La razón por la que los ricos eran ricos, razonaba Vimes, era que se las arreglaban para gastar menos dinero.
Tomemos el caso de las botas, por ejemplo. Él ganaba treinta y ocho dólares al mes más complementos. Un par de botas de cuero realmente buenas costaba cincuenta dólares. Pero un par de botas, las que aguantaban más o menos bien durante una o dos estaciones y luego empezaban a llenarse de agua en cuanto cedía el cartón, costaban alrededor de diez dólares. Aquella era la clase de botas que Vimes compraba siempre, y las llevaba hasta que las suelas se quedaban tan delgadas que le era posible decir en qué lugar de Ankh-Morpork se encontraba durante una noche de niebla solo por el tacto de los adoquines.
Pero el asunto era que las botas realmente buenas duraban años y años. Un hombre que podía permitirse gastar cincuenta dólares disponía de un par de botas que seguirían manteniéndole los pies secos dentro de diez años, mientras que un pobre que solo podía permitirse comprar botas baratas se habría gastado cien dólares en botas durante el mismo tiempo y seguiría teniendo los pies mojados.
Esa era la teoría «Botas» de la injusticia socioeconómica del capitán Samuel Vimes.
En realidad, todo se reducía a que Sybil Ramkin rara vez tenía que comprar nada. La mansión estaba repleta de todos aquellos muebles enormes y sólidos que habían comprado sus antepasados. Nunca se gastaban. Sybil tenía cajas enteras llenas de joyas que simplemente parecían haber ido acumulándose a lo largo de los siglos. Vimes había visto una bodega en la que un regimiento entero de espeleólogos habría podido emborracharse tan a gusto que no les habría importado que se hubieran perdido sin dejar rastro.
Lady Sybil Ramkin vivía muy cómodamente el día a día gastando, estimaba Vimes, aproximadamente la mitad de lo que gastaba él. Pero ella gastaba mucho más en dragones.
El Santuario Rayo de Sol para Dragones Enfermos estaba edificado con paredes muy gruesas y un techo muy, muy ligero, una idiosincrasia arquitectónica que, aparte de allí, normalmente solo se encontraba presente en las fábricas de fuegos artificiales.
Y esto se debía a que la condición natural del dragón de pantano común es la de hallarse crónicamente enfermo, y el estado natural de un dragón que no goza de buena salud es el de encontrarse laminado por encima de las paredes, el suelo y el techo de cualquiera que sea la habitación en la que se halla. Un dragón de pantano es una fábrica química peligrosamente inestable y pésimamente gestionada a un solo paso del desastre. Dicho paso, además, es muy pequeño.
Se ha especulado con que el hábito de estallar violentamente cuando están enfadados, excitados, asustados o meramente aburridos es un rasgo de supervivencia[3] desarrollado para desanimar a los depredadores. Come dragones, proclama dicha peculiaridad, y tendrás un caso de indigestión para el que resultará más que apropiado emplear términos como «radio de la onda expansiva».
Por consiguiente, Vimes abrió la puerta con mucho cuidado. El olor a dragones le envolvió. Era un olor muy poco habitual, incluso para los estándares de Ankh-Morpork, e hizo pensar a Vimes en un estanque que se hubiera utilizado durante varios años para verter desperdicios químicos y luego hubiese sido drenado.
Unos dragones pequeños le silbaron y le chillaron desde los apriscos que había a cada lado del sendero. Varios chorros de llamas causados por la excitación le chamuscaron los pelos en la parte de las pantorrillas que Vimes llevaba al aire.
Encontró a Sybil Ramkin con un par de integrantes de la miscelánea de mujeres jóvenes ataviadas con pantalones de montar que ayudaban a llevar el Santuario. Generalmente se llamaban Sara o Emma, y a Vimes le parecía que todas tenían exactamente el mismo aspecto. Las tres se estaban debatiendo con lo que parecía ser un saco airado. Sybil levantó la vista cuando Vimes fue hacia ellas.
—Ah, aquí tenemos a Sam —dijo—. Hazme un favor y sujeta esto.
El saco cayó en los brazos de Vimes. En ese mismo instante, una garra surgió del fondo del saco y arañó la coraza de Vimes en un animoso intento de sacarle las entrañas. Una cabeza de orejas puntiagudas se abrió paso por el otro extremo del saco, dos relucientes ojos rojizos se clavaron brevemente en Vimes, una boca llena de dientes en forma de sierra se abrió de golpe, y una ráfaga de vapor maloliente se esparció sobre él.
Lady Ramkin agarró triunfalmente la mandíbula inferior del pequeño dragón y le metió el otro brazo garganta abajo, introduciéndolo hasta el codo.
—¡Te pillé! —Se volvió hacia Vimes, quien todavía estaba paralizado por el estupor—. El muy diablillo no quiere tomarse su tableta de piedra caliza. Traga. ¡Traga! ¡Eso es! ¿Quién es un buen chico? Ahora ya puedes soltarlo, Sam.
El saco resbaló de los brazos de Vimes.
—Un caso bastante serio de Cólicos Sin Llamas —dijo lady Ramkin—. Espero que lo hayamos cogido a tiempo…
El dragón terminó de salirse del saco abriéndolo a zarpazos y miró alrededor en busca de algo que incinerar. Todos intentaron quitarse de en medio.
Entonces al dragón se le cruzaron los ojos, y eructó.
La tableta de piedra caliza rebotó en la pared de enfrente con un chasquido seco.
—¡Todo el mundo al suelo!
Todos saltaron en busca del cobijo que podían llegar a proporcionar un pequeño abrevadero y un montón de ladrillos vítreos.
El dragón volvió a eructar, y puso cara de perplejidad. Luego estalló.
Los cuatro levantaron las cabezas en cuanto el humo se hubo despejado y contemplaron el pequeño y triste cráter.
Lady Ramkin sacó un pañuelo de un bolsillo de su mono de cuero y se sonó la nariz.
—Pobre mamoncete —dijo—. Oh, bueno. ¿Qué tal estás, Sam? ¿Has ido a ver a Havelock?
Vimes asintió. Por muchos años que viviera, pensó, nunca llegaría a acostumbrarse a la idea de que el patricio de Ankh-Morpork tuviera un nombre propio, o a la de que alguien pudiera haber llegado a conocerle lo bastante bien para llamarle por él.
—He estado pensando en esa cena de mañana por la noche —dijo desesperadamente—. Verás, el caso es que realmente no creo que pueda…
—No seas bobo —dijo lady Ramkin—. Lo pasarás bien. Ya va siendo hora de que conozcas a las Personas Apropiadas. Lo sabes, ¿verdad?
Vimes asintió con expresión abatida.
—Entonces te esperamos en casa a las ocho —dijo ella—. Y no pongas esa cara. Te ayudará tremendamente. Vales demasiado para pasarte las noches dando vueltas por oscuras callejas mojadas. Ya va siendo hora de que salgas al mundo.
Vimes hubiese querido decir que a él le gustaba dar vueltas por oscuras callejas mojadas, pero no habría servido de nada. En realidad tampoco le gustaba tanto. Simplemente era lo que siempre había hecho. Pensaba en su placa de la misma manera en que pensaba en su nariz. Ni la amaba ni la odiaba. Simplemente era su placa.
—Bueno, pues entonces espabila. Será terriblemente divertido. ¿Tienes un pañuelo?
Vimes fue presa del pánico.
—¿Qué?
—Dámelo —dijo ella, y luego lo acercó a la boca de Vimes—. Escupe… —ordenó.
Le quitó una mancha que tenía en la mejilla. Una de las Emmas Intercambiables soltó una risita que sonó justo lo bastante alta para poder oírse. Lady Ramkin no le prestó ninguna atención.
—Ya está —dijo—. Bueno, eso está mejor. Ahora ya puedes irte a hacer que las calles sean seguras para todos nosotros. Y si quieres hacer algo realmente útil, podrías encontrar a Regordete.
—¿Regordete?
—Anoche se escapó de su aprisco.
—¿Un dragón?
Vimes gimió y sacó de su bolsillo un puro barato. Los dragones de pantano estaban empezando a convertirse en una pequeña molestia dentro de la ciudad, y eso ponía muy furiosa a lady Ramkin. La gente los compraba cuando medían quince centímetros de largo y eran una manera encantadora de encender fuegos pequeños y después, cuando ya estaban empezando a quemar los muebles e iban dejando agujeros corrosivos en la alfombra, el suelo y el techo del sótano que había debajo de él, se les expulsaba de la casa para que se buscaran la vida por su cuenta.
—Lo rescatamos de un herrero en la calle Fácil —dijo lady Ramkin—. Yo le dije a ese buen hombre que podía utilizar una forja, igual que hacían todos los demás. Pobre cosita…
—Regordete —dijo Vimes—. ¿Tienes una cerilla?
—Lleva un collar azul —dijo lady Ramkin.
—Sí, de acuerdo.
—Te seguirá igual que una ovejita si piensa que llevas encima una galleta de carbón de leña.
—De acuerdo —dijo Vimes mientras se palpaba los bolsillos.
—Están un poquito sobreexcitados con todo este calor que hace.
Vimes metió la mano en un aprisco de dragoncitos recién salidos del huevo y cogió a uno de ellos, que empezó a batir excitadamente sus rechonchas alitas. Luego soltó un breve chorro de llama azulada. Vimes inhaló rápidamente.
—Sam, realmente me gustaría que no hicieras eso.
—Lo siento.
—Así que si pudieras hacer que el joven Zanahoria y ese simpatiquísimo cabo Nobbs mantuvieran los ojos bien abiertos por si…
—No hay problema.
Por alguna razón inexplicable, lady Sybil, que en cualquier otro aspecto tenía una vista excelente, insistía en pensar que el cabo Nobbs era un bribonzuelo encantadoramente descarado. Eso siempre había tenido perplejo a Sam Vimes. Tenía que ser la atracción de los opuestos. El molde del que habían salido los Ramkin hubiese hecho palidecer de envidia al mejor panadero de Ankh-Morpork, mientras que el cabo Nobbs había sido descalificado de la carrera evolutiva por empujar a los competidores y tratar de ponerles la zancadilla.
Mientras Vimes se alejaba calle abajo con sus viejas prendas de cuero, su cota de malla oxidada y el casco firmemente calado en la cabeza, y con el roce de los adoquines a través de las suelas gastadas de sus botas diciéndole que estaba en el callejón del Acre, nadie hubiese creído que estaba viendo a un hombre que no tardaría en contraer matrimonio con la mujer más rica de Ankh-Morpork.
Regordete no era un dragón feliz.
Echaba de menos la fragua. La fragua le gustaba mucho. Allí disponía de todo el carbón que podía llegar a comer y el herrero tampoco había sido un hombre particularmente duro. Regordete no le había pedido gran cosa a la vida, y había obtenido lo poco que pedía.
Y entonces aquella mujer tan enorme se le había llevado de allí y le había metido dentro de un aprisco. Había otros dragones alrededor. A Regordete no le gustaban demasiado los otros dragones. Y la gente le daba un carbón extraño.
Regordete se sintió muy complacido cuando alguien le sacó del aprisco en plena noche. Pensó que iba a volver con el herrero.
Ahora estaba empezando a caer en la cuenta de que aquello no iba a suceder. Se encontraba dentro de una caja, le estaban llevando a algún sitio sacudiéndole de un lado a otro, y ahora sí que estaba empezando a enfadarse…
El sargento Colon se abanicó con su tablilla para los papeles, y luego miró fijamente a los guardias reunidos ante él.
Tosió.
—Bueno, gente — dijo —, sentaos.
—Ya estamos sentados, Fred — dijo el cabo Nobbs.
—Tienes que llamarme sargento, Nobby — dijo el sargento Colon.
—Y de todas maneras, ¿para qué tenemos que sentarnos? Antes no hacíamos todo esto. Me siento un poco memo, sentado aquí, oyéndote hablar de…
—Ahora que somos más, tenemos que hacer las cosas como es debido — dijo el sargento Colon —. ¡Bien! Ejem. Bien. De acuerdo. Hoy damos la bienvenida al guardia interino Detritus… ¡no saludes!, y al guardia interino Cuddy, así como también a la guardia interina Angua. Esperamos que tendréis una larga y… ¿Qué es eso que tiene ahí, Cuddy?
—¿El qué? — preguntó Cuddy, inocentemente.
—No he podido evitar darme cuenta de que sigue teniendo ahí lo que parece ser un hacha arrojadiza de doble hoja, guardia interino Cuddy, y eso a pesar de todo lo que les he confiado anteriormente con respecto a las reglas de la Guardia.
—¿Un arma cultural, sargento? — dijo Cuddy con voz esperanzada.
—Puede dejarla en su casilla. Los guardias llevan una espada de hoja corta y una porra.
Con la excepción de Detritus, añadió mentalmente. En primer lugar, porque empuñada por la enorme mano del troll incluso la espada más larga parecía un mondadientes, y en segundo lugar, porque hasta que hubieran conseguido resolver el problema del saludo, Colon no estaba dispuesto a ver cómo un miembro de la Guardia se clavaba la mano en su propia oreja. Detritus tendría una porra, y le encantaría tenerla. Aun así, probablemente conseguiría matarse a porrazos.