Vimes tuvo la impresión de que Cruces estaba discutiendo consigo mismo. El debólver osciló violentamente en su mano.
—Edward no paraba de balbucear insensateces —dijo Cruces—. Aseguraba que el debólver había matado a Martillogrande. Yo le pregunté si había sido un accidente. Y él dijo que no, que no había sido ningún accidente, que el debólver había matado a Martillogrande.
Zanahoria dio otro paso adelante. Ahora Cruces parecía hallarse en su propio mundo privado.
—¡No! El debólver mató a la joven mendiga, también. ¡No fui yo! ¿Por qué iba a hacer yo algo semejante?
Cruces dio un paso atrás, pero el debólver se alzó hacia Zanahoria. A Vimes le pareció como si se moviera por voluntad propia, como un animal que olisquea el aire…
—¡Agáchate! —siseó Vimes, estirando el brazo en un intento desesperado de encontrar su ballesta.
—¡Edward dijo que el debólver estaba celoso! ¡Martillogrande hubiese hecho más debólveres! ¡No os mováis!
Zanahoria dio otro paso.
—¡Tuve que matar a Edward! ¡Era un romántico, nunca lo hubiese hecho bien! ¡Pero Ankh-Morpork necesita un rey!
El arma se estremeció y disparó su proyectil en el mismo instante en que Zanahoria saltaba hacia un lado.
Los túneles relucían con un sinfín de olores entre los que predominaban los acres tonos amarillos y los naranjas terrosos de los antiguos desagües. Y apenas había corrientes de aire que pudieran alterar las cosas, con lo que la línea que era Cruces serpenteaba nítidamente a través de aquella atmósfera tan cargada. Y también estaba el olor del debólver, tan vivido como una herida.
Olí a debólver en el Gremio, pensó Angua, justo después de que Cruces pasara junto a mí en aquel pasillo. Y Gaspode dijo que eso no tenía nada de raro, porque el debólver había estado en el Gremio durante mucho tiempo…, pero no lo habían disparado dentro del Gremio. Lo olí porque alguien de allí había disparado esa cosa.
Entró en la gran caverna chapoteando y vio, con su nariz, a los tres: la figura que olía a Vimes, la figura que se estaba desplomando y era Zanahoria, la forma que se volvía con el debólver en la mano…
Y entonces Angua dejó de pensar con la cabeza y dejó que su cuerpo asumiera el control. Los músculos de loba la impulsaron hacia delante y la elevaron en un rápido salto, con un halo de gotitas de agua despedidas de su pelaje, sus ojos clavados en el cuello de Cruces.
El debólver disparó, cuatro veces. No falló ni un solo disparo.
Angua chocó pesadamente con el hombre, haciendo que se desplomara hacia atrás.
Vimes se alzó entre una explosión de espuma y gotas de agua.
—¡Seis disparos! ¡Eso han sido seis disparos, hijo de puta! ¡Ahora sí que te tengo!
Cruces se volvió mientras Vimes venía chapoteando hacia él y corrió hacia un túnel, lanzando más espuma.
Vimes le quitó la ballesta de entre los dedos a Zanahoria, apuntó desesperadamente y apretó el gatillo. No ocurrió nada.
—¡Zanahoria! ¡Condenado idiota, pero si nunca llegaste a amartillar este dichoso trasto!
Vimes se volvió.
—¡Vamos, hombre! ¡No podemos dejar que se escape!
—Es Angua, capitán.
—¿Qué?
—Está muerta.
—¡Zanahoria! Escucha. ¿Puedes encontrar la salida entre toda esta porquería? ¡No, así que ven conmigo!
—Yo… No puedo dejarla aquí. Yo…
—¡Cabo Zanahoria!¡Sígame!
Vimes medio corrió y medio vadeó aquellas aguas cada vez más crecidas yendo hacia el túnel que había engullido a Cruces. Había que subir una pequeña pendiente para llegar a él, y Vimes notó que el agua le cubría menos a medida que corría.
Nunca des tiempo para descansar a la presa. Vimes había aprendido aquello durante su primer día en la Guardia. Si tenías que perseguir, entonces había que seguir con ello. Dar tiempo al perseguido para que se detuviera y pensara un poco significaba que luego doblarías una esquina para encontrarte con un calcetín lleno de arena viniendo desde el otro lado.
Las paredes y el techo estaban cada vez más próximos. Había otros túneles allí. Zanahoria había estado en lo cierto. Centenares de personas tenían que haber trabajado durante años para construir aquello. Ankh-Morpork estaba construida encima de la misma Ankh-Morpork.
Vimes se detuvo.
Ya no había ningún ruido de chapoteo, y sí bocas de túneles abriéndose por todas partes alrededor de él.
Entonces hubo un destello dentro de un túnel lateral. Vimes se apresuró a correr hacia él, y vio un par de piernas recortándose en el haz de claridad que caía de una trampilla abierta. Se abalanzó sobre ellas, y consiguió agarrar una bota en el mismo instante en que esta empezaba a desaparecer en la habitación de arriba. La bota le dio una patada, y un instante después oyó cómo Cruces chocaba con el suelo.
Vimes se agarró al borde de la trampilla y se metió por el hueco. Aquello no era un túnel. Parecía una especie de sótano. Los pies de Vimes resbalaron en el barro y se dio con una pared viscosa. ¿Encima de qué se había construido Ankh-Morpork? Oh, claro…
Cruces se encontraba a solo unos metros de distancia, subiendo frenéticamente por un tramo de escalones y resbalando de vez en cuando. Antes había habido una puerta al final del tramo, pero ya hacía mucho tiempo que se había podrido.
Había más escalones, y más habitaciones. Fuego e inundación, inundación y reconstrucción. Las habitaciones se habían convertido en sótanos, los sótanos se habían convertido en cimientos. La persecución no era nada elegante, porque los dos hombres resbalaban y caían para luego volver a subir y abrirse paso a través de cortinas de sustancias viscosas suspendidas del techo. Cruces había dejado velas encendidas aquí y allá. Sus llamas daban la claridad suficiente para que Vimes deseara que no lo hicieran.
Y de pronto debajo de los pies hubo piedra seca y aquello no era una puerta, sino un agujero perforado en una pared. Y había barriles y montones de muebles, cosas viejas que se habían guardado bajo llave y olvidado.
Cruces estaba en el suelo a un par de metros de él, tratando de recuperar el aliento mientras incrustaba otro juego de tubos en el debólver. Vimes consiguió ponerse a cuatro patas, y tragó aire. No muy lejos de allí había una vela embutida en la pared.
—Te… atrapé —jadeó.
Cruces luchó por levantarse, todavía aferrando el debólver.
—Estás… demasiado viejo… para correr… —consiguió decir Vimes.
Cruces logró incorporarse, y se apartó con paso tambaleante. Vimes se lo pensó un poco antes de volver a hablar.
—Yo también estoy demasiado viejo para correr —añadió, y saltó.
Los dos hombres rodaron sobre el polvo, con el debólver entre ellos. Mucho tiempo después a Vimes se le ocurriría pensar que lo último que haría un hombre en su sano juicio sería luchar con un Asesino. Llevaban armas escondidas por todas partes. Pero Cruces no estaba dispuesto a soltar el debólver. Lo agarraba obstinadamente con ambas manos, tratando de golpear a Vimes con el cañón o con la culata.
Curiosamente, los Asesinos apenas si aprendían a luchar sin armas. Generalmente eran lo bastante buenos en el combate armado para no tener necesidad de ello. Los caballeros llevaban armas, y solo las clases inferiores utilizaban las manos.
—Te cogí —jadeó Vimes—. Quedas arrestado. Haz el favor de estar bajo arresto, ¿quieres?
Pero Cruces no lo soltaba. Vimes no se atrevía a soltarlo, porque entonces el debólver le sería arrebatado de entre los dedos. El debólver se veía impulsado hacia delante y hacia atrás por entre ellos dos, en una desesperada concentración llena de gruñidos.
El debólver hizo explosión.
Hubo una lengua de fuego rojizo, un hedor a fuegos artificiales y un ruido de zing, zing, zing procedente de tres paredes. Algo chocó con el casco de Vimes y se alejó hacia el techo con un nuevo zing.
Vimes contempló las facciones contorsionadas de Cruces. Después bajó la cabeza y tiró del debólver con todas sus fuerzas.
El asesino gritó y lo soltó, llevándose las manos a la nariz. Vimes retrocedió tambaleándose, empuñando el debólver con ambas manos.
Se movió. De pronto la culata estaba encima del hombro de Vimes y su dedo se encontraba encima del gatillo.
Eres mío. Ya no lo necesitamos.
La conmoción causada por la voz fue tan grande que Vimes gritó.
Luego juraría que no había apretado el gatillo. Este se movió por voluntad propia, llevándose a su dedo consigo. El debólver se incrustó en el hombro de Vimes y un agujero de diez centímetros de diámetro apareció en la pared junto a la cabeza del jefe de los Asesinos, rociándole de yeso.
Vimes fue vagamente consciente, a través de la neblina rojiza que se estaba alzando a través de su campo de visión, de Cruces yendo con paso tambaleante hacia una puerta y saliendo por ella, para acto seguido cerrarla de un portazo.
Todo lo que odias, todo lo que está mal… Yo puedo hacer que sea como es debido.
Vimes llegó a la puerta y probó la manija. La puerta estaba cerrada.
Alzó el debólver, sin darse cuenta de que estuviera pensando al hacerlo, y dejó que el gatillo volviera a tirar de su dedo. Una considerable porción de la puerta y el marco se convirtió en un agujero circundado de astillas.
Vimes apartó el resto de una patada y siguió al debólver.
Se encontró en un pasillo. Una docena de jóvenes le estaban mirando con asombro desde puertas entreabiertas. Todos vestían de negro.
Estaba dentro del Gremio de Asesinos.
Un aprendiz de Asesino miró a Vimes con sus fosas nasales.
—¿Tendrías la bondad de decirme quién eres?
El debólver se volvió hacia él. Vimes consiguió mantener el cañón lo bastante arriba en el mismo instante en que el debólver abría fuego, y el disparo hizo desaparecer una buena porción de techo.
—¡Soy la ley, hijos de perra! —gritó.
Le miraron.
Mátalos a todos. Limpia el mundo.
—¡Cállate!
Vimes, una cosa de ojos enrojecidos, cubierta de polvo y que goteaba fango viscoso salido de la tierra, clavó la mirada en el tembloroso estudiante.
—¿Adónde ha ido Cruces?
La niebla ondulaba alrededor de su cabeza. Su mano crujía con el esfuerzo de no disparar.
El joven señaló un tramo de escalones con un dedo apremiante. Había estado muy cerca de allí cuando el debólver se disparó. El polvo de yeso le cubría todo el cuerpo como la caspa de un demonio.
El debólver volvió a acelerar, arrastrando consigo a Vimes más allá de los muchachos y escalera arriba, donde todavía había regueros de barro negro. Allí había otro corredor. Varias puertas se estaban abriendo. Las puertas volvieron a cerrarse después de que el debólver volviera a disparar, haciendo añicos una araña de cristal. El corredor daba a un gran rellano en lo alto de un tramo de escalones mucho más impresionante y, enfrente de él, había una gran puerta de roble.
Vimes voló la cerradura de un disparo, abrió la puerta de una patada y luego luchó con el debólver durante el tiempo suficiente para agacharse. Un dardo de ballesta pasó zumbando por encima de su cabeza y le dio a alguien, mucho más lejos pasillo abajo.
¡Pégale un tiro! ¡Venga, hazlo ya! ¡PÉGALE UN TIRO!
Cruces estaba de pie junto a su escritorio, tratando febrilmente de introducir otro dardo en su ballesta…
Vimes intentó acallar el cántico que resonaba en sus oídos.
Pero… ¿por qué no? ¿Por qué no disparar? ¿Quién era aquel hombre? Vimes siempre había querido hacer de la ciudad un lugar más limpio, y muy bien podía empezar allí. Y entonces la gente descubriría lo que era la ley…
Limpiar el mundo.
El mediodía empezó.
La campana de bronce resquebrajada que había en el Gremio de Profesores inició su repiqueteo, y dispuso de todo el mediodía para ella sola al menos durante siete tañidos antes de que el reloj del Gremio de Panaderos, corriendo muy deprisa, consiguiera darle alcance.
Cruces se irguió, y empezó a ir poco a poco hacia el cobijo que ofrecía uno de los pilares de piedra.
—No puede disparar contra mí, capitán Vimes —dijo sin apartar la mirada del debólver—. Conozco la ley. Y usted tambien la conoce. Usted es un guardia. No puede dispararme a sangre fría.
Vimes tomó puntería mirando a lo largo del cañón.
Sería tan fácil. El gatillo tiraba de su dedo.
Una tercera campana empezó a sonar.
—No puede matarme como si tal cosa. Eso es lo que dice la ley. Y usted es un guardia —repitió el doctor Cruces, lamiéndose sus labios resecos.
El cañón bajó un poco. Cruces casi se relajó.
—Sí. Soy un guardia.