—Creo que De M’uerthe robó el debólver. Creo que mató a Beano. Pero… ¿Asesinos matando sin cobrar por ello? Es peor que los enanos y las herramientas. Es peor que los payasos y las caras. He oído decir que Cruces está muy enfadado. Tiene a asesinos buscando al muchacho por toda la ciudad.
—Oh. Bueno. No me gustaría estar en los zapatos de Edward cuando den con él.
—A mí no me gustaría estar en sus zapatos ahora. Y el caso es que sé dónde están esos zapatos. Están en sus pobres pies. Y ellos están muertos.
—¿Quieres decir que los asesinos han dado con él?
—No. Alguien más dio con él. Y luego Cuddy y Detritus dieron con él. Si entiendo un poco de esas cosas, lleva varios días muerto. ¿Lo ves? ¡Eso no puede ser! Pero le quité el maquillaje a Beano y saqué la nariz roja, y no cabe duda de que era él. Y la peluca tiene la clase de pelo rojo correcta. Tuvo que ir directamente a Martillogrande.
—Pero… alguien le disparó a Detritus. Y mató a la joven mendiga.
—Sí.
Angua se sentó junto a él.
—Y no pudo haber sido Edward…
—¡Ja! —dijo Zanahoria, desatándose la coraza y quitándose la camisa de cota de malla.
—Así que estamos buscando a alguien más. Un tercer hombre.
—¡Pero no hay pistas! ¡Solo hay un hombre con un debólver! ¡En algún lugar de la ciudad! ¡En cualquier sitio! ¡Y estoy cansado!
Los muelles del colchón volvieron a hacer glink cuando Zanahoria se levantó y fue con paso vacilante hacia la mesa y la silla. Se sentó, cogió una hoja de papel, inspeccionó un lápiz, le sacó punta con la espada y, tras unos instantes de reflexión, empezó a escribir.
Angua le contempló en silencio. Zanahoria llevaba un chaleco de cuero de manga corta debajo de la cota de malla. Tenía una marca de nacimiento en la parte de arriba del brazo izquierdo. Con forma de corona.
—¿Lo estás poniendo todo por escrito, como hacía el capitán Vimes? —le preguntó pasado un rato.
—No.
—¿Qué haces, entonces?
—Estoy escribiendo a mi mamá y a mi papá.
—¿De veras?
—Siempre escribo a mi mamá y a mi papá. Se lo prometí. Y de todas maneras, me ayuda a pensar. Siempre escribo cartas a casa cuando estoy pensando. Mi papá también me envía montones de buenos consejos.
Delante de Zanahoria había una caja de madera. Dentro de ella había apilado un montoncito de cartas. El padre de Zanahoria tenía la costumbre de contestarle escribiendo en el dorso de las mismas cartas de Zanahoria, porque el papel costaba mucho de encontrar en el fondo de una mina de enanos.
—¿Qué clase de buenos consejos?
—Sobre la minería, normalmente. Cómo mover rocas. Ya sabes. Apuntalar y reforzar. Dentro de una mina no puedes equivocarte. Tienes que hacer las cosas bien.
El lápiz de Zanahoria empezó a chirriar sobre el papel.
La puerta seguía entreabierta, pero de pronto hubo una vacilante llamada en ella que decía, en una especie de código morse metafórico, que el que llamaba podía ver con claridad que Zanahoria estaba en su habitación con una mujer escasamente vestida y por eso estaba intentando llamar sin que se le llegara a oír. El sargento Colon tosió. La tos contenía una risita burlona.
—¿Sí, sargento? —dijo Zanahoria sin volverse a mirar.
—¿Qué quiere que haga a continuación, señor?
—Mándelos por ahí en pelotones, sargento. Que haya al menos un humano, un enano y un troll en cada uno.
—Siseñor. ¿Qué quiere que hagan, señor?
—Ser visibles, sargento.
—Claro, señor. ¿Señor? Uno de los voluntarios que se acaban de presentar… es el señor Bleakley, señor. El de la calle Olmo, ya sabe. Es un vampiro, bueno, técnicamente hablando, pero trabaja en el matadero, así que en realidad no…
—Agradézcaselo efusivamente y mándelo a casa, sargento.
Colon miró a Angua.
—Siseñor. Claro —dijo de mala gana—. Pero el señor Bleakley no representa ningún problema, es solo que necesita tener todos esos homoglobins extra en su…
—¡No!
—Claro. Muy bien. Entonces, ejem, le diré que se vaya.
Colon cerró la puerta. La bisagra chirrió burlonamente.
—Te llaman señor-dijo Angua—. ¿Te has dado cuenta de eso?
—Lo sé. No está bien. El capitán Vimes dice que la gente debería pensar por sí misma. El problema es que las personas solo piensan por sí mismas si les dices que lo hagan. ¿Cómo deletreas «eventualidad»?
—Nunca lo hago.
—Vale —Zanahoria seguía sin levantar la mirada del papel— Creo que conseguiremos mantener entera la ciudad durante lo que queda de noche. Todos han visto que lo que estaban haciendo era una insensatez.
Eso no es lo que han visto, dijo Angua dentro de la intimidad de su propia cabeza. Te han visto a ti. Es como hipnotismo.
La gente vive tu visión, pensó Angua. Tú sueñas, igual que Gran Fido, con la única diferencia de que él soñaba una pesadilla y tú sueñas para todos. Realmente piensas que todo el mundo es básicamente bueno. Y mientras están cerca de ti, todos los demás también lo creen por un instante.
Un sonido de nudillos en marcha llegó hasta ellos desde algún lugar de las calles. La tropa de Detritus estaba haciendo otro circuito.
Oh, bueno. Tiene que saberlo más pronto o más tarde…
—¿Zanahoria?
—¿Mmm…?
—Sabes… cuando Cuddy y el troll y yo nos alistamos en la Guardia… Bueno, tú ya sabes por qué éramos tres, ¿verdad?
—Claro. Representación de los grupos minoritarios. Un troll, un enano, una mujer.
—Ah.
Angua titubeó. Fuera aún había luz de luna. Podía decírselo, bajar corriendo por la escalera, Cambiar y estar lejos de la ciudad cuando amaneciera. Tendría que hacerlo. Ya era toda una experta en lo de huir de ciudades.
—Pues no fue exactamente así —dijo—. Verás, hay un montón de no muertos en la ciudad y el patricio insistió en que…
—Dale un beso, muchacho —dijo Gaspode desde debajo de la cama.
Angua se quedó tan inmóvil como una estatua. El rostro de Zanahoria adquirió la expresión vagamente perpleja de alguien cuyos oídos acaban de escuchar lo que su cerebro está programado para creer que no existe. Empezó a sonrojarse.
—¡Gaspode! —dijo secamente Angua, pasando al Canino.
—Sé lo que estoy haciendo. Un Hombre, una Mujer. Es el Destino —dijo Gaspode.
Angua se levantó. Zanahoria también lo hizo, tan deprisa que su silla cayó al suelo.
—Tengo que irme —dijo Angua.
—Mmm… No te vayas…
—Ahora extiende el brazo, muchacho —dijo Gaspode.
Nunca daría resultado, se dijo Angua. Nunca lo hace. Los licántropos tienen que relacionarse con otros licántropos, porque ellos son los únicos que entienden…
Pero…
Por otra parte… dado que tendría que salir corriendo de todas maneras…
Angua levantó un dedo.
—Un momento —dijo alegremente y, con un solo movimiento, metió la mano debajo de la cama y sacó a Gaspode agarrado por el pescuezo.
—¡Me necesitas! —gimoteó el perro mientras era llevado hacia la puerta—. Quiero decir que, bueno, ¿y qué sabe él? ¡Su idea de pasar un buen rato es enseñarte el Coloso de Morpork! Ponme…
La puerta se cerró con un golpe seco. Angua se apoyó en ella.
Todo terminará igual que lo hizo en Pseudópolis y en Quirm y en…
—¿Angua? —dijo Zanahoria.
Ella se volvió.
—No digas nada —dijo—. Y puede que todo salga bien.
Pasado un rato, los muelles del colchón hicieron glink.
Y poco después de eso, para el cabo Zanahoria, el Mundodisco se movió. Y ni siquiera se molestó en detenerse a cancelar el pan y los periódicos.
El cabo Zanahoria despertó alrededor de las cuatro de la madrugada, esa hora secreta conocida únicamente por la gente que vive de noche, como los criminales, los policías y demás inadaptados. Siguió acostado sobre su mitad de la estrecha cama y miró la pared.
La noche había sido decididamente interesante.
Aunque era realmente simple, Zanahoria no era estúpido y siempre había sido consciente de la existencia de lo que se podría llamar la mecánica. Se había relacionado con varias damas jóvenes, y las había llevado a dar muchos tonificantes paseos para que vieran maneras fascinantes de trabajar el hierro y edificios cívicos muy interesantes hasta que ellas habían perdido inexplicablemente todo interés en tales cosas. Había patrullado con suficiente frecuencia los Pozos de las Rameras, aunque ahora la señora Palma y el Gremio de Costureras estaban intentando persuadir al patricio de que cambiara el nombre de aquella zona por el de La Calle del Afecto Negociable. Pero nunca había visto a aquellas damas en relación consigo mismo y nunca había estado totalmente seguro de, por así decirlo, dónde encajaba él.
Aquello probablemente no era algo acerca de lo que fuese a escribir a sus padres. Casi seguro que ellos ya lo sabían.
Se levantó de la cama. La habitación se había vuelto asfixiante con las cortinas cerradas.
Detrás de él, oyó cómo Angua se daba la vuelta para quedar instalada dentro del hueco que había dejado libre su cuerpo.
Entonces, con ambas manos y con un vigor considerable, Zanahoria descorrió las cortinas y dejó entrar la intensa claridad blanca de la luna llena.
Detrás de él, oyó suspirar a Angua en sueños.
Varías tormentas estaban descargando encima de la llanura. Zanahoria vio los destellos de los rayos que iban cosiendo el horizonte, y pudo oler la lluvia. Pero en la ciudad el aire estaba inmóvil y seguía siendo casi irrespirable, todavía más recalentado por la distante perspectiva de las tormentas.
La Torre del Arte de la Universidad Invisible se elevaba ante él. Zanahoria la veía cada día. La torre dominaba la mitad de la ciudad.
Detrás de él, la cama hizo glink.
—Me parece que va a haber… —empezó a decir Zanahoria, y se volvió.
Al hacerlo, no llegó a ver el destello de la luna reflejándose en el metal desde lo alto de la torre.
El sargento Colon estaba sentado en el banco fuera del aire caliente como un horno del interior de la Casa de la Guardia.
Se oían golpes de martillo en el interior. Cuddy había llegado diez minutos antes con una bolsa de herramientas, un par de cascos y una expresión decidida. Colon no tenía ni la más remota idea acerca de en qué estaba trabajando el diablillo.
Volvió a contar, muy despacio, marcando nombres en la tablilla.
No cabía duda acerca de ello. Ahora la Guardia Nocturna ya casi tenía veinte miembros. Quizá más. Detritus había entrado en fase crítica, y le había tomado juramento a dos hombres más, otro troll y un maniquí de madera con el que se encontró delante de La Compañía de Ropa Elegante Corchocetín.[27] Si las cosas continuaban así, pronto podrían volver a abrir las antiguas Casas de la Guardia que había cerca de las puertas principales, igual que en los viejos tiempos.
Colon ya no se acordaba de la última vez que la Guardia había tenido veinte hombres.
En el primer momento había parecido una buena idea. Lo que no se podía negar era que estaba sirviendo para mantener controlada la situación. Pero por la mañana el patricio se enteraría de lo ocurrido, y entonces exigiría ver al oficial superior.
Ahora bien, el sargento Colon no tenía del todo claro quién era el oficial superior en aquel instante. Tenía la impresión de que debía de ser o el capitán Vimes o, de una manera que no podía llegar a definir del todo, el cabo Zanahoria. Pero el capitán no se encontraba disponible y el cabo Zanahoria solo era un cabo, y Fred Colon tenía el horrible presentimiento de que cuando lord Vetinari hiciera comparecer a alguien para mostrarse irónico con él y soltarle cosas como «Le ruego que me diga quién va a pagar todos esos sueldos», entonces sería él, Fred Colon, quien se encontraría yendo a la deriva río Ankh arriba sin disponer de un remo.
Y lo peor de todo era que se les estaba agotando el escalafón. Solo existían cuatro grados por debajo del de sargento. Nobby había empezado a poner muy mala cara ante la posibilidad de que alguien más fuera ascendido a cabo, así que estaba teniendo lugar un cierto grado de congestión profesional. Además, a algunos de los que acababan de ingresar en la Guardia se les había metido en la cabeza que la manera de conseguir que te ascendieran era alistar a media docena de guardias más. Con el ritmo actual de incorporaciones que había alcanzado Detritus, a finales de mes ya se habría convertido en Mayor General Altísimo y Supremo.
Y lo que hacía que todo aquello resultara muy extraño era el hecho de que Zanahoria seguía siendo solo un…
Colon alzó la mirada cuando oyó un tintineo de cristales rotos. Algo dorado y borroso salió disparado por una ventana de uno de los pisos de arriba, tomó tierra entre las sombras y huyó antes de que el sargento pudiera ver lo que era.