Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

—Eso es.

—¿Por qué tiene un mono como mascota?

—Ah —dijo Zanahoria—. Me parece que te estás refiriendo al cabo Nobbs…

—¿Es humano? ¡Tiene una cara que parece uno de esos pasatiempos en los que tienes que ir uniendo los puntos!

—Sí, el pobre hombre tiene una buena colección de furúnculos. Hace trucos con ellos. Procura no interponerte nunca entre él y un espejo.

No había mucha gente en las calles. Hacía demasiado calor, incluso para lo que se estilaba en un verano de Ankh-Morpork. El calor irradiaba de cada superficie. El río se acurrucaba apáticamente en el fondo de su lecho, como un estudiante alrededor de las once de la mañana. Quienes no tenían ningún asunto acuciante que atender fuera de casa acechaban en los sótanos y solo salían de noche.

Zanahoria iba por las calles que se cocían al sol con aires de propietario y una ligera pátina de honesto sudor, intercambiando un saludo de vez en cuando. Todo el mundo conocía a Zanahoria. Era muy fácil de reconocer. Nadie más medía cosa de unos dos metros de alto y tenía el pelo rojo como las llamas. Además, andaba como si toda la ciudad fuera suya.

—¿Quién era ese hombre con la cara de granito al que vi en la Casa de la Guardia? —preguntó Angua mientras iban andando por la Vía Ancha.

—Ese era Detritus el troll —dijo Zanahoria—. Antes solía ser un poquito criminal, pero ahora está cortejando a Rubí. Ella dice que Detritus tiene que…

—No, me refería a ese otro hombre —dijo Angua, descubriendo, como muchos otros antes que ella, que Zanahoria tendía a tener ciertos problemas con las metáforas—. El que tiene una cara que parece una nube de torm… El que tiene la cara de alguien que está muy malhumorado por algo.

—Ah, ese era el capitán Vimes. Pero no creo que nadie haya hecho nunca nada para ponerle de buen humor. Va a retirarse en cuanto termine la semana, y entonces se casará.

—Pues la idea no parece gustarle demasiado —dijo Angua.

—No sabría qué decirte.

—Me parece que no le gustan nada los nuevos reclutas.

El otro rasgo característico del cabo Zanahoria era que no podía mentir.

—Bueno, la verdad es que los trolls no le gustan demasiado —dijo—. Cuando el capitán Vimes se enteró de que teníamos que poner carteles pidiendo un recluta troll, no conseguimos sacarle una sola palabra en todo el día. Y luego tuvimos que conseguir un enano, porque de otra manera causarían problemas. Yo también soy un enano, pero los enanos de aquí no se lo creen.

—No me digas —murmuró Angua, alzando la mirada hacia él.

—Mi madre me tuvo por adopción.

—Oh. Sí, pero yo no soy una troll o una enana —dijo Angua dulcemente.

—No, pero eres una muj…

Angua se detuvo.

—Así que se trata de eso, ¿verdad? ¡Por todos los dioses! Estamos en el Siglo del Murciélago Frugívoro, ¿sabes? Cielos, ¿realmente es así como piensa?

—Le cuesta un poco adaptarse a los cambios. Tal vez esté algo anticuado.

—Fosilizado, diría yo.

—El patricio dijo que debíamos tener algo de representación por parte de los grupos minoritarios —dijo Zanahoria.

—¡Grupos minoritarios!

—Lo siento. De todas maneras, ya solo le quedan unos cuantos días más de…

Entonces hubo un ruido de cristales al otro lado de la calle. Zanahoria y Angua se volvieron en el preciso instante en que una figura salía corriendo de una taberna y huía como una liebre calle arriba, seguida de cerca —al menos durante unos cuantos pasos— por un hombre gordo que llevaba un delantal.

—¡Alto! ¡Alto! ¡Ladrón sin licencia!

—Ah-dijo Zanahoria.

Atravesó la calzada con Angua andando junto a él, mientras el gordo iba reduciendo el paso hasta convertirlo en un lento contoneo.

—Buenos días, señor Franela —dijo Zanahoria—. ¿Algún problema?

—¡Se llevó siete dólares y no me enseñó ninguna licencia de ladrón! —dijo el señor Franela—. ¿Qué va a hacer usted al respecto? ¡Yo pago mis impuestos!

—Enseguida emprenderemos una frenética persecución —dijo Zanahoria sin perder la calma, sacando su cuaderno de notas—. ¿Siete dólares, ha dicho?

—Al menos eran catorce.

El señor Franela miró a Angua de arriba abajo. Los hombres rara vez dejaban escapar la oportunidad de hacerlo.

—¿Por qué lleva un casco? —preguntó después.

—Es una nueva recluta, señor Franela.

Angua dirigió una sonrisa al señor Franela. Este dio un paso atrás.

—Pero es una…

—Hay que adaptarse a los tiempos, señor Franela —dijo Zanahoria, guardando su cuaderno de notas.

El señor Franela volvió a concentrarse en los negocios. —Mientras tanto, hay dieciocho dólares de mi propiedad que nunca volveré a ver —dijo secamente.

—Oh, nil desperandum, señor Franela, nil desperandum —dijo Zanahoria alegremente—. Vamos, guardia interina Angua. Procedamos con nuestras indagaciones.

Siguió su camino, dejando a Franela mirándolos con la boca abierta.

—¡No se olvide de mis veinticinco dólares! —gritó.

—¿Es que no vas a perseguir a ese hombre? —preguntó Angua, echando a correr para no quedarse atrás.

—Eso no tendría ningún sentido —dijo Zanahoria, entrando en un callejón que era lo bastante angosto para ser casi invisible. Siguió andando entre las paredes húmedas y cubiertas de musgo, sumido en las oscuras sombras.

—Es muy interesante —dijo después—. Apuesto a que pocas personas saben que puedes llegar a la calle Céfiro desde la Vía Ancha. Pregúntaselo a cualquiera. Te dirán que no puedes salir del otro extremo del callejón de la Camisa. Pero sí que puedes hacerlo, porque basta con que vayas a la calle Mormius y luego puedes deslizarte por entre estos bolardos que hay aquí para entrar en la Vía Borborígmica. Excelentes, ¿verdad? Son de un hierro muy bueno. Y ya estamos en el callejón de Antaño…

Fue hasta el final del callejón y se detuvo a escuchar unos momentos.

—¿Qué estamos esperando? —preguntó Angua.

Hubo un sonido de pies que corrían. Zanahoria se apoyó en la pared y extendió un brazo hacia la calle Céfiro. Hubo un golpe sordo. El brazo de Zanahoria no se movió ni un centímetro. Tenía que haber sido como darse de narices con una viga.

Dólares de plata rodaban sobre los adoquines.

—Oh cielos, cielos, cielos —dijo Zanahoria—. El pobre Aquíyahora. Y además me prometió que lo iba a dejar. Oh, bueno…

Levantó una pierna del suelo.

—¿Cuánto dinero hay? —preguntó.

—Parecen unos tres dólares —dijo Angua.

—Bravo. La cantidad exacta.

—No, el tendero dijo…

—Venga, regresemos a la Casa de la Guardia. Vamos, Aquíyahora. Es tu día de suerte.

—¿Por qué es su día de suerte? —preguntó Angua—. Le han capturado, ¿no?

—Sí. Le hemos capturado nosotros. El Gremio de Ladrones no le cogió primero. Ellos no son tan amables como nosotros.

La cabeza de Aquíyahora iba rebotando ruidosamente de un adoquín a otro.

—Coger tres dólares y luego correr directo a casa —suspiró Zanahoria—. Este es Aquíyahora, el peor ladrón del mundo.

—Pero dijiste que el Gremio de Ladrones…

—Cuando lleves un tiempo aquí, entenderás cómo funciona todo esto —dijo Zanahoria. La cabeza de Aquíyahora chocó con el bordillo—. En algún momento —añadió Zanahoria—. Pero el caso es que todo funciona. Te asombrará, ya lo verás. Todo funciona. Ojalá no lo hiciera. Pero lo hace.

Mientras Aquíyahora iba acumulando una pequeña conmoción por el camino que terminaría llevándolo a la seguridad de la cárcel de la Guardia, un payaso estaba siendo víctima de un asesinato.

El payaso iba andando por la calle sintiéndose tan tranquilo como se puede esperar de alguien que le ha pagado el año entero al Gremio de Ladrones cuando una figura encapuchada se le puso delante.

—¿Beano?

—Oh, hola… Eres Edward, ¿verdad?

La figura titubeó.

—Estaba a punto de regresar al Gremio —dijo Beano.

La figura encapuchada asintió.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Beano.

—Lamento e-sto —dijo la figura—. Pero es por el bien de la ciudad. No es nada p-ersonal.

Se colocó detrás del payaso. Beano sintió cómo algo se resquebrajaba, y entonces todo su universo personal se desconectó.

Luego se sentó en el suelo.

—Ay —dijo—, eso duel…

Pero no era así.

Edward de M’uerthe le estaba mirando con una expresión horrorizada.

—Oh… ¡No pretendía darte tan fuerte! ¡Solo quería quitarte de en medio!

—¿Y por qué tenías que darme?

Y entonces fue cuando Beano empezó a tener la impresión de que Edward no estaba exactamente mirándole, y que en realidad no le estaba hablando a él.

Bajó la mirada hacia el suelo, y experimentó esa sensación tan peculiar que solo conocen quienes han muerto recientemente, el horror ante lo que ves yaciendo ante ti, seguido por la inquietante pregunta: Y entonces, ¿quién es el que está mirando?

TOC TOC

Beano levantó la vista.

—¿Quién es?

LA MUETE.

—¿La muerte? ¿La muerte de quién?

La atmósfera sufrió un enfriamiento súbito. Beano esperó. Edward estaba dándole palmaditas frenéticas en la cara… bueno, sobre lo que hasta hacía muy poco había sido su cara.

ME PREGUNTO SI… BUENO, ¿NO PODRÍAMOS VOLVER A EMPEZAR? ME PARECE QUE NO HE CONSEGUIDO PILLARLE EL TRUCO A ESTO.

—¿Cómo dices? —preguntó Beano.

—¡Lo s-iento! —gimió Edward—. ¡Lo he hecho con la mejor intención!

Beano vio cómo su asesino se llevaba su… el cuerpo arrastrándolo por el suelo.

—Nada personal, dice —dijo—. Pues me alegro de que no fuera nada personal. Sentiría mucho tener que pensar que he sido asesinado porque se trataba de algo personal.

VERÁS, ES QUE ME HAN SUGERIDO QUE DEBERÍA SER UNA PERSONA MÁS ABIERTA AL TRATO CON LA GENTE.

—No, lo que me gustaría saber es por qué lo ha hecho. Yo creía que nos llevábamos bastante bien. Es muy difícil hacer amigos en mi trabajo. En el tuyo también, supongo.

Soltárselo poco a poco, por así decirlo. Ir por etapas, ya sabes.

—Hace un momento yo iba paseando tranquilamente por ahí, y un instante después estaba muerto. ¿Por qué?

QUIZÁ DEBERÍAS CONSIDERARLO MÁS BIEN COMO UNA… PEQUEÑA DISCAPACIDAD DIMENSIONAL.

La sombra de Beano el payaso se volvió hacia la Muerte.

—¿Se puede saber de qué estás hablando?

ESTÁS MUERTO.

—Sí, eso ya lo sé.

Beano se relajó un poco, y dejó de hacerse tantas preguntas acerca de los acontecimientos sucedidos en un mundo cada vez menos relevante para él. La Muerte ya había descubierto que eso era lo que solía hacer la gente una vez pasada la confusión inicial. Después de todo, lo peor ya había ocurrido. Al menos… con un poquito de suerte.

SI TUVIERAS LA AMABILIDAD DE SEGUIRME…

—¿Habrá pasteles de nata? ¿Narices postizas rojas? ¿Números de malabarismo? ¿Existe alguna probabilidad de que haya pantalones enormemente holgados?

NO.

Beano, que había pasado casi toda su corta vida siendo un payaso, sonrió hoscamente debajo de su maquillaje.

—Me gusta.

La reunión de Vimes con el patricio terminó como lo hacían todas aquellas reuniones, con el invitado marchándose en posesión de una vaga pero insistente sospecha de que había salido vivo de allí por los pelos. Vimes fue a ver a su prometida. Sabía dónde se la podría encontrar.

El letrero garabateado a través de las grandes puertas dobles en la calle Mórfica decía: Aquí Hay Dragnes.

La placa de latón que había junto a las puertas decía: El Santuario Rayo de Sol de Ankh-Morpork para Dragones Enfermos.

Había un dragón pequeño, patético y hueco, hecho de cartón piedra, que sostenía una caja para las colectas, muy bien encadenado a la pared y luciendo la leyenda: No Dejes Que Se Apague Mi Llama.

Allí era donde lady Sybil Ramkin pasaba la mayor parte de sus días.

Era, según le habían dicho a Vimes, la mujer más rica de Ankh-Morpork. De hecho, era más rica que todas las otras mujeres que había en Ankh-Morpork combinadas, si tal cosa fuera posible, en una sola mujer.

La gente decía que iba a ser una boda muy rara. Vimes trataba a sus superiores sociales con un desprecio apenas disimulado, porque las mujeres hacían que le doliera la cabeza y los hombres hacían que le picaran los puños. Y Sybil Ramkin era la última superviviente de una de las familias más antiguas de Ankh. Pero ella y Vimes se habían visto tan inexorablemente unidos como dos ramitas atrapadas en el remolino de un estanque, y finalmente habían terminado inclinándose ante lo inevitable.

De pequeño, Sam Vimes pensaba que quienes eran muy ricos comían en platos de oro y vivían en casas de mármol.

Ahora había aprendido algo nuevo: quienes eran muy pero que muy ricos podían permitirse ser pobres. Sybil Ramkin vivía en la clase de pobreza que solo se hallaba disponible para los muy ricos, una pobreza alcanzada desde el otro lado. Las mujeres que eran meramente acomodadas ahorraban y compraban vestidos hechos de seda ribeteados con encajes y perlas, pero lady Ramkin era tan rica que podía permitirse ir por casa calzada con botas de goma y llevando una falda de lana que había pertenecido a su madre. Era tan rica que podía permitirse vivir de galletas y bocadillos de queso. Era tan rica que vivía en tres habitaciones de una mansión que tenía treinta y cuatro; el resto de ellas estaban llenas de muebles muy caros y muy antiguos, cubiertos con sábanas para protegerlos del polvo.

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