El cañón volvió a subir, apuntado hacia la frente de Cruces.
—Pero cuando las campanas dejen de sonar-dijo Vimes suavemente—, ya no seré un guardia.
¡Pégale un tiro!¡PÉGALE UN TIRO!
Vimes se metió la culata del debólver debajo del brazo, de tal manera que le quedase una mano libre.
—Lo haremos siguiendo las reglas —dijo—. Siguiendo las reglas, sí. Hay que hacerlo siguiendo las reglas.
Sin bajar la vista, arrancó su placa de los restos de su chaqueta. Incluso a través del barro, el cobre todavía brillaba. Vimes siempre la mantenía muy limpia. Cuando la hizo girar una o dos veces, igual que si fuera una moneda, el cobre reflejó la luz.
Cruces la observaba igual que un gato.
Las campanas ya no estaban haciendo tanto ruido. La mayoría de las torres habían parado. Ahora ya solo faltaba el sonido del gong en el Templo de los Dioses Menores, y las campanas del Gremio de Asesinos, que siempre llegaban con un elegante retraso.
El gong dejó de sonar.
El doctor Cruces puso la ballesta, pulcra y meticulosamente, encima del escritorio que había detrás de él.
—¡Ya está! ¡Acabo de soltarla!
—Ah —dijo Vimes—. Pero yo quiero asegurarme de que no vuelve a cogerla.
La campana negra del Gremio de Asesinos dio inicio al martilleo que terminaría llevándola al mediodía.
Y luego se detuvo.
El silencio llegó como el estallido de un trueno.
El ruidito metálico que hizo la placa de Vimes al rebotar en el suelo llenó el silencio, ocupándolo de uno a otro extremo.
Vimes levantó el debólver y, muy lentamente, permitió que la tensión fuera disipándose de su mano.
Una campana empezó a sonar.
Tocaba una alegre melodía metálica, tan tenue que apenas hubiese podido oírse salvo en aquel estanque de silencio…
Cling, bing, a-bing, bong…
… pero era mucho más exacta que los relojes que funcionaban con agua, los de arena y los péndulos.
—Suelte el debólver, capitán —dijo Zanahoria, subiendo lentamente por la escalera.
Sostenía la espada en una mano, y el reloj de despedida en la otra.
… bing, bing, a-bing, cling…
Vimes no se movió.
—Suéltelo. Suéltelo ahora mismo, capitán.
—Puedo esperar a que suene otra campana —dijo Vimes.
… a-bing, a-bing…
—No puedo permitir que haga eso, capitán. Sería asesinato.
… clong, a-bing…
—Me detendrás, ¿verdad?
—Sí.
… bing… bing…
Vimes inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado.
—Él mató a Angua. ¿Es que eso no significa nada para ti?
… bing… bing… bing… bing…
Zanahoria asintió.
—Sí. Pero personal no es lo mismo que importante.
Vimes miró a lo largo de su brazo. La cara del doctor Cruces, con la boca abierta en una mueca de terror, pivotaba sobre el final del cañón.
… bing… bing… bing… bing… bing…
—¿Capitán Vimes?
… bing.
—¿Capitán? Placa ciento setenta y siete, capitán. Nunca ha tenido más suciedad encima.
El espíritu palpitante del debólver que subía por el brazo de Vimes se encontró con los ejércitos formados por la personalidad de Vimes, terca como una mula, que bajaban por él.
—Debería soltarlo, capitán. No lo necesita —dijo Zanahoria, como alguien que le estuviera hablando a un niño.
Vimes contempló la cosa que había en sus manos. El griterío se había vuelto más tenue.
—¡Suelte eso ahora mismo, guardia! ¡Es una orden!
El debólver chocó con el suelo. Vimes saludó, y entonces reparó en lo que estaba haciendo. Miró a Zanahoria y parpadeó.
—¿Personal no es lo mismo que importante? —dijo.
—Oiga —dijo Cruces—, siento lo de la… la chica, eso fue un accidente, pero yo solo quería… ¡Hay pruebas! Hay una…
Cruces apenas si estaba prestando atención a los dos guardias. Cogió una bolsa de cuero de encima de la mesa y la agitó delante de ellos.
—¡Está aquí! ¡Todo está aquí, alteza! ¡Pruebas! ¡Edward era idiota, pensaba que todo se reducía a coronas y ceremonia, no tenía ni idea de qué era lo que había encontrado! Y entonces, anoche, fue como si…
—No me interesa —farfulló Vimes.
—¡La ciudad necesita un rey!
—Lo que no necesita la ciudad es asesinos —dijo Zanahoria.
—Pero…
Y entonces Cruces se abalanzó sobre el debólver y lo cogió. Vimes había estado tratando de volver a reunir sus pensamientos, y de pronto se encontró con que estos huían hacia los rincones más alejados de su consciencia. Estaba contemplando la boca del debólver. Le sonreía.
Cruces retrocedió a trompicones hasta el pilar, pero el debólver permaneció inmóvil, apuntándose a sí mismo hacia Vimes.
—Está todo aquí, alteza —dijo—. Todo está escrito, desde el principio hasta el final. Marcas de nacimiento y profecías y genealogía y todo lo demás. Incluso vuestra espada. ¡Es la espada!
—¿De veras? —dijo Zanahoria—. ¿Puedo verlo?
Zanahoria bajó la espada y, para inmenso horror de Vimes, fue hacia el escritorio y sacó el fajo de documentos de la bolsa de cuero. Cruces asintió con aprobación, como si estuviera recompensando a un buen chico.
Zanahoria leyó una página, y luego pasó a la siguiente.
—Esto es muy interesante —dijo.
—Exactamente. Pero ahora debemos quitar de en medio a este molesto policía —dijo Cruces.
Vimes tuvo la sensación de que podía ver a lo largo de todo el tubo, hasta la pequeña bola de metal que no tardaría en lanzarse hacia él…
—Es una lástima, capitán Vimes —dijo Cruces—. Si usted hubiera tenido un poco de…
Entonces Zanahoria se puso delante del debólver. Su brazo se movió con la celeridad del rayo. Apenas si hubo ningún sonido.
Reza para que nunca tengas que enfrentarte a un hombre bueno, pensó Vimes. Te matará sin abrir la boca.
Cruces bajó la vista. Tenía sangre en la camisa. Se llevó una mano a la empuñadura de la espada que sobresalía de su pecho, y luego volvió a alzar la mirada hacia los ojos de Zanahoria.
—Pero ¿por qué? Podríais haber sido…
Y murió. El debólver cayó de sus manos, y le disparó al suelo.
Hubo silencio.
Zanahoria puso la mano sobre la empuñadura de su espada y tiró de ella. El cuerpo se desplomó.
Vimes se apoyó en la mesa y trató de recuperar el aliento.
—Maldito… sea… su… pellejo —jadeó.
—¿Señor?
—Te… llamó alteza —dijo Vimes—. ¿Qué había dentro de esa…?
—Llega usted tarde, capitán —dijo Zanahoria.
—¿Tarde? ¿Tarde? ¿Qué quieres decir con eso? —murmuró Vimes mientras intentaba impedir que su cerebro se despidiera definitivamente de la realidad.
—Se supone que tendría que haberse casado… —Zanahoria consultó el reloj, y luego lo cerró y se lo tendió a Vimes—… hace dos minutos.
—Sí, sí. Pero el doctor Cruces te llamó alteza, yo oí cómo él…
—Supongo que solo fue un truco del eco, señor Vimes.
Un pensamiento logró abrirse paso hasta el centro de la atención de Vimes. La espada de Zanahoria medía unos sesenta centímetros de largo. Había atravesado a Cruces de parte a parte. Pero Cruces tenía la espalda apoyada contra…
Vimes contempló el pilar. Era de granito, y tenía unos treinta centímetros de grosor. No había grietas. Lo único que había era un agujero con la forma de una hoja de espada, atravesándolo de lado a lado.
—Zanahoria… —empezó a decir.
—Y está usted hecho un desastre. Habrá que asearlo un poco.
Zanahoria extendió la mano hacia la bolsa de cuero y se la echó al hombro.
—Zanahoria…
—¿Señor?
—Te ordeno que me des…
—No, señor. No puede darme órdenes. Porque ahora usted es, y conste que lo digo sin ánimo de ofender, un civil. Es una nueva vida.
—¿Un civil?
Vimes se frotó la frente. Ahora todo estaba colisionando dentro de su cerebro: el debólver, las alcantarillas, Zanahoria y el hecho de que había estado funcionando a base de pura adrenalina, la cual no tarda en presentar su factura y no da crédito. Sus hombros empezaron a encorvarse.
—Pero esta es mi vida, Zanahoria. Este es mi trabajo.
—Un baño caliente y algo de beber, señor. Eso es lo que necesita usted ahora —dijo Zanahoria—. Le harán muchísimo bien. Vamos.
La mirada de Vimes se posó en el cuerpo desplomado de Cruces y, luego, en el debólver. Fue a recogerlo, y se detuvo justo a tiempo.
Ni siquiera los magos tenían algo semejante. Una sola emanación de un cayado bastaba para que luego tuvieran que ir a acostarse un rato.
No era de extrañar que nadie lo hubiera destruido. No podías destruir algo tan perfecto como aquello. Llamaba a algo que estaba muy dentro del alma. Sostenerlo en tu mano hacía que tuvieras poder. Más poder que cualquier arco o lanza, porque pensándolo bien esas armas solo almacenaban el poder de tus propios músculos. Pero el debólver te daba un poder que procedía del exterior. Tú no lo utilizabas, era él quien te utilizaba a ti. Cruces probablemente había sido un buen hombre. Probablemente había escuchado con gran amabilidad a Edward, y luego había cogido el debólver y a partir de entonces también había pasado a ser de su propiedad.
—¿Capitán Vimes? Me parece que será mejor que salgamos de aquí-dijo Zanahoria, empezando a inclinarse hacia el suelo.
—¡Hagas lo que hagas, no lo toques! —lo previno Vimes.
—¿Por qué no? Solo es un artilugio —dijo Zanahoria. Cogió el debólver por el cañón, lo contempló durante un momento y luego lo estrelló contra la pared. Trozos de metal volaron por los aires alejándose de ella.
—El único de su especie —dijo después—. Mi padre solía decir que el único ejemplar de una especie siempre es especial. Venga, vamos.
Abrió la puerta.
Cerró la puerta.
—Hay cosa de unos cien Asesinos al pie de la escalera —dijo.
—¿Cuántos dardos tienes para tu ballesta? —preguntó Vimes. Todavía estaba mirando el debólver hecho pedazos.
—Uno.
—Entonces es una suerte que de todas maneras no vayas a tener ocasión de recargar.
Alguien llamó educadamente a la puerta.
Zanahoria miró a Vimes, quien se encogió de hombros. Abrió la puerta.
Era Downey. Levantó una mano vacía.
—Pueden bajar sus armas —dijo—. Les aseguro que no serán necesarias. ¿Dónde está el doctor Cruces?
Zanahoria señaló con el dedo.
—Ah —dijo Downey, y alzó la mirada hacia los dos guardias—. ¿Serían tan amables de dejar el cuerpo aquí con nosotros? Lo inhumaremos en nuestra cripta.
Vimes señaló el cuerpo.
—Mató…
—Y ahora está muerto. Y ahora he de pedirles que se vayan.
Downey abrió la puerta. Una fila de Asesinos estaba esperando a lo largo de la escalinata. No había ni una sola arma a la vista. Pero, con los Asesinos, no era necesario que lo estuvieran.
El cuerpo de Angua yacía al final de la escalera. Los guardias fueron bajando lentamente, y Zanahoria se arrodilló y la tomó en sus brazos.
Luego dirigió una inclinación de cabeza a Downey.
—Dentro de un rato enviaremos a alguien para que se lleve el cuerpo del doctor Cruces —dijo.
—Pero yo creía que habíamos acordado que…
—No. Es necesario que se vea que está muerto. Las cosas deben ser vistas. Las cosas no deben ocurrir en la oscuridad, o detrás de una puerta cerrada.
—Me temo que no puedo acceder a su petición —dijo el asesino firmemente.
—No era una petición, señor.
Docenas de Asesinos los vieron atravesar el patio.
Las puertas negras estaban cerradas.
Nadie parecía estar disponiéndose a abrirlas.
—Estoy de acuerdo contigo, pero quizá deberías haberlo expresado de otra manera —le dijo Vimes a Zanahoria—. Parecen bastante disgustados…
Entonces las puertas se hicieron añicos. Una flecha de hierro de un metro ochenta centímetros de longitud pasó junto a Zanahoria y Vimes e hizo desaparecer una considerable porción de pared al final del patio.
Un par de puñetazos eliminaron el resto de las puertas, y Detritus entró en el patio. Su mirada recorrió a los asesinos reunidos, con un brillo rojizo reluciendo en sus ojos. Y luego gruñó.
Los Asesinos más listos enseguida cayeron en la cuenta de que su arsenal no contaba con nada que pudiera matar a un troll. Tenían estiletes magníficos, pero lo que necesitaban ahora era unos cuantos martillos pilones. Tenían dardos armados con exquisitos venenos, ninguno de los cuales surtía efecto en un troll. Nadie había pensado nunca que los trolls fueran lo suficientemente importantes para ser asesinados. De pronto, Detritus había pasado a ser muy importante. Tenía el hacha de Cuddy en una mano y su potente ballesta de asedio en la otra.
Algunos de los Asesinos más espabilados dieron media vuelta y echaron a correr. Otros no eran tan espabilados. Un par de flechas rebotaron en Detritus. Luego sus propietarios vieron la cara del troll cuando este se volvió hacia ellos, y tiraron sus arcos.
Detritus sopesó su garrote.