Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

La oscuridad se había vuelto todavía más silenciosa. Gaspode creyó oír un movimiento.

—Él quiere que vuelvas. Y el caso es que, si él te encuentra, ahí se terminará todo. Entonces él hablará, y tú tendrás que obedecer. Pero si regresas porque decides hacerlo, entonces la decisión ha sido tuya. Serás más feliz como humana. Quiero decir que, bueno, ¿qué puedo ofrecerte yo excepto ratas y todo un muestrario de pulgas? Quiero decir que, no sé, yo no veo que eso vaya a ser un gran problema, lo único que tienes que hacer es no salir de casa durante seis o siete noches cada mes…

Angua aulló.

Los pelos que todavía le quedaban a Gaspode en la espalda se pusieron tiesos. Intentó recordar cuál era su vena yugular.

—No quiero tener que entrar ahí y sacarte —dijo. La verdad resonó en cada una de sus palabras—. El caso es que… El caso, realmente, es que… aun así lo haré —añadió, temblando—. Esto de ser un perro es una mierda.

Se lo pensó un poco más, y suspiró.

—Ah, ya me acuerdo. Es la que hay en el cuello —dijo.

Vimes salió a la claridad del sol, que no era muy abundante. Las nubes venían del Eje. Y…

—¿Detritus?

Dink.

—¡Capitán Vimes, señor!

—¿Quiénes son todas esas personas?

—Guardias, señor.

Vimes contempló con perplejidad a la media docena de guardias reunidos ante él.

—¿Quién eres tú?

—El guardia interino Hrolf Pijama, señor.

—¿ Y tú…Caradecarbón ?

—Yo nunca hecho nada.

—¡Yo nunca hecho nada, señor! —chilló Detritus.

¿Caradecarbón? ¿En la Guardia?

Dink.

—El cabo Zanahoria dice que hay algo bueno enterrado en el fondo de cualquier persona —dijo Detritus.

—¿Y cuál es tu trabajo, Detritus?

Dink.

—¡Ingeniero a cargo de las operaciones de minería a grandes profundidades, señor!

Vimes se rascó la cabeza.

—Eso casi era un chiste, ¿verdad? —dijo después.

—Es este casco nuevo que mi compañero Cuddy hizo para mí, señor. ¡Ja! La gente ya no puede decir, ahí va troll estúpido. Ahora tienen que decir, quién es ese troll de magnífico aspecto militar que va por ahí, ya agente titular, gran futuro por detrás de él, lleva Destino escrito todo encima como con escritura.

Vimes fue digiriendo aquello. Detritus lo estaba mirando con una inmensa sonrisa.

—¿Y dónde está el sargento Colon?

—Aquí, capitán Vimes.

—Necesito un padrino, Fred.

—Muy bien, señor. Se lo diré al cabo Zanahoria. Ahora está inspeccionando los tejados…

—¡Fred! ¡Hace más de veinte años que te conozco! Dioses, Fred, lo único que tienes que hacer es estar de pie allí sin moverte. ¡Eso siempre se te ha dado muy bien!

Zanahoria apareció al trote.

—Siento llegar tarde, capitán Vimes. Ejem. La verdad es que queríamos que esto fuera una sorpresa, pero…

—¿Cómo? ¿Qué clase de sorpresa?

Zanahoria metió la mano en el bolsillo.

—Bueno, capitán… en nombre de la Guardia… es decir, de la mayor parte de la Guardia…

—Espera un momento —dijo Colon—. Aquí viene su señoría.

El clip-clop de los cascos y el tintineo de los arneses ya indicaban la llegada del carruaje de lord Vetinari.

Zanahoria volvió la mirada hacia él. Luego volvió a mirarlo.

Y alzó la vista.

Un tenue destello de metal relució en el tejado de la Torre.

—¿Quién está en la Torre, sargento? —preguntó.

—Cuddy, señor.

—Oh. Bien. —Tosió—. En fin, capitán… el caso es que todos pusimos algo de dinero y… —Hizo una pausa—. ¿El guardia titular Cuddy, ha dicho?

—Sí. Se puede confiar en él.

El carruaje del patricio ya estaba a medio camino de la plaza Sator. Zanahoria pudo ver la oscura y delgada figura sentada en el asiento de atrás.

Volvió a alzar la mirada hacia la gran mole gris de la Torre del Arte.

Echó a correr.

—¿Qué pasa? —preguntó Colon.

Vimes también echó a correr.

Los nudillos de Detritus chocaron con el suelo cuando echó a correr tras ellos.

Y entonces Colon lo sintió: una especie de cosquilleo frenético, como si alguien hubiera soplado sobre su cerebro desnudo.

—Oh, mierda —masculló.

Las garras rechinaron sobre la tierra.

¡Desenvainó la espada!

—¿Y qué esperabas? El muchacho estaba en la cima del mundo, acababa de encontrar un interés totalmente nuevo en la vida algo probablemente todavía mejor que ir a pasear por ahí, y entonces se da la vuelta y lo que ve es, básicamente, una loba. Podrías habérselo dado a entender. Es ese momento del mes, ese tipo de cosa, ya sabes. No puedes culparle porque se haya sorprendido un poco, en realidad.

Gaspode se levantó.

—Y ahora, ¿vas a salir o he de entrar ahí y ser brutalmente despedazado?

Lord Vetinari se levantó cuando vio a la Guardia corriendo hacia él. Esa fue la razón por la que el primer disparo le atravesó el muslo, en vez del pecho.

Entonces Zanahoria entró como una exhalación por la puerta del carruaje y se abalanzó sobre él, y esa fue la razón por la que el siguiente disparo atravesó a Zanahoria.

Angua salió.

Gaspode se relajó un poco.

—No puedo volver —dijo Angua—. Yo…

Se quedó totalmente inmóvil. Sus orejas se estremecieron.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—¡Le han herido!

Angua echó a correr.

—¡Eh, espérame! —ladró Gaspode—. ¡Por ahí se va a Las Sombras!

Un tercer disparo dejó un poco descantillado a Detritus, quien se desplomó sobre el carruaje, haciéndolo volcar y rompiendo los ronzales. Los caballos huyeron al galope. El cochero ya había llevado a cabo una rapidísima comparación entre las condiciones laborales actuales y el sueldo que cobraba por hacer su trabajo y se había esfumado entre la multitud.

Vimes se detuvo detrás del carruaje volcado. Otro disparo rebotó en los adoquines cerca de su brazo.

—¿Detritus?

—¿Señor?

—¿Cómo estás?

—Rezumando un poco, señor.

Un disparo dio en la rueda del carruaje encima de la cabeza de Vimes, haciéndola girar.

—¿Zanahoria?

—Me ha atravesado el hombro, señor.

Vimes se arrastró hacia delante empujándose fuertemente con los codos.

—Buenos días, su señoría —dijo con voz enloquecida. Se apoyó en el carruaje y sacó del bolsillo un puro medio partido—. ¿Tiene fuego?

El patricio abrió los ojos.

—Ah, capitán Vimes. ¿Y qué va a ocurrir ahora?

Vimes sonrió. Es curioso, pensó, pero nunca me siento realmente vivo hasta que alguien intenta matarme. Entonces es cuando te das cuenta de que el cielo es azul. Aunque a decir verdad, ahora mismo no es que sea muy azul. Ahí arriba hay nubes muy grandes. Pero estoy reparando en ellas,

—Esperamos a que haya un disparo más —dijo—. Y luego corremos en busca de algún refugio de verdad.

—Parezco… estar perdiendo mucha sangre —dijo Vetinari.

—Vaya, quién hubiese pensado que la tenía usted —dijo Vimes, con la franqueza de aquellos que probablemente van a morir—. ¿Y tú, Zanahoria?

—Puedo mover la mano. Me duele… horrores, señor. Pero usted tiene peor aspecto.

Vimes bajó la mirada.

Había sangre por toda su chaqueta.

—Me debe haber dado un trozo de piedra —dijo—. ¡Ni siquiera lo sentí!

Trató de formarse una imagen mental del debólver. Seis tubos, todos ellos alineados. Cada uno con su proyectil de plomo y su carga de pólvora N.° 1, todos ellos metidos en el debólver igual que los dardos en una ballesta. Se preguntó cuánto tiempo se necesitaría para introducir otros seis…

¡Pero lo tenemos allí donde queremos tenerlo! ¡Solo hay una manera de bajar de la Torre del Arte!

¡Sí, puede que estemos sentados aquí al descubierto mientras él nos dispara trozos de plomo, pero lo tenemos justo allí donde queremos tenerlo!

Resoplando y pedorreando con nerviosismo, Gaspode fue por Las Sombras en una carrera tambaleante y entonces vio, con el alma cayéndosele todavía más por debajo de los pies de lo que ya se le había caído antes, un grupo de perros delante de él. Se retorció a través del enredo de patas. Angua estaba acorralada dentro de un anillo de dientes. Los ladridos cesaron. Un par de perros muy grandes se hicieron a un lado, y Gran Fido avanzó con delicados andares.

—Vaya —dijo—, así que lo que tenemos aquí no es un perro. ¿Una espía, quizá? Siempre hay un enemigo. En todas partes. Parecen perros, pero por dentro no son perros. ¿Qué estabais haciendo?

Angua gruñó.

Oh, cielos, pensó Gaspode. Angua probablemente podría acabar con unos cuantos de ellos, pero estamos hablando de perros callejeros.

Se escurrió por debajo de un par de cuerpos y entró en el círculo. Gran Fido volvió hacia él su mirada de ojos rojizos.

—Y Gaspode, también —dijo el perro de lanas—. Hubiese tenido que saberlo.

—Déjala en paz —dijo Gaspode.

—¿Oh? Te enfrentarás a todos nosotros por ella, ¿verdad? —dijo Gran Fido.

—Tengo el Poder —dijo Gaspode—. Tú ya lo sabes. Lo haré. Lo utilizaré.

—¡No hay tiempo para esto! —gruñó Angua.

—No lo harás —dijo Gran Fido.

—Lo haré.

—La pata de cada perro se alzará contra ti.

—Yo tengo el Poder. Atrás todos.

—¿Qué poder? —preguntó Carnicero. Estaba babeando.

—Gran Fido lo sabe —dijo Gaspode—. Él ha estudiado. Ahora, yo y ella vamos a salir de aquí, ¿de acuerdo? Despacio y con mucha calma.

Los perros miraron a Gran Fido.

—A por ellos —dijo Gran Fido.

Angua enseñó los dientes.

Los perros titubearon.

—Un lobo tiene la mandíbula cuatro veces más fuerte que cualquier perro —dijo Gaspode—. Y eso solo si estamos hablando de un lobo corriente…

—¿Qué sois todos vosotros? —rugió Gran Fido—. ¡Sois la manada! ¡Sin compasión! ¡A por ellos!

Pero Angua había dicho que una manada no actúa así. Una manada es una asociación de individuos libres. Una manada no salta porque se le haya dicho que lo haga: una manada salta porque cada individuo, todos al mismo tiempo, decide saltar. Un par de los perros más grandes se agazaparon. Angua movió la cabeza de un lado a otro, esperando la primera acometida…

Un perro arañó el suelo con su pata… Gaspode respiró hondo y ajustó su mandíbula. Los perros saltaron.

—¡SIÉNTATE! —dijo Gaspode en un humano bastante pasable.

Los ecos de la orden rebotaron de un lado a otro por todo el callejón, y el cincuenta por ciento de los animales la obedecieron. En la mayoría de los casos, fue el cincuenta por ciento trasero el que la obedeció. Perros que ya habían iniciado su salto se encontraron con que sus patas traicioneras se les doblaban por debajo…

—¡PERRO MALO!

… Y aquellas palabras fueron seguidas por una abrumadora sensación de vergüenza racial que los hizo encogerse automáticamente, algo que siempre es una pésima decisión cuando uno se encuentra en mitad del aire.

Gaspode alzó la mirada hacia Angua mientras llovían perros estupefactos alrededor de ellos.

—Dije que tenía el Poder, ¿no? —dijo Gaspode—. ¡Y ahora corre!

Los perros no son como los gatos, que toleran divertidos a los humanos solo hasta que alguien invente un abrelatas que se pueda operar con una pata. Los hombres hicieron a los perros, cogieron lobos y les dieron cosas tan humanas como una inteligencia innecesaria, los nombres, un deseo de pertenecer y un tembloroso complejo de inferioridad. Todos los perros sueñan sueños de lobos, y saben que están soñando con morder a su Hacedor. En lo más profundo de su corazón, cada perro sabe que es un Perro Malo…

Pero el gañido furioso de Gran Fido rompió el hechizo.

—¡A por ellos!

Angua galopó sobre los adoquines. Había un carro al final del callejón. Y, más allá del carro, una pared.

—¡Por ahí no! —gimoteó Gaspode.

Los perros se acumulaban detrás de ellos. Angua saltó al carro.

—¡Yo no puedo subir ahí! —dijo Gaspode—. ¡No con mi pata!

Angua saltó al suelo, lo cogió por el pescuezo, y volvió a saltar hacia arriba. Detrás del carro estaba el techo de un cobertizo, por encima de eso había una cornisa y —unas cuantas tejas resbalaron debajo de las patas de Angua y cayeron al callejón— una casa.

—¡Me mareo!

—¡Fállate!

Angua corrió por el borde del tejado y saltó al callejón que había al otro lado, aterrizando pesadamente sobre una vieja extensión de paja y cañizo.

—¡Aaargh!

—¡Fe te falles!

Pero los perros les estaban siguiendo. Después de todo, no era como si los callejones de Las Sombras fueran muy anchos.

Otro estrecho callejón pasó por debajo de ellos.

Colgado de las mandíbulas de la mujer-loba, Gaspode oscilaba peligrosamente.

—¡Todavía los tenemos detrás!

Gaspode cerró los ojos mientras Angua tensaba los músculos.

—¡Oh, no! ¡La calle de la Mina de Melaza no!

Hubo un súbito estallido de aceleración seguido por un momento de calma Gaspode cerró los ojos…

… Y Angua tomó tierra. Sus patas resbalaron por un instante sobre el techo mojado. Las tejas cayeron a la calle en cascada, y un instante después Angua estaba subiendo por el risco a grandes saltos.

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