la miras así?», gritaba Silverfish, y el operador decía, «Si se les pasa la hora de la comida, se ponen imposibles», y Escurridizo respondía, con una voz como el silbido de un cuchillo hendiendo el aire, «No dejes de dar vueltas a esa manivela».
Su visión periférica se hizo nebulosa, y en esa nebulosa había formas que cambiaban antes de que tuviera tiempo de examinarlas más detenidamente. Tan impotente como una mosca en un río de ámbar, tan dueño de su destino como una burbuja de jabón en un huracán, se inclinó hacia la chica y la besó.
Había más palabras y gritos, por detrás del zumbido de sus oídos.
—¿Por qué hace eso, si se puede saber? A ver, ¿le he dicho yo que lo hiciera? ¡Nadie le ha dicho que lo hiciera!
—…y luego tengo que limpiar la caja, y la verdad, no es ningún plato de gusto…
—¿Sigue dando vueltas a esa manivela! ¡Sigue dando vueltas a esa manivela! —gritaba Escurridizo.
—Cielos, ¡mira qué expresión tiene!
—¡Vaya!
—¡Si dejas de dar vueltas a esa manivela, no volverás a trabajar en esta ciudad!
—Oiga, amigo, da la casualidad de que pertenezco al Gremio de Operadores…
—¡No pares! ¡No pares!
Víctor emergió. Los susurros se extinguieron y fueron sustituidos por el ruido del batir lejano de las olas contra los acantilados. El mundo real había vuelto, cálido y punzante, con el sol clavado en el cielo como una medalla por ser un día excelente.
La chica respiró hondo.
—Yo… oye, cuánto lo siento…—balbuceó Víctor, dando un paso atrás—. Te prometo que no sé qué me pasó…
Escurridizo daba saltos de alegría.
—¡Eso es! ¡Eso es! —gritó—. ¿Cuándo podremos tenerlo listo?
—Bueno, como he dicho, tengo que dar de comer a los demonios, y limpiarles la caja…
—Vale, vale… así tendré tiempo para que me dibujen unos cuantos carteles —replicó Escurridizo.
—Ya tengo preparados algunos —señaló Silverfish con tono gélido.
—Estoy seguro, estoy seguro —asintió el ex-vendedor de salchichas, emocionado—. Estoy seguro, y me imagino que dicen algo así como «Son unas imágenes en acción bastante interesantes».
—¿Y qué tiene eso de malo? —quiso saber Silverfish—. ¡Desde luego, son bastante mejores que una maldita salchicha caliente!
—Ya te lo he explicado, cuando quieres vender salchichas, no te quedas ahí esperando a que el cliente quiera salchichas, vas y haces que tenga hambre. Además, les pones mostaza. Y eso es exactamente lo que acaba de hacer este muchacho.
Puso una mano sobre el hombro de Silverfish, y movió la otra en un amplio gesto.
—¿Te lo imaginas? —dijo.
Titubeó un instante. Su cabeza se llenaba de ideas extrañas antes de que tuviera tiempo de que se le ocurrieran. La oleada de emoción y posibilidades lo embriagaba.
—Espadas de pasión —siguió—. Así lo vamos a titular. Nada de poner el nombre de un tipo viejo que seguramente ya ni siquiera está vivo. Espadas de pasión. Eso es. Una Turbulenta Saga de… de Deseo y… y como se llame eso, ¡de Ardor Primario en un Continente Atormentado! ¡Romanticismo! ¡Glamour! ¡En tres emocionantes rollos! Emocionaos con la Lucha a Muerte contra Terribles Monstruos! ¡Apasionaos cuando más de Mil Elefantes…!
—Sólo es una bobina —susurró Silverfish, empecinado.
—¡Pues rueda algo más esta tarde! —rugió Escurridizo, con unos ojos que casi se le salían de las órbitas—. ¡Sólo necesitas más peleas y más monstruos!
—Y, desde luego, no hay ni un solo elefante —insistió el ex-alquimista.
Rock levantó un brazo pétreo.
—¿Sí? —inquirió Silverfish.
—Si hay pintura gris y algo con lo que hacer las orejas, estoy seguro de que Morry y yo…
—Nadie ha hecho nunca una película de tres rollos —señaló Gaffer, reflexionando—. Puede ser peligroso. No sé si se dan cuenta de que durará casi diez minutos. —Meditó un instante—. Supongo que puedo intentar hacer bobinas más largas…
Silverfish tenía conciencia clara de estar muy preocupado.
—Alto un momento… —empezó.
Víctor bajó la vista hacia la chica. En aquel momento, nadie les hacía caso.
—Eh… —titubeó—. Creo que no nos han presentado formalmente.
—Pues eso no ha sido un impedimento para ti —replicó ella.
—Te prometo que no suelo hacer esas cosas. Debo de haber estado… enfermo, o algo así.
—Ah, estupendo. Y se supone que con eso lo arreglas todo, ¿no?
—¿Por qué no nos sentamos a la sombra? Aquí hace mucho calor.
—Se te pusieron los ojos como… como brasas.
—¿De veras?
—Sí, tenían una pinta muy extraña.
—Yo sí que me sentía extraño.
—Lo sé. Es este lugar. Se te mete dentro. No sé si lo sabes —siguió la chica, sentándose en la arena—, pero hay montones de normas hasta para los demonios, el tiempo máximo que los pueden hacer trabajar, qué clase de alimentos deben recibir, todo eso. Pero de nosotros no se ocupa nadie. Incluso los trolls reciben un trato mejor.
—Supongo que se debe a que se pasan el día midiendo dos metros y pesando quinientos kilos —señaló Víctor.
—Me llamo Theda Withel, pero mis amigos me llaman Ginger —siguió la chica.
—Yo me llamo Víctor Tugelbend. Eh… pero mis amigos me llaman Víctor —contestó el joven.
—Es tu primera peli, ¿verdad?
—¿Cómo lo has sabido?
—Porque parecía que te divertías.
—Bueno, es mejor que trabajar, ¿no?
—Ya verás cuando lleves tanto tiempo como yo —dijo ella con amargura.
—¿Desde cuándo estás aquí?
—Casi desde el principio. Unas cinco semanas.
—Cielos. Todo ha sucedido muy deprisa.
—Es lo mejor que ha pasado jamás —señaló sencillamente Ginger.
—Supongo que sí… Oye, ¿se nos permite marcharnos a comer algo? —preguntó Víctor.
—No. De un momento a otro volverán a llamarnos a gritos —respondió ella.
Víctor hizo una mueca. Al fin y al cabo, toda la vida se las había arreglado bastante bien para hacer lo que le daba la gana, eso sí, de una manera tranquila y sin alardes, y no veía ningún motivo para abandonar aquella costumbre, ni siquiera en Holy Wood.
—Pues tendrán que gritar mucho —dijo—. Quiero comer algo, y beber cualquier cosa fresca. Me parece que me ha dado demasiado el sol.
Ginger parecía insegura.
—Bueno, podríamos ir a la cafetería, pero…
—Estupendo. Así me enseñas dónde está.
—Por menos de esto despiden a cualquiera…
—¿Cómo, antes de rodar el tercer rollo?
—Siempre te dicen, «Hay gente de sobra que se muere por entrar en las imágenes en acción», así que…
—Bien. Eso significa que tendrán toda la tarde para encontrar a dos que sean exactamente iguales que nosotros.
Pasó caminando junto a Morry, que también trataba de mantenerse a la sombra de una roca.
—Si alguien nos busca, di que estamos comiendo algo —le pidió.
—¿Qué? ¿Ahora? —se sorprendió el troll.
—Sí —replicó Víctor firmemente, sin detenerse.
Tras él, divisó a Escurridizo y a Silverfish, enzarzados en una acalorada discusión en la que a menudo intervenía el operador, hablando con el tono despreocupado de quien va a cobrar sus seis dólares diarios pase lo que pase.
—… diremos que es una saga épica. ¡La gente hablará de esto durante siglos!
—¡Sí, dirán que fue el fracaso que nos llevó a la bancarrota!
—Sé dónde podemos conseguir unos grabados a color casi a precio de…
—… he estado pensando que a lo mejor, con un poco de cordel, puedo atar unas ruedas a la caja de imágenes para que se mueva por…
—No, la gente dirá que Silverfish es un artista de las imágenes en acción, con el talento suficiente para dar al público lo que el público busca, eso es lo que dirán. Dirán que su nombre marca un comosellame en el medio…
—… y a lo mejor, con una pértiga y un mecanismo de poleas, podríamos maniobrar la caja de imágenes para acercarla más a…
—¿De verdad? ¿En serio?
—Tú confía en mí, Tommy.
—Bueno… de acuerdo. De acuerdo. Pero nada de elefantes. Quiero que eso quede bien claro. Nada de elefantes.
—Me parece muy extraño —dijo el archicanciller—. No son más que unos cuantos elefantes de cerámica. ¿No decías que se trataba de una máquina?
—Es más bien un… un mecanismo —respondió el tesorero, inseguro.
Dio un empujoncito al objeto. Varios de los elefantes de cerámica se balancearon.
—Creo que lo construyó Riktor el Calderero —siguió—. Yo no llegué a conocerlo.
El objeto parecía una vasija grande, muy ornamentada, casi tan alta como un hombre de la altura de una vasija muy alta. Del borde colgaban ocho elefantes de cerámica, suspendidos de cadenitas de bronce. Uno de ellos se balanceó cuando el tesorero lo rozó con el dedo.