Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

—Bueno, si quiere conocer la razón más fundamental —dijo—, es porque realmente pienso que es de mi propiedad.

Un hombre se puede definir por las cosas que odia. Había muchas cosas que el capitán Vimes odiaba. Los asesinos estaban muy cerca del inicio de la lista, justo después de los reyes y los no-muertos.

Aun así, tuvo que admitir que el doctor Cruces se recuperó muy deprisa. Una vez que hubo leído la carta no estalló, protestó o aseguró que era una falsificación. Se limitó a doblarla, se la devolvió a Vimes y dijo, en un tono muy frío:

—Ya veo. El usufructo, al menos.

—Así es. ¿Podría contarme qué es lo que ha estado ocurriendo aquí, por favor?

Vimes era consciente de que otros asesinos estaban entrando en el patio por el agujero en la pared. Todos estaban examinando los escombros con gran atención.

El doctor Cruces titubeó por un instante.

—Fuegos artificiales —dijo.

—Lo que sucedió —dijo Gaspode— fue que alguien puso un dragón metido en una caja justo al lado de la pared que hay dentro del patio, ¿entiendes?, y luego fueron y se escondieron detrás de una de las estatuas y tiraron de un cordel, y un instante después… ¡bum!

—¿Bum?

—Exacto. Entonces nuestro amigo desaparece dentro del agujero durante unos segundos, ¿entiendes?, vuelve a salir de él, trota por el patio y hay asesinos por todas partes y él está entre ellos. Qué demonios. Otro hombre de negro. Nadie se da cuenta, ¿entiendes?

—¿Quieres decir que todavía está ahí dentro?

—¿Cómo voy a saberlo? Capas y capuchas, todo el mundo vestido de negro…

—¿Y cómo es que pudiste llegar a ver todo eso?

—Oh, los miércoles por la noche siempre me paso por el Gremio de Asesinos. Es la noche de la gran parrillada, ¿sabes? —Gaspode suspiró al ver la cara de no entender nada que estaba poniendo Angua—. El miércoles por la noche el cocinero siempre prepara una gran parrillada. La morcilla negra nunca se la come nadie. Así que uno hace una ronda por las cocinas, ¿comprendes?, guau guau, mendigar mendigar, seguro que eres un buen chico, fíjate en ese mamoncete, parece como si entendiera cada palabra que estoy diciendo, vamos a ver qué es lo que tenemos aquí para un perrito bueno…

Por un instante pareció sentirse un poquito avergonzado.

—El orgullo está muy bien, pero una salchicha es una salchicha —dijo.

—¿Fuegos artificiales? —dijo Vimes.

El doctor Cruces parecía un hombre aferrándose a un tronco que flota sobre las aguas de un mar tempestuoso.

—Sí. Fuegos artificiales. Sí, eso. Para celebrar el día del Fundador. Por desgracia, alguien tiró una cerilla encendida que inflamó la caja. —El doctor Cruces sonrió súbitamente—. Mi querido capitán Vimes —dijo, juntando las manos en una rápida palmada—, a pesar de lo mucho que le agradezco su interés, realmente…

—¿Estaban guardados en esa habitación de ahí? —dijo Vimes.

—Sí, pero eso no tiene ninguna importancia…

Vimes fue hacia el agujero en el muro y miró dentro. Un par de Asesinos miraron al doctor Cruces y sus manos fueron distraídamente hacia distintas zonas de sus ropajes. El doctor Cruces sacudió la cabeza. Su cautela quizá hubiese podido tener algo que ver con la manera en que Zanahoria se llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero también pudo ser debida a que los Asesinos tenían un cierto código, después de todo. Matar a alguien cuando no te pagaban por ello era algo deshonroso.

—Parece ser alguna clase de… museo —dijo Vimes—. ¿Recuerdos del Gremio de Asesinos, esa clase de cosas?

—Sí, exactamente. Un poco de esto, un poco de aquello. Ya sabe cómo se van acumulando con el paso de los años.

—Oh. Bueno, entonces todo parece estar en orden —dijo Vimes—. Siento haberle molestado, doctor. Y ahora me iré. Espero que mi visita no le haya causado ningún inconveniente.

—¡Por supuesto que no! Me alegro de haber podido tranquilizarlo al respecto.

Se les acompañó con amable firmeza hacia la puerta.

—Deberían limpiar todos esos cristales —dijo el capitán Vimes, volviendo a dirigir la mirada hacia los escombros—. Alguien podría hacerse daño, con todos esos cristales rotos esparcidos por ahí. No me gustaría ver que uno de los suyos se hace daño.

—Nos ocuparemos de ellos ahora mismo, capitán —dijo el doctor Cruces.

—Bien. Bien. Muchas gracias. —El capitán Vimes se detuvo en la entrada, y luego se dio en la frente con la palma de la mano—. Lo siento, discúlpeme, pero estos días tengo la mente como un colador… ¿Qué fue lo que me dijo que habían robado?

Ni un solo músculo o tendón se movió en el rostro del doctor Cruces.

—Yo no he dicho que hubieran robado nada, capitán Vimes.

Vimes lo miró con la boca abierta durante un momento.

—¡Claro! ¡Lo siento! Por supuesto, usted no… Le pido disculpas… Sí, supongo que el trabajo está empezando a poder conmigo. Bueno, pues, en ese caso, me voy.

La puerta se cerró en su cara.

—Muy bien —dijo Vimes.

—Capitán, ¿por qué…? —empezó a decir Zanahoria.

Vimes levantó una mano.

—Bueno, pues entonces ya ha quedado todo aclarado —dijo, hablando en un tono ligeramente más alto de lo necesario—. No hay nada de que preocuparse. Volvamos al Yard. ¿Dónde está la guardia interina Comosellame?

—Aquí, capitán —dijo Angua, saliendo del callejón.

—Escondiéndose, ¿eh? ¿Y qué es eso?

—Guau guau gañido gañido.

—Es un perrito, capitán.

—Oh, cielos.

Los ecos del repiqueteo corroído de la gran Campana de Inhumación resonaban por todo el Gremio de Asesinos. Figuras vestidas de negro acudían corriendo procedentes de todas las direcciones, empujándose unas a otras en su prisa por llegar al patio.

El consejo del Gremio de Asesinos se apresuró a reunirse delante del despacho del doctor Cruces. Su delegado, el señor Downey, llamó vacilantemente a la puerta.

—Adelante.

Los integrantes del consejo entraron.

El despacho de Cruces era la estancia más grande del edificio. Los visitantes siempre encontraban poco apropiado que el Gremio de Asesinos tuviera una sede tan luminosa, aireada y bien diseñada, que se parecía más a las instalaciones de un club de caballeros que a un edificio donde la muerte era planeada regularmente cada día.

Alegres estampas de caza cubrían las paredes, aunque, cuando las mirabas de cerca, veías que las presas no eran ciervos o zorros. También había unos cuantos grabados de grupo —y, más recientemente, las iconografías inventadas todavía no hacía mucho tiempo— del Gremio de Asesinos, hileras de rostros sonrientes encima de cuerpos vestidos de negro y los miembros más jóvenes sentados en el suelo con las piernas cruzadas, uno de ellos haciendo una mueca.[6]

En un extremo de la estancia estaba la gran mesa de caoba a la que se sentaban los ancianos del Gremio de Asesinos durante su sesión semanal. El otro lado de la estancia contenía la biblioteca privada de Cruces, y un pequeño banco de trabajo. Encima del banco había un gabinete del tipo que usaban los boticarios, formado por centenares de cajoncitos. Los nombres en las etiquetas de los cajoncitos estaban escritos en el código de los asesinos, pero los visitantes de fuera del gremio a esas alturas generalmente ya tenían los nervios lo bastante de punta como para no aceptar una copa.

Cuatro columnas de granito negro sostenían el techo. Se había tallado en ellas los nombres de asesinos famosos de la historia. Cruces tenía su escritorio situado entre las cuatro columnas. Ahora estaba de pie detrás de él, con su expresión casi tan impenetrable como la madera del escritorio.

—Quiero que se pase lista —dijo con brusquedad—. ¿Ha salido alguien del recinto gremial?

—No, señor.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Los guardias de los tejados de la calle Filigrana dicen que nadie entró o salió, señor.

—¿Y quién les está vigilando a ellos?

—Se están vigilando los unos a los otros, señor.

—Muy bien. Escúcheme con atención. Quiero que limpien todo este desorden. Si alguien necesita salir del edificio, quiero que todo el mundo sea sometido a vigilancia. Y después el recinto entero será registrado de arriba abajo, ¿comprende?

—¿En busca de qué, doctor? —preguntó un catedrático de primero de venenos.

—De… cualquier cosa que esté escondida. Si encuentran algo y no saben qué es, llamen inmediatamente a un miembro del consejo. Y no lo toquen.

—Pero, doctor, hay toda clase de cosas escondidas…

—Esta será diferente, ¿comprende?

—No, señor.

—Bien. Y nadie tiene que hablarle de esto a la dichosa Guardia. Tú, muchacho… tráeme mi sombrero. —El doctor Cruces suspiró—. Supongo que tendré que ir a contárselo al patricio.

—Qué se le va a hacer, señor.

El capitán no dijo nada hasta que estuvieron cruzando el Puente de Latón.

—Bueno, cabo Zanahoria —dijo entonces—, ya sabe que siempre le he dicho que la observación es muy importante.

—Sí, capitán. Siempre he prestado mucha atención a sus observaciones acerca del tema.

—Bien, ¿y qué fue lo que observó usted?

—Alguien rompió un espejo. Todo el mundo sabe que a los Asesinos les gustan mucho los espejos. Pero si aquello era un museo, ¿por qué había un espejo allí?

—¿Por favor, señor?

—¿Quién ha dicho eso?

—Aquí abajo, señor. El guardia interino Cuddy.

—Oh, sí. ¿Sí?

—Yo entiendo un poco de fuegos artificiales, señor. Hay un cierto olor que siempre se produce después de los fuegos artificiales. Y no lo olí, señor. Olí otra cosa.

—Bien… olido, Cuddy.

—Y había trozos de cuerda quemada y poleas.

—Yo olí a dragón-dijo Vimes.

—¿Está seguro, capitán?

—Confíe en mí.

Vimes torció el gesto. Si pasabas aunque solo fuese unos momentos en compañía de lady Ramkin, no tardabas en descubrir a qué olían los dragones. Si algo te pone la cabeza en el regazo mientras estás cenando, tú no dices nada y te limitas a ir pasándole trocitos de comida mientras te aferras a la esperanza de que no le dará hipo.

—En esa habitación había una vitrina de cristal —dijo—. La rompieron para abrirla. ¡Ja! Alguien robó algo. Había un trozo de tarjeta entre el polvo, pero alguien tuvo que recogerla mientras el viejo Cruces estaba hablando conmigo. Daría cien dólares por saber lo que ponía en esa tarjeta.

—¿Por qué, capitán? —dijo el cabo Zanahoria.

—Porque ese bastardo de Cruces no quería que lo supiese.

—Sé qué es lo que podría haber abierto ese agujero —dijo Angua.

—¿El qué?

—Un dragón al estallar.

Siguieron andando en un perplejo silencio.

—Eso podría haberlo hecho, señor —dijo Zanahoria lealmente—. Esos pequeños demonios son capaces de estallar en cuanto oyen que a alguien se le cae un casco.

—Un dragón —murmuró Vimes—. ¿Qué le hace pensar que fue un dragón, guardia interina Angua?

Angua titubeó. «Un perro me lo dijo», pensó, no era el tipo de respuesta que podía hacer progresar su carrera dentro del cuerpo policial tal como estaban las cosas.

—¿Intuición femenina? —sugirió.

—Y supongo que no se atrevería a hacer ninguna conjetura intuitiva acerca de qué fue robado, ¿verdad? —dijo Vimes.

Angua se encogió de hombros. Zanahoria se fijó en la manera tan interesante en que se le movía el pecho al hacerlo.

—¿Algo que los asesinos querían tener guardado allí donde pudieran mirarlo? —dijo Angua.

—Oh, sí —dijo Vimes—. Y supongo que lo próximo que me dirá será que este perro lo vio todo, ¿verdad?

—¿Guau?

Edward de M’uerthe corrió las cortinas, le echó el pestillo a la puerta y se apoyó en ella. ¡Había sido muy fácil!

Había dejado el paquete encima de la mesa. Era delgado, y tendría cosa de un metro y veinte de largo.

Lo desenvolvió con mucho cuidado, y… allí… estaba.

Se parecía mucho al dibujo. Muy típico de aquel hombre: una página entera llena de meticulosos dibujos de ballestas, y aquello en el margen, como si apenas importara.

¡Era tan simple! ¿Por qué esconderlo? Probablemente porque la gente le tenía miedo. La gente siempre le tenía miedo al poder. Hacía que se pusieran nerviosos.

Edward lo cogió, lo sostuvo durante un rato, y descubrió que parecía adaptarse muy cómodamente a su brazo y su hombro.

Eres mío.

Y ese, más o menos, fue el fin de Edward de M’uerthe. Algo todavía continuó existiendo durante un tiempo, pero lo que era, y cómo pensaba, ya no eran enteramente humanos.

Casi era mediodía. El sargento Colon había llevado a los nuevos reclutas a los topes de arquería en la calle Topes.

Vimes fue de patrulla con Zanahoria.

Sentía que algo estaba a punto de derramarse con un súbito hervor dentro de él. Algo estaba rozando las puntas de sus instintos corroídos pero todavía bastante activos, tratando de atraer su atención. Vimes necesitaba moverse, y Zanahoria tuvo que sudar bastante para que no le dejara atrás.

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