Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

La puerta de la Casa de la Guardia se abrió bruscamente y Zanahoria apareció en el hueco, espada en mano.

—¿Adónde ha ido? ¿Adónde ha ido?

—No lo sé. ¿Qué demonios era?

Zanahoria se detuvo.

—Uh. No estoy seguro —dijo.

—¿Zanahoria?

—¿Sargento?

—Si fuera tú yo me pondría algo de ropa, muchacho.

Zanahoria siguió contemplando la claridad que precedía al alba.

—Lo que quiero decir es que, bueno, me di la vuelta y allí estaba, y…

Bajó la mirada hacia la espada que tenía en la mano como si no se hubiera dado cuenta de que la estaba empuñando.

—¡Oh, maldición! —dijo.

Volvió corriendo a su habitación y cogió sus pantalones. Mientras se embutía en ellos, Zanahoria fue súbitamente consciente del pensamiento que acababa de aparecer dentro de su cabeza, tan nítido como el hielo.

¿Tú eres gilipollas? Cogiste la espada automáticamente, ¿verdad? ¡Pues lo hiciste todo mal! ¡Ahora ella ha huido y nunca volverás a verla!

Zanahoria se volvió. Un perrito gris lo estaba observando desde la entrada.

Con semejante susto, quizá nunca vuelva a Cambiar de nuevo, dijeron sus pensamientos. ¿A quién le importa que sea una mujer-loba? ¡Eso no te molestó hasta que te enteraste! Y por cierto, cualquier galleta que lleves encima sería de inmensa utilidad para el perrito que hay en la entrada, aunque pensándolo bien las probabilidades de que lleves una galleta encima en estos momentos son muy reducidas, así que olvídate de que se te ha ocurrido pensarlo. Caramba, esta vez sí que has metido la pata hasta el fondo, ¿verdad?, pensó Zanahoria.

—Guau, guau —dijo el perro.

La frente de Zanahoria se llenó de arrugas.

—Eres tú, ¿verdad? —dijo, señalándolo con su espada.

—¿Yo? Los perros no hablan —se apresuró a decir Gaspode—. Oye, yo debería saberlo. Soy un perro.

—Dime adónde ha ido. ¡Ahora mismo! O si no…

—¿Sí? Mira —dijo Gaspode lúgubremente—, el primer recuerdo que tengo de mi vida, sí, eso, precisamente el primero, es que me estaban tirando al río metido dentro de un saco. Con un ladrillo. A mí. Quiero decir que, bueno, yo tenía las patas un poco flojas y una oreja humorísticamente vuelta del revés, quiero decir que, bueno, era todo peludito. Vale, de acuerdo, admito que el río era el Ankh. De acuerdo, así que podía ir andando hasta la orilla. Pero ese fue el comienzo, y las cosas nunca han llegado a mejorar demasiado después. Lo que quiero decir es que, bueno, fui andando a la orilla dentro del saco, arrastrando el ladrillo. Luego tardé tres días en poder salir del saco a base de mordiscos. Adelante. Amenázame.

—¿Por favor? —dijo Zanahoria.

Gaspode se rascó la oreja.

—Quizá podría seguirle el rastro —dijo después—. Siempre que se me proporcionara el, ya sabes, estímulo adecuado.

Meneó las cejas alentadoramente.

—Si la encuentras, te daré todo lo que me pidas —dijo Zanahoria.

—Oh, bueno. Si la encuentro. Claro. Oh, sí. Todo eso del si está muy bien, desde luego. ¿Qué me dirías de un pequeño pago por adelantado? Mira estas patas, ¿eh? Desgaste y riesgo de fractura. Y esta nariz no huele por sí sola. Es un instrumento soberbiamente ajustado.

—Si no empiezas a buscar ahora mismo —dijo Zanahoria— yo mismo te… —Titubeó. Nunca había sido cruel con un animal en toda su vida—. Pondré el asunto en manos del cabo Nobbs —dijo finalmente.

—Eso es lo que me gusta —dijo Gaspode amargamente—. Un buen incentivo.

Pegó su nariz sucia al suelo. En cualquier caso, todo era puro teatro. El olor de Angua flotaba en el aire como un arco iris.

—¿Puedes hablar de verdad? —preguntó Zanahoria.

Gaspode puso los ojos en blanco.

—Por supuesto que no —dijo.

La figura había llegado a lo alto de la torre.

Las lámparas y las velas estaban encendidas por toda la ciudad. Su resplandor se extendía por debajo de él. Diez mil pequeñas estrellas atadas a la tierra… y él podía apagar la que quisiera, así de fácil. Era como ser un dios.

Los sonidos resultaban asombrosamente audibles allí arriba. Era como ser un dios. Podía oír los aullidos de los perros, el sonido de las voces. Ocasionalmente una sonaba más alto que el resto, elevándose hacia el cielo nocturno.

Aquello sí que era poder. El poder que tenía allá abajo, el poder de decir: haz esto, haz aquello… eso era algo meramente humano, pero esto… esto era como ser un dios.

Colocó en posición el debólver, puso un cargador de seis balas, y apuntó escogiendo una luz al azar. Y luego apuntó hacia otra. Y luego hacia otra más.

No hubiese debido permitir que el debólver disparara contra aquella mendiga. Aquel no era el plan. Los dirigentes de los gremios, ese había sido el plan del pobrecito Edward. Los dirigentes de los gremios, para empezar. Dejar a la ciudad sin líderes y en plena agitación, y luego presentarse ante su bobo candidato y decirle: Da un paso adelante y gobierna, porque ese es tu destino.

Esa manera de pensar era una enfermedad muy vieja. La pillabas a través de las coronas, y de ciertas historias ridiculas. Creías… ja… creías que un truco tan barato como, como sacar una espada de una piedra suponía de alguna manera una cualificación para el trabajo del Rey. ¿Una espada sacada de una piedra? El debólver era mucho más mágico que eso.

Se acostó en el suelo, acarició el debólver, y esperó.

Despuntó el día.

—Yo nunca cogido nada —dijo Caradecarbón, y se dio la vuelta encima de su losa.

Detritus le atizó en la cabeza con el garrote.

—¡A ponerse en pie, soldados! ¡La mano fuera de la roca y adelante con ese calcetín! ¡Es otro hermoso día en la Guardia! ¡Guardia interino Caradecarbón, en pie, horrible hombrecillo!

Veinte minutos después un sargento Colon de ojos un tanto turbios contemplaba a las tropas. Se hallaban encorvadas sobre los bancos, excepto el guardia titular Detritus, quien permanecía tan tieso como un palo en una gran exhibición de espíritu servicial ante su superior.

—Bien, hombres —empezó a decir Colon—, ahora, como ya…

—¡A escuchar bien todos, hombres! —gritó Detritus con voz de trueno.

—Gracias, guardia titular Detritus —dijo Colon cansadamente—. El capitán Vimes va a casarse hoy y nosotros vamos a proporcionar una guardia de honor. Eso es lo que siempre solíamos hacer en los viejos tiempos cuando un hombre de la Guardia se casaba. Así que quiero que las corazas y los cascos estén limpios y relucientes. Y que las cohortes resplandezcan. Ni una mota de suciedad… ¿Dónde está el cabo Nobbs?

Hubo un dink cuando la mano del guardia titular Detritus rebotó en su casco nuevo.

—¡No se le ha visto en horas, señor! —informó.

Colon puso los ojos en blanco.

—Y algunos de vosotros iréis a… ¿Dónde está la guardia interina Angua?

Dink.

—Nadie la ha visto desde anoche, señor.

—De acuerdo. Conseguimos sobrevivir anoche, sobreviviremos hoy. El cabo Zanahoria dice que hemos de tener un aspecto competente.

Dink.

—¡Sí, señor!

—¿Guardia titular Detritus?

—¿Señor?

—¿Qué es eso que lleva en la cabeza?

Dink.

—El guardia titular Cuddy lo hizo para mí, señor. Casco pensante especial de relojería.

Cuddy tosió.

—Esas cosas grandes son rejillas de ventilación, ¿ve, sargento? —dijo—. Pintadas de negro. Le mangué un motor de relojería a mi primo, y este ventilador de aquí sopla aire encima de… —siguió diciendo, y luego se calló en cuanto vio la cara que estaba poniendo Colon.

—Eso es en lo que has estado trabajando toda la noche, ¿verdad?

—Sí, porque me parece que los cerebros de los trolls se recalientan dema…

El sargento lo hizo callar con un ademán.

—Así que ahora tenemos un soldado de relojería, ¿verdad? —dijo después—. Somos un auténtico ejército modelo, eso es lo que somos.

Gaspode estaba geográficamente avergonzado. Sabía más o menos dónde se encontraba, desde luego. Se encontraba en algún lugar situado más allá de Las Sombras, dentro del laberinto formado por los corrales del ganado y las calas de los muelles. Aunque Gaspode siempre pensaba en la ciudad entera como algo que le pertenecía, aquel no era su territorio. Allí había ratas casi tan grandes como él, y básicamente él tenía la forma de un terrier, y las ratas de Ankh-Morpork eran lo bastante inteligentes como para darse cuenta de ello. También le habían coceado dos caballos, y un carro casi le había pasado por encima. Y había perdido el rastro. Angua había cambiado de dirección y utilizado tejados y cruzado el río unas cuantas veces. Evitar la persecución era algo que se les daba bien instintivamente a los licántropos; después de todo los supervivientes descendían de aquellos licántropos que habían sido capaces de correr más deprisa que una turba enfurecida. Los que no podían ser más listos que una turba nunca tenían descendientes, o ni siquiera tumbas.

El olor había cesado en varias ocasiones delante de un muro o una cabaña de techo bajo, y entonces Gaspode iba cojeando en círculos hasta que volvía a encontrarlo.

Pensamientos inconexos ondulaban dentro de su esquizofrénica mente perruna.

—Perro Listo Salva el Día —musitaba—. Eres Un Perrito Muy Bueno, Dice Todo El Mundo. No lo dicen, lo estoy haciendo únicamente porque me amenazaron. La Nariz Maravillosa. Yo no quería hacer esto. Tendrás Un Hueso. No soy más que un trozo de madera a la deriva en el mar de la vida, eso es lo que soy. ¿Quién Es Un Buen Chico? Cállate.

El sol seguía su curso por el cielo. Debajo de él, Gaspode seguía su curso por el suelo.

Willikins descorrió las cortinas. La luz del sol entró en el dormitorio. Vimes gimió y luego fue incorporándose lentamente en lo que quedaba de su cama.

—Por todos los dioses, hombre —farfulló—. ¿Qué clase de hora llamas tú a esto?

—Casi las nueve de la mañana, señor —dijo el mayordomo.

—¿Las nueve de la mañana? ¿Qué clase de hora es esa para levantarse? ¡Normalmente no me levanto hasta que la tarde ha empezado a perder el brillo!

—Pero el señor ya no trabaja, señor.

Vimes bajó la mirada hacia el amasijo de sábanas y mantas. Le envolvían las piernas y se habían enredado unas con otras. Entonces se acordó del sueño.

Había estado caminando por la ciudad.

Bueno, quizá no había sido tanto un sueño como un recuerdo. Después de todo, él iba por la ciudad cada noche. Una parte de él se negaba a darse por vencida. Cierta parte de Vimes estaba aprendiendo a ser un civil, pero una parte más antigua estaba marchando, no, procediendo a un ritmo distinto. Vimes había tenido la impresión de que el lugar parecía más desierto y difícil de recorrer que de costumbre.

—¿El señor desea que lo afeite o el señor lo hará él mismo?

—Me pongo nervioso si la gente sostiene una cuchilla cerca de mi cara —dijo Vimes—. Pero si le pones el arnés al caballo y lo atas al carruaje, intentaré llegar hasta el otro extremo de la habitación.

—Muy gracioso, señor.

Vimes se dio otro baño, por aquello de la novedad. Era consciente gracias a un ruido de fondo general de que la mansión estaba totalmente concentrada en poner rumbo lo más deprisa posible hacia la hora B. Lady Sybil estaba dedicando a su boda toda esa capacidad de centrar sus pensamientos que normalmente aplicaba a eliminar mediante la crianza selectiva una tendencia a las orejas caídas en los dragones de pantano. Media docena de cocineras llevaban tres días muy ocupadas en la cocina. Estaban asando un buey entero y haciendo cosas asombrosas con frutas raras. Hasta aquel momento la idea que tenía Sam Vimes de una buena comida era un hígado sin vesículas. La haute cuisine había consistido en trocitos de queso atravesados por un palillo y embutidos en la mitad de una granada.

Era vagamente consciente de que se suponía que los futuros esposos no debían ver a sus futuras esposas durante la mañana de la boda, posiblemente para evitar que pusieran pies en polvorosa. Era una lástima, porque a Vimes le hubiese gustado hablar con alguien. Si pudiera hablar con alguien, quizá todo adquiriría sentido.

Cogió la navaja de afeitar, y contempló el rostro del capitán Samuel Vimes en el espejo.

Colon saludó y miró a Zanahoria.

—¿Se encuentra bien, señor? Tiene cara de que no le sentaría nada mal dormir un poco.

Las diez, o varios intentos de que fuese esa hora, empezaron a retumbar por la ciudad. Zanahoria se apartó de la ventana.

—He estado fuera echando un vistazo — dijo.

—Esta mañana ya llevamos tres reclutas más — dijo Colon. Los nuevos habían pedido alistarse en «el ejército del señor Zanahoria». Eso tenía ligeramente preocupado a Fred.

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