Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

Vimes quería evitar eso. Y ahora el destino le estaba ofreciendo un auténtico cuento de hadas.

Pues claro que ya sabía que lady Sybil Ramkin era rica. Pero no había esperado que le citaran en el despacho del señor Morecombe.

El señor Morecombe llevaba mucho tiempo siendo el abogado de la familia Ramkin. De hecho, llevaba siglos siéndolo. El señor Morecombe era un vampiro.

A Vimes no le gustaban nada los vampiros. Cuando estaban sobrios, los enanos eran unos pequeños mamones que respetaban la ley, e incluso los trolls podían pasar por buenos si no los perdías de vista. Pero todos los no-muertos hacían que a Vimes le picara el cuello. Lo de vivir y dejar vivir estaba muy bien, pero cuando pensabas en ello de una manera lógica enseguida descubrías que había un pequeño problema, precisamente allí donde Vimes sentía ese picor.

El señor Morecombe era flaco y larguirucho como una tortuga, y muy pálido. Había tardado eras en ir al grano y cuando por fin llegó a él, el grano dejó clavado a Vimes en su asiento.

—¿Cuánto ha dicho?

—Ejem. Creo estar en lo cierto al decir que las propiedades, incluidas las granjas, las áreas de desarrollo urbano, y la pequeña parcela de estado irreal situada cerca de la Universidad, en conjunto valen aproximadamente… siete millones de dólares al año. Sí. Siete millones estimados según el valor actual, diría yo.

—¿Y es todo mío?

—Desde el momento en que contraiga matrimonio con lady Sybil. Aunque en esta carta ella me da instrucciones de que usted debe tener acceso a todas sus cuentas a partir del momento actual.

Aquellos ojos muertos que parecían perlas habían estado observando a Vimes con mucha atención.

—Lady Sybil —dijo— posee aproximadamente una décima parte de Ankh, y tiene extensas propiedades en Morpork, a lo que, naturalmente, hay que añadir considerables tierras de labor en…

—Pero… pero… las poseeremos juntos…

—Lady Sybil se ha mostrado muy clara al respecto. Ella le cede todas las propiedades de la familia a usted en tanto que esposo suyo. Lady Sybil tiene una manera un tanto… anticuada de ver las cosas.

Deslizó un papel doblado por encima de la mesa. Vimes lo cogió, lo desdobló y lo miró.

—En el caso de que usted falleciera antes que lady Sybil —siguió diciendo el señor Morecombe con su monótona vocecita—, entonces naturalmente todo volvería a ella según es costumbre legal en el matrimonio. O a cualquier fruto de la unión, naturalmente.

Vimes ni siquiera dijo nada en aquel momento. Se limitó a sentir cómo la boca se le abría de repente y pequeñas áreas de su cerebro se fusionaban entre sí.

—Lady Sybil —dijo el abogado, con sus palabras proviniendo de muy lejos—, si bien ya no es tan joven como antes, goza de una salud realmente magnífica y no hay ninguna razón por la que no deba…

Vimes había pasado el resto de la entrevista funcionando en automático.

Ahora apenas si podía pensar en ello. Cuando lo intentaba, sus pensamientos se apresuraban a alejarse de ese tema. Y, como le ocurría siempre que el mundo se volvía excesivo para él, sus pensamientos echaban a correr en otra dirección.

Vimes abrió el cajón de abajo de su escritorio y contempló la reluciente botella de Magnífico Whisky Abrazodeoso. Vimes no estaba muy seguro de cómo había llegado hasta allí. Por una cosa o por otra, nunca había encontrado el momento de sacarla y tirarla a la basura.

Vuelve a empezar con eso y nunca verás el retiro. Mantente fiel a los puros.

Cerró el cajón, se recostó en su asiento y sacó del bolsillo un puro a medio fumar.

Y de todas maneras, los guardias de ahora quizá ya no eran tan buenos. Política. ¡Ja! Guardias como el viejo Kepple se revolverían en sus tumbas si supieran que la Guardia había aceptado a una muj…

Y el mundo estalló.

La ventana salió despedida hacia dentro, rociando de fragmentos la pared detrás del escritorio de Vimes y haciéndole un corte en una oreja.

Vimes se tiró al suelo y rodó debajo de su escritorio.

¡Bueno, hasta ahí podíamos llegar! Si de Vimes dependía, los alquimistas habían volado su casa gremial por última vez…

Pero cuando miró por encima del alféizar de la ventana vio, al otro lado del río, la columna de humo que se elevaba por encima del Gremio de Asesinos…

El resto de la Guardia vino trotando por la calle Filigrana en el mismo instante en que Vimes llegaba a la entrada del Gremio de Asesinos. Un par de Asesinos vestidos de negro le cortaron el paso, de una manera muy cortés que aun así indicaba claramente que la descortesía era una opción futura. Hubo sonidos de pies que se apresuraban detrás de las puertas.

—¿Ves esta placa? ¿La ves? —quiso saber Vimes.

—Aun así, esto es propiedad del Gremio —dijo el Asesino.

—¡Déjanos entrar, en el nombre de la ley! —aulló Vimes.

El Asesino le sonrió nerviosamente.

—La ley dice que dentro de los muros de cada Gremio prevalece la ley gremial —replicó.

Vimes le miró fijamente. Pero era cierto. Las leyes de la ciudad, tal como eran actualmente, acababan fuera de las casas de los gremios. Los gremios tenían sus propias leyes. El gremio era dueño de…

Se detuvo.

Detrás de él, la guardia interina Angua se agachó y recogió un trozo de vidrio del suelo.

Luego removió los restos con el pie.

Y entonces su mirada se encontró con la de un pequeño chucho que no tenía nada de particular y que la estaba observando muy atentamente desde debajo de un carro. De hecho, decir que aquel chucho no tenía nada de particular era una descripción muy poco acertada. Parecía un montón de halitosis pegado a un hocico húmedo.

—Guau, guau —dijo el perro, con un cierto aire de aburrimiento—. Guau, guau, guau, y grrr, grrr.

El perro trotó hacia la entrada de un callejón. Angua miró en torno a ella, y lo siguió. El resto del destacamento se había detenido alrededor de Vimes, quien estaba muy quieto y no decía nada.

—Tráeme al Maestro de Asesinos —dijo de pronto—. ¡Ahora!

El joven Asesino trató de burlarse.

—¡Ja! Su uniforme no me asusta —dijo.

Vimes bajó la mirada hacia su coraza, llena de abolladuras y su gastada cota de mallas.

—Tienes razón -dijo—. Este uniforme no da ningún miedo. Lo siento. Cabo Zanahoria y guardia interino Detritus, den un paso al frente.

El Asesino fue súbitamente consciente de que algo estaba tapando el sol.

—En cambio, y creo que en eso estarás de acuerdo conmigo —dijo Vimes desde algún lugar detrás del eclipse—, estos uniformes sí que dan miedo.

El Asesino asintió muy despacio. Él no había pedido aquello. Normalmente nunca había ningún guardia enfrente del Gremio de Asesinos. ¿Qué sentido habría tenido eso? En sus ropas negras de corte exquisito, tenía guardados al menos dieciocho artilugios para matar gente, pero estaba empezando a darse cuenta de que el guardia interino Detritus tenía uno al final de cada brazo. Más a mano que él, por así decirlo.

—Yo, ejem, en ese caso y si les parece bien, iré a buscar al Maestro-dijo.

Zanahoria se inclinó hacia abajo.

—Gracias por su cooperación —dijo solemnemente.

Angua miró al perro. El perro la miró a ella.

Acto seguido, el perro se sentó en el suelo y se rascó furiosamente una oreja, y Angua se puso en cuclillas delante de él.

Mirando en torno a ella para asegurarse de que nadie podía verlos, Angua ladró una pregunta.

—No te molestes —dijo el perro.

— ¿Puedes hablar?

—Bah. Eso no es algo que requiera mucha inteligencia —dijo el perro—. Y tampoco se necesita tener mucha inteligencia para ver lo que eres.

Angua puso cara de pánico.

—¿Dónde se nota?

—Es el olor, chica. ¿Qué pasa, es que no has aprendido nada? Pues te aseguro que hueles a una legua de distancia. Y yo pensé: Oh-jo-jó, ¿qué está haciendo una de ellos en la Guardia, eh?

Angua agitó frenéticamente un dedo.

—¡Si se lo dices a alguien…!

El perro pareció bastante más apenado de lo normal.

—Nadie me escucharía-dijo.

—¿Porqué no?

—Pues porque todo el mundo sabe que los perros no pueden hablar. Me oyen, ¿sabes?, pero a menos que las cosas se pongan realmente duras, siempre se limitan a creer que están pensando para sí mismos. —El perrito suspiró—. Confía en mí. Sé de qué estoy hablando. He leído libros. Bueno… he masticado libros.

Volvió a rascarse una oreja.

—Me parece que podríamos ayudarnos el uno al otro… —dijo después.

—¿De qué manera?

—Bueno, podrías indicarme por dónde se va a un kilo de bistec. Eso hace auténticas maravillas con mi memoria, el bistec. La deja de lo más limpia.

Angua frunció el ceño.

—A la gente no le gusta nada la palabra «chantaje» —dijo.

—No es la única palabra que no les gusta —dijo el perro—. Tomemos mi caso, por ejemplo. Tengo inteligencia crónica. ¿Le sirve eso de algo a un perro? ¿Pedí tenerla? Pues no, créeme. Da la casualidad de que encontré un sitio cómodo donde pasar mis noches junto al edificio de Magia de Altas Energías en la Universidad. Nadie me dijo nada acerca de toda aquella dichosa magia que se iba filtrando fuera todo el rato y cuando abro los ojos, lo primero que noto es que la cabeza me empieza a sisear como una dosis de sales digestivas, oh-oh, pienso yo, ya estamos otra vez, hola conceptualización abstracta y vamos allá con lo del desarrollo intelectual… ¿De qué demonios me sirve eso a mí? La última vez que ocurrió, terminé salvando el mundo de unos horribles comosellamen llegados de las Dimensiones Mazmorra, ¿y alguien me dio las gracias por ello? ¿Qué Perro Tan Bueno, Dadle Un Hueso? Jua, jua. —Extendió una pata pelada—. Me llamo Gaspode. Algo por el estilo suele ocurrirme una vez a la semana. Aparte de eso, solo soy un perro.

Angua se dio por vencida. Tomó entre sus dedos aquella extremidad comida por las polillas y la estrechó.

—Yo me llamo Angua —dijo—. Ya sabes lo que soy.

—Ya se me ha olvidado —dijo Gaspode.

El capitán Vimes contemplaba los escombros esparcidos por todo el patio desde un agujero en una de las habitaciones de la planta baja. Todas las ventanas que lo rodeaban habían quedado hechas añicos, y había un montón de cristales por el suelo. Eran cristales de espejo. Los asesinos eran notoriamente vanidosos, claro está, pero los espejos estarían en las habitaciones, ¿no? No era normal que hubiese tanto cristal fuera. El cristal se soplaba, no se hacía explotar.

Vio cómo el guardia interino Cuddy se agachaba y cogía un par de poleas unidas a un trozo de cuerda, el cual estaba quemado por un extremo.

Había un rectángulo de cartulina entre los restos.

Los pelos se erizaron en el dorso de la mano de Vimes.

Olió podredumbre en el aire.

Vimes habría sido el primero en admitir que no era un buen policía, pero con toda seguridad no hubiese tenido que hacerlo porque montones de otras personas lo habrían admitido de buena gana por él. Había en él cierto núcleo de terca determinación que ponía muy nerviosa a la gente importante, y cualquiera que ponga nerviosa a la gente importante se convierte automáticamente en un mal policía. Pero había desarrollado ciertos instintos. No podías vivir en las calles de una ciudad durante toda tu vida sin ellos. De la misma manera en que toda la jungla cambia sutilmente ante el acercamiento todavía distante de un cazador, ahora acababa de producirse una alteración en el pulso de la ciudad.

Allí estaba ocurriendo algo, algo malo, y él no conseguía llegar a ver lo que era. Empezó a inclinarse hacia el suelo…

—¿Qué significa esto?

Vimes se incorporó. No se volvió.

—Sargento Colon, quiero que vuelva a la Casa de la Guardia con Nobby y Detritus —dijo—. Cabo Zanahoria y guardia interina Angua, ustedes se quedan conmigo.

—¡Sí, señor! —dijo el sargento Colon, dando un ruidoso taconazo en el suelo y saludando marcialmente para fastidiar a los asesinos. Vimes le devolvió el saludo.

Después se volvió.

—Ah, doctor Cruces —dijo.

El Maestro de Asesinos estaba blanco de ira, lo cual creaba un bonito contraste con el negro extremadísimo de su ropa.

—¡Nadie le ha pedido que viniera! —dijo—. ¿Qué le da el derecho a estar aquí, señor policía, yendo de un lado a otro como si todo este sitio fuera de su propiedad?

Vimes se quedó inmóvil mientras su corazón cantaba de alegría. Saboreó el momento. Le hubiese gustado poder coger aquel momento y guardarlo dentro de un gran libro, para que cuando fuese viejo pudiera volver a sacarlo ocasionalmente de entre sus páginas y recordarlo.

Luego metió la mano debajo de su coraza y sacó la carta del abogado.

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