Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

—Vosotros dos esperad aquí —dijo Roger el Negro.

—Y no intentéis huir —dijo Carnicero—, porque el que se te coman los intestinos a menudo ofende.

Angua bajó la cabeza hasta el nivel de Gaspode. El perrito estaba temblando.

—¿En qué me has metido? —gruñó—. Este es el Gremio de Perros, ¿verdad? ¿Una banda de chuchos sin hogar?

—¡Chist! ¡No digas eso! No son chuchos sin hogar. Oh, cielos. —Gaspode miró alrededor—. No creas que cualquier sabueso puede ingresar en el Gremio de Perros. Oh, no, de eso nada. Estos son perros que han sido… —bajó la voz—… er… malos.

—¿Perros que han sido malos?

—Perros que han sido malos, sí. Eres un perrito muy travieso. Dale un buen cachete. Perro malo —musitó Gaspode, como si recitara alguna horrible letanía—. Cada perro que ves aquí, sí, cada perro… se escapó de su casa. Huyó de su dueño.

—¿Y eso es todo?

—¿Todo? ¿Todo? Bueno. Oh, claro. Tú no eres exactamente lo que se dice un perro. No puedes entenderlo. Nunca sabrás qué es lo que se siente. Pero Gran Fido… se lo dijo. Liberaos de las cadenas que os oprimen, dice. Morded la mano que os alimenta. Levantaos y aullad. Les dio orgullo —dijo Gaspode, con su voz siendo una mezcla de miedo y fascinación—. Se lo dijo. Cualquier perro que descubre no comportándose como un espíritu libre… Bueno, ese perro es perro muerto. La semana pasada Gran Fido mató a un dóberman, solo porque meneó la cola cuando un humano pasaba junto a él.

Angua miró a algunos de los perros. Todos estaban sucios y tenían aspecto de abandonados. También eran, de una extraña manera, muy poco perrunos. Había un pequeño perro de lanas más bien elegante que todavía conservaba los restos ya demasiado crecidos de su corte de perro de lanas, y un perrito faldero con los maltrechos restos de una chaqueta de lana colgando aún de sus hombros. Pero no ladraban, ni formaban grupos. Todos tenían una mirada llena de concentración que Angua ya había visto antes, si bien nunca en perros.

Gaspode estaba temblando visiblemente. Angua fue hacia el perro de lanas. Aun había un collar adornado con diamantitos visible debajo del sucio pelaje.

—Ese Gran Fido, ¿es alguna clase de lobo, o qué? —le preguntó Angua.

—Espiritualmente, todos los perros son lobos —dijo el perro de lanas—, pero han sido cínica y cruelmente apartados de su verdadero destino por las manipulaciones de la así llamada humanidad.

Sonaba como una cita.

—¿Gran Fido dijo eso? —se atrevió a preguntarle Angua.

El perro de lanas volvió la cabeza y entonces Angua vio sus ojos por primera vez. Eran rojos, y estaban llenos de enloquecida furia asesina. Cualquier cosa que tuviera unos ojos semejantes podía matar a todo lo que quisiera porque la locura, la auténtica locura, puede hacer que un puño atraviese una tabla.

—Sí-dijo Gran Fido.

Había sido un perro normal. Había jadeado, y se había acostado boca arriba, y había obedecido, y había ido a traer cosas cuando se las tiraban para que fuera a traerlas. Todas las noches lo sacaban a dar un paseo.

Cuando ocurrió, no hubo ningún súbito destello de luz. Una noche el perro estaba acostado dentro de su cesta y empezó a pensar en su nombre, que era Fido, y en el nombre de la cesta, que era Fido. Y pensó en su manta con Fido escrito en ella, y en su cuenco con Fido escrito en él y, por encima de todo, meditó en el collar con Fido escrito en él, y en algún rincón de las profundidades de su cerebro algo encajó con un suave chasquido y entonces se comió la manta, hizo pedazos a su dueño y saltó por la ventana de la cocina. En la calle, un labrador que tenía cuatro veces el tamaño de Fido se había burlado de su collar, y treinta segundos después huía gimoteando.

Aquello solo había sido el principio.

La jerarquía perruna no tenía nada de complicada. Fido se había limitado a ir preguntando por ahí, generalmente con voz ahogada porque tenía la pata de alguien entre las fauces, hasta que localizó al líder de la mayor banda de perros salvajes de la ciudad. La gente —es decir, los perros— todavía hablaba del combate que había tenido lugar entre Fido y Ladrador Rabioso Arthur, un rottweiler que tenía un solo ojo y muy mal genio. Pero la mayoría de los animales no luchan hasta la muerte, solo hasta la derrota, y Fido era imposible de derrotar porque Fido simplemente era un diminuto rayo asesino con un collar. Se había mantenido agarrado a distintas partes de Ladrador Rabioso Arthur hasta que Ladrador Rabioso Arthur se dio por vencido y entonces, para gran asombro suyo, Fido lo había matado. Había algo inexplicablemente resuelto en aquel perro: podrías haber estado dándole de garrotazos durante cinco minutos, y aun así lo que quedara de él hubiera seguido sin darse por vencido y más valdría que no le dieras la espalda.

Porque Gran Fido tenía un sueño.

—¿Hay algún problema? —preguntó Zanahoria.

—Ese troll insultó a ese enano —dijo Fuerteenelbrazo el enano.

—Oí cómo el guardia titular Detritus le daba una orden al guardia interino… Hrolf Pijama —dijo Zanahoria—. ¿Qué problema hay en eso?

—¡Que Detritus es un troll!

—¿Y bien?

—¡Insultó a un enano!

—Bueno, de hecho es un término técnico militar que… —dijo el sargento Colon.

—¡Da la casualidad de que hoy ese maldito troll me salvó la vida! —gritó Cuddy.

—¿Para qué?

—¿Para qué? ¿Cómo que para qué? ¡Pues porque era mi vida, para eso! Da la casualidad de que le tengo mucho apego.

—No pretendía decir que…

—¡Tú cállate, Abba Fuerteenelbrazo! ¡Qué sabes tú de nada, pedazo de civil! ¿Por qué eres tan estúpido? ¡Aaargh! ¡Llevo demasiado tiempo en esto para que me vengas con esta mierda!

Una sombra se alzó en el umbral. Caradecarbón era una forma básicamente horizontal, una oscura masa formada por líneas de fractura y superficies desnudas. Sus ojos relucían con rojizo recelo.

—¡Y ahora lo vais a dejar marchar! —gimió un enano.

—Eso es porque no tenemos ninguna razón para mantenerlo encerrado —dijo Zanahoria—. Quienquiera que haya matado al señor Martillogrande era lo bastante pequeño para entrar por la puerta de un enano. Un troll de sus dimensiones nunca podría hacer eso.

—¡Pero todo el mundo sabe que es un troll malo! —gritó Fuerteenelbrazo.

—Yo nunca hecho nada —dijo Caradecarbón.

—No puede soltarle ahora, señor —susurró Colon—. ¡Le destrozarán!

—Yo nunca hecho nada.

—Buena observación, sargento. ¡Guardia titular Detritus!

—¿Señor?

—Tómele juramento como voluntario.

—Yo nunca hecho nada.

—¡No puedes hacer eso! —gritó el enano.

—No estaré en ninguna Guardia —gruñó Caradecarbón.

Zanahoria se inclinó hacia él.

—Ahí fuera hay cien enanos. Con hachas muy grandes —murmuró.

Caradecarbón parpadeó.

—Me alistaré.

—Tómele juramento, guardia titular.

—¿Permiso para enrolar a otro enano, señor? ¿Para mantener la paridad?

—Adelante, guardia titular Cuddy.

Zanahoria se quitó el casco y se secó la frente.

—Bueno, pues entonces creo que eso es todo —dijo.

La multitud lo estaba mirando.

Zanahoria sonrió alegremente.

—Nadie tiene que quedarse aquí a menos que quiera hacerlo —dijo Zanahoria.

—Yo nunca hecho nada.

—Sí… pero… mira —dijo Fuerteenelbrazo—. Si él no mató al viejo Martillogrande, ¿quién lo hizo?

—Yo nunca hecho nada.

—Nuestras investigaciones están siguiendo su curso.

—¡No lo sabes!

—Pero lo voy a averiguar.

—¿Oh, sí? ¿Y cuándo lo sabrás, si tienes la amabilidad de decírmelo?

—Mañana.

El enano titubeó.

—De acuerdo, entonces —terminó diciendo, de muy mala gana—. Mañana. Pero más vale que sea mañana.

—De acuerdo —dijo Zanahoria.

La multitud se dispersó, o al menos dejó de estar tan apretujada como antes. Tanto si es un troll como si es un enano o un humano, un ciudadano de Ankh-Morpork nunca estará demasiado dispuesto a moverse mientras todavía quede por ver un poco de teatro callejero.

El guardia titular Detritus, con el pecho tan hinchado por el orgullo y la pomposidad que los nudillos apenas le tocaban el suelo, pasó revista a sus tropas.

—¡Escuchadme bien, horribles trolls!

Hizo una pausa mientras los pensamientos siguientes iban poniéndose en posición.

—¡Escuchadme con mucha atención! ¡Estás en la Guardia, muchacho! ¡Un trabajo con oportunidades! —dijo Detritus—. ¡Yo solo llevo diez minutos haciéndolo y ya me han ascendido! ¡También recibes educación y adiestramiento para un buen trabajo en la calle Civil!

»Esto es vuestro garrote con un clavo en él. Lo comeréis. ¡Dormiréis con él! Cuando Detritus dice «Salta», tú dices… ¡qué color! ¡Vamos a hacer esto siguiendo el orden de los números! ¡Y tengo montones de números!

—Yo nunca hecho nada.

—¡Tú, Caradecarbón, a ver si espabilas un poco porque tienes un botón de mariscal de campo en tu mochila!

—Yo tampoco cogido nunca nada.

—¡Venga! ¡Al suelo y hazme treinta y dos! ¡No! ¡Que sean sesenta y cuatro!

El sargento Colon se pellizcó el puente de la nariz. Estamos vivos, pensó. Un troll insultó a un enano delante de un montón de otros enanos. Caradecarbón… quiero decir, Caradecarbón, lo que quiero decir es que, bueno, en comparación con él Detritus es el señor Limpio… está libre y ahora es un guardia. Zanahoria dejó tumbado en el suelo de un puñetazo a Mayonesa. Zanahoria ha dicho que mañana lo tendríamos todo aclarado, y ya ha oscurecido. Pero estamos vivos.

El cabo Zanahoria está loco.

Escucha a esos perros. Con este calor, todo el mundo tiene los nervios de punta.

Angua oía aullar a los otros perros y pensaba en los lobos.

Había corrido con la manada unas cuantas veces, y conocía a los lobos. Aquellos perros no eran lobos. Los lobos eran criaturas pacíficas, en general, y bastante simples. Ahora que pensaba en ello, el líder de la manada había sido bastante parecido a Zanahoría. Zanahoria encajaba en la ciudad de la misma manera en que aquel lobo encajaba en los bosques de las montañas.

Los perros eran más listos que los lobos. Los lobos no necesitaban la inteligencia. Tenían otras cosas. Pero los perros… Bueno a ellos la inteligencia se la habían dado los humanos. Tanto si la querían como si no. Eran ciertamente más sanguinarios que los lobos. Eso también lo habían obtenido de los humanos.

Gran Fido estaba convirtiendo a su banda de perros callejeros en aquello que los ignorantes creían que era una manada de lobos: una especie de máquina peluda de matar.

Angua miró a su alrededor.

Perros grandes, perros chicos, perros gordos, perros flacuchos. Todos miraban al perro de lanas con los ojos encendidos mientras hablaba.

Sobre el Destino.

Sobre la Disciplina.

Sobre la Superioridad Natural de la Raza Canina.

Sobre Lobos. Solo que los lobos de la visión de Gran Fido no eran lobos tal como los conocía Angua. Eran más grandes, más feroces, más sabios, los lobos del sueño de Gran Fido. Eran Reyes del Bosque, Terrores de la Noche. Tenían nombres como Colmillo Veloz y Lomo Plateado. Eran lo que cada perro debería aspirar a ser.

Gran Fido había dado su aprobación a Angua. Se parecía mucho a un lobo, había dicho.

Todos escuchaban, totalmente fascinados, a un perrito que iba soltando pedorretas nerviosas mientras hablaba y les contaba que la forma natural para un perro era mucho más grande. Angua se hubiese reído, de no ser por el hecho de que tenía serias dudas de que fuera a salir viva de allí.

Y luego vio lo que le ocurría a un chucho con aspecto de rata que fue llevado a rastras al centro del círculo por un par de terriers y acusado de haber cogido un palo que lanzó un humano. Ni siquiera los lobos le hacían eso a otros lobos. No existía ningún código de conducta lupina. No había ninguna necesidad de que lo hubiera. Los lobos no necesitaban reglas acerca del ser lobos.

Cuando la ejecución hubo terminado, Angua encontró a Gaspode sentado en un rincón y tratando de pasar desapercibido.

—¿Nos perseguirán si nos largamos ahora? —le preguntó Angua.

—No lo creo. La reunión ha terminado, ¿ves?

—Pues entonces vamos.

Salieron a un callejón y, cuando estuvieron seguros de que nadie se había dado cuenta de que se iban, echaron a correr.

—Cielos —dijo Angua, cuando hubieron interpuesto varias calles entre ellos y la multitud de perros—. Está loco, ¿verdad?

—No, la locura es cuando te sale espuma por la boca —dijo Gaspode—. Gran Fido está desquiciado. Eso es cuando te echa espuma el cerebro.

—Todas esas cosas que dijo sobre los lobos…

—Supongo que un perro tiene derecho a soñar —dijo Gaspode.

Autore(a)s: