Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

—¡Pero los lobos no son así! ¡Ni siquiera tienen nombres!

—Todo el mundo tiene un nombre.

—Los lobos no. ¿Por qué deberían tenerlo? Ellos saben quiénes son, y saben quién es el resto de la manada. Todo es… una imagen. Olor y sensación y forma. ¡Los lobos ni siquiera tienen una palabra para referirse a los lobos! No funcionan así. Los nombres son cosas humanas.

—Los perros tienen nombres. Yo tengo un nombre. Gaspode. Ese es mi nombre —dijo Gaspode, en un tono un poco malhumorado.

—Bueno… no puedo explicar por qué —dijo Angua—. Pero los lobos no tienen nombres.

La luna ya estaba alta en un cielo tan negro como una taza de café que no fuese nada negro.

Su luz convertía la ciudad en una red de líneas plateadas y sombras.

Hubo un tiempo en el que la Torre del Arte había sido el centro de la ciudad, pero las ciudades tienden a migrar delicadamente con el tiempo y ahora el centro de Ankh-Morpork se encontraba a varios centenares de metros de allí. Aun así, la torre todavía dominaba la ciudad. Su negra forma se elevaba ante el cielo nocturno, arreglándoselas para parecer más negra de lo que sugerirían unas meras sombras.

Casi nadie alzaba nunca la mirada hacia la Torre del Arte, porque siempre estaba allí. No era más que una cosa. La gente casi nunca mira las cosas familiares.

Hubo un levísimo tintineo de metal chocando contra la piedra. Por un instante, cualquiera que estuviese cerca de la Torre del Arte y se encontrara mirando exactamente hacia el lugar adecuado podría haber imaginado que estaba viendo cómo un retazo de oscuridad todavía más negra iba avanzando, lenta pero inexorablemente, hacia lo alto de la torre.

La luz de la luna se reflejó por un instante en un delgado tubo metálico, colgado a través de la espalda de la figura. Luego el tubo volvió a entrar en las sombras cuando continuó subiendo hacia arriba.

La ventana estaba firmemente cerrada.

—Pero si siempre la deja abierta —protestó Angua.

—Esta noche puede que la haya cerrado —dijo Gaspode—. Hay un montón de gente rara rondando por ahí.

—Pero ella ya sabe cómo es la gente rara —dijo Angua—. ¡La mayor parte vive en su casa!

—Tendrás que volver a convertirte en humana y romper la ventana.

—¡No puedo hacer eso! ¡Estaría desnuda!

—Bueno, ahora estás desnuda, ¿no?

—¡Pero soy una loba! ¡Eso es diferente!

—Yo nunca he llevado nada encima en toda mi vida, y eso nunca me ha molestado.

—La Casa de la Guardia —musitó Angua—. En la Casa de la Guardia habrá algo. Una cota de malla de repuesto, al menos. Una sábana o algo. Y la puerta no cierra bien. Vamos.

Echó a trotar calle abajo, con Gaspode siguiéndola sin dejar de gimotear.

Alguien estaba cantando.

—Caray —dijo Gaspode—, mira eso.

Cuatro guardias los dejaron atrás andando lentamente. Dos enanos, dos trolls. Angua reconoció a Detritus.

—¡Venga, venga, venga! ¡Vosotros sin duda los reclutas más horribles que yo veo nunca! ¡Levantad esos pies!

—¡Yo nunca hecho nada!

—¡Ahora haces algo por primera vez en tu horrible vida, guardia interino Caradecarbón! ¡En la Guardia se lleva una vida de hombre!

El pelotón dobló la esquina.

—¿Qué ha estado ocurriendo? —preguntó Angua.

—A mí que me registren. Quizá podría saber algo más si uno de ellos se parara a echar una meadita.

Había una pequeña multitud alrededor de la Casa de la Guardia en Pseudópolis Yard. También parecían ser guardias. El sargento Colon estaba de pie debajo de un farol parpadeante, escribiendo en su tablilla mientras hablaba con un hombrecillo que tenía un bigote imponente.

—¿Y su nombre, caballero?

—¡SILAS! ¡FAJODEMOLESTIAS!

—¿Antes no era usted pregonero de la ciudad?

—¡ESO ES!

—Claro. Que le den su penique. ¿Guardia titular Cuddy? Uno para su destacamento.

—¿QUIÉN ES EL GUARDIA TITULAR CUDDY? —preguntó Fajodemolestias.

—Aquí abajo, señor.

El hombre miró hacia abajo.

—¡PERO TÚ ERES… UN ENANO! YO NUNCA…

—¡Póngase firmes cuando esté hablando con un oficial superiormente superior! —aulló Cuddy.

—Verá, Fajodemolestias, lo que ocurre es que en la Guardia no hay enanos, trolls o humanos —dijo Colon—. Aquí solo hay guardias, ¿comprende? Eso es lo que dice el cabo Zanahoria. Naturalmente, si prefiere estar en el destacamento del guardia titular Detritus…

—ME GUSTAN LOS ENANOS —se apresuró a decir Fajodemolestias—, SIEMPRE ME HAN GUSTADO. NO ES QUE HAYA NINGUNO EN LA GUARDIA, CUIDADO —añadió, después de apenas un segundo de reflexión.

—Aprendes deprisa. Llegarás lejos en el ejército de este hombre —dijo Cuddy—. Cualquier día podrías tener un trasero de mariscal de campo en tu servilleta. ¡Aaaa-ten-ción! Paso ligero, vamos, vamos, vamos…

—Con este ya llevamos cinco voluntarios —le dijo Colon al cabo Nobbs, mientras Cuddy y su nuevo recluta se perdían en la oscuridad—. Hasta el decano de la Universidad intentó alistarse. Asombroso.

Angua miró a Gaspode, quien se encogió de hombros.

—Bien, no cabe duda de que Detritus los está poniendo firmes muy deprisa —dijo Colon—. En diez minutos ya son masilla en sus manos. Ojo —añadió—, en diez minutos cualquier cosa es masilla en sus manos. Eso me recuerda al sargento instructor que tuve cuando entré en el ejército.

—Era un tipo duro, ¿eh? —dijo Nobby, encendiendo un cigarrillo.

—¿Duro? ¿Duro? ¡Caray! ¡Trece semanas de pura miseria, eso es lo que fueron! ¡Correr veinte kilómetros cada mañana, hasta el cuello de barro la mitad de ese tiempo, y él chillando como un descosido y maldiciéndonos durante cada momento del día! ¡Una vez me tuvo levantado toda la noche limpiando los lavabos con un cepillo de dientes! ¡Nos atizaba con un palo lleno de pinchos para sacarnos de la cama! Teníamos que dejarnos la piel por ese hombre, odiábamos sus malditas tripas y le habríamos dado una buena tunda si alguno de nosotros hubiera tenido el valor necesario para hacerlo pero, naturalmente, ninguno de nosotros llegó a hacerlo. Ese sargento instructor nos hizo pasar por tres meses de muerte en vida. Pero… sabes… después del desfile cuando hubimos terminado el adiestramiento… al vernos vestidos con nuestros uniformes nuevos y todo eso, por fin auténticos soldados, viendo aquello en lo que nos habíamos convertido… bueno, vimos al sargento en el bar y, bueno… no me importa confesártelo… —Los perros vieron cómo Colon se secaba la sospecha de una lágrima—. Yo, Tolón Jackson y Cochino Spuds le esperamos en el callejón y le dimos tal paliza que mis nudillos tardaron tres días en curarse. —Colon se sonó la nariz—. Días felices… ¿Te apetece un caramelo hervido, Nobby?

—Pues no me importaría comerme uno, Fred.

—Dale uno al perrito —dijo Gaspode.

Colon así lo hizo, y luego se preguntó por qué.

—¿Ves? —dijo Gaspode, triturando el caramelo hervido entre sus espantosos dientes—. Soy brillante. Sí, soy realmente brillante.

—Será mejor que reces para que Gran Fido no llegue a enterarse —dijo Angua.

—Qué va. Él nunca me tocaría. Le preocupo. Tengo el Poder. —Se rascó una oreja vigorosamente—. Oye, no tienes por qué volver a entrar ahí. Podríamos ir y…

—No.

—La historia de mi vida —dijo Gaspode—. Ahí está Gaspode. Dale una patada.

—Creía que tenías esa gran familia feliz a la cual regresar —dijo Angua mientras abría la puerta empujándola.

—¿Eh? Oh, sí. Claro —se apresuró a decir Gaspode—. Sí. Pero me gusta mi, especie de, independencia. Puedo volver a casa como una exhalación en cualquier momento que lo desee.

Angua subió por la escalera con unos cuantos saltos y abrió la puerta más próxima empujándola con la pata.

Era el dormitorio de Zanahoria. El olor de su persona, una especie de color de un rosa dorado, lo llenaba de un extremo a otro.

Había un dibujo de una mina de enanos clavado con cuidado a una pared. Otra pared contenía una gran hoja de papel barato encima de la cual había sido dibujado, en cuidadosos trazos de lápiz y con muchas tachaduras y sitios borrados, un mapa de la ciudad.

Delante de la ventana, allí donde la pondría una persona que lo hiciera todo a conciencia para sacar el máximo provecho posible de la luz disponible y no tener que desperdiciar demasiadas velas de la ciudad, había una mesita. Encima de ella había unas cuantas hojas de papel, y un tazón lleno de lápices. También había una silla vieja, y una hoja de papel estaba doblada y metida debajo de una pata un poco floja que la hacía bailar.

Y eso, aparte de un arcón para la ropa, era todo. Le recordó a Angua la habitación de Vimes. Aquel era un sitio al que alguien venía a dormir, no a vivir.

Angua se preguntó si había habido alguna vez un tiempo en el que alguien de la Guardia estuviera realmente libre de servicio. No podía imaginarse al sargento Colon vestido de civil. Cuando se era un guardia, se era guardia todo el tiempo, lo cual era un buen negocio para la ciudad porque solo te pagaba para que fueses un guardia durante diez horas al día.

—Está bien —dijo—. Puedo utilizar una sábana de la cama. Cierra los ojos.

—¿Por qué? —preguntó Gaspode.

—¡Por decencia!

Gaspode se quedó inexpresivo. Entonces dijo:

—Ah, ya lo cojo. Ya lo creo que sí. Madre mía, será mejor que no vea a una mujer desnuda. No vaya a ser que me entren ideas raras. Hay que tener cuidado con esas cosas.

—¡Ya sabes a qué me refiero!

—No puedo decir que lo sepa. No, realmente no puedo decir que lo sepa. La ropa nunca ha sido lo que tú podrías llamar una cosa que le quite el comosellame a los perros. —Gaspode se rascó la oreja—. Vaya, he usado dos variables metasintácticas. Lo siento.

—Contigo es diferente. Tú sabes lo que soy. Y en cualquier caso, la desnudez es algo natural para los perros.

—Igual que para los humanos…

Angua cambió.

Las orejas de Gaspode se pegaron a su cabeza, y no pudo evitar soltar un gemido.

Angua se desperezó.

—¿Sabes qué es lo peor? —dijo—. El pelo. Luego cuesta horrores quitarle los enredos. Y además tengo los pies llenos de barro.

Cogió una sábana de la cama y se envolvió en ella como si fuera una toga improvisada.

—Ya está —dijo—. En la calle se ven cosas peores cada día. ¿Gaspode?

—¿Qué?

—Ahora ya puedes abrir los ojos.

Gaspode parpadeó. Angua era agradable a la vista en ambas formas, pero el par de segundos intermedios, mientras la señal mórfica iba buscando entre las emisoras, no era la clase de visión que querrías tener con el estómago lleno.

—Pensaba que te revolcarías por el suelo gruñendo mientras te salía pelo y se te iba estirando todo —gimoteó.

Angua se miró el pelo en el espejo aprovechando que todavía le duraba la visión nocturna.

—¿Para qué iba a hacer eso?

—¿Y toda esa… historia… duele?

—Es un poco como un estornudo de cuerpo entero. Lo lógico sería pensar que Zanahoria tendría un peine, ¿verdad? Quiero decir que, vamos a ver, ¿un peine? Todo el mundo tiene un peine…

—¿Un estornudo… realmente… grande?

—Hasta un cepillo para la ropa sería algo.

Los dos se quedaron totalmente inmóviles cuando la puerta se abrió con un crujido.

Zanahoria entró en la habitación. No los vio en la penumbra, sino que fue hacia la mesa. Hubo un destello y un olor a azufre cuando encendió primero una cerilla y luego una vela.

Se quitó el casco, y luego se encorvó como si finalmente hubiera permitido que un peso cayera encima de sus hombros. Le oyeron decir:

—¡No puede ser!

—¿Qué no puede ser? —preguntó Angua.

Zanahoria se volvió en redondo.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Te robaron el uniforme mientras estabas espiando en el Gremio de Asesinos —le sopló Gaspode.

—Me robaron el uniforme —dijo Angua—, mientras estaba en el Gremio de Asesinos. Espiando. —Zanahoria todavía la miraba fijamente—. Había un viejo que no paraba de mascullar —siguió diciendo Angua con desesperación.

—¿Quelejodan? ¿Mano de milenio y gamba?

—Sí, eso es…

—Viejo Apestoso Ron. —Zanahoria suspiró—. Probablemente vendió tu uniforme para pagarse una copa. Pero sé dónde vive. Recuérdame que vaya a tener unas palabras con él cuando tenga un momento libre.

—No quieres preguntarle qué llevaba puesto encima cuando estaba en el Gremio de Asesinos —dijo Gaspode, que se había metido debajo de la cama.

—¡Calla! —dijo Angua.

—¿Qué? —dijo Zanahoria.

—Me enteré de lo de la habitación —se apresuró a decir Angua—. Alguien llamado…

—¿Edward de M’uerthe? —la interrumpió Zanahoria, sentándose en la cama. Los viejos muelles del colchón hicieron groing-groing-glink.

—¿Cómo supiste eso?

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