Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

—Presentaos al cabo Nobbs para recibir vuestras armas. El guardia interino Detritus os administrará el juramento. —Dio un paso atrás—. Bienvenidos a la Guardia de Ciudadanos. Y recordad que cada guardia lleva un bastón de mariscal de campo en su mochila.

Los trolls no se habían movido.

—No voy a estar en una Guardia —dijo Bauxita.

—Nunca había visto a nadie con tanta madera de oficial —dijo Zanahoria.

—¡Eh, no puedes ponerlos en la Guardia! —gritó un enano desde la multitud.

—Vaya, hola, señor Fuerteenelbrazo —dijo Zanahoria—. Me alegro de ver por aquí alguna figura cívica. ¿Por qué no pueden estar en la milicia?

Todos los trolls estaban escuchando con gran atención. Fuerteenelbrazo reparó en que de pronto se había convertido en el centro de la atención general, y titubeó.

—Bueno… para empezar, solo tenéis un enano… —murmuró.

—Yo soy un enano —dijo Zanahoria—. Técnicamente hablando.

Fuerteenelbrazo parecía un poco nervioso. Toda aquella cuestión de la enanez que abrazaba con tanto entusiasmo Zanahoria resultaba bastante difícil de entender para los enanos más orientados hacia la política.

—Eres un poco grande —dijo, no ocurriéndosele nada mejor que decir.

—¿Grande? ¿Qué tiene que ver el tamaño con ser un enano? —quiso saber Zanahoria.

—Mmm… ¿Mucho? —susurró Cuddy.

—Una observación muy acertada —dijo Zanahoria—. Sí, es una observación realmente muy acertada. —Fue recorriendo las caras con la mirada—. Bien. Necesitamos unos cuantos enanos honrados y respetuosos con la ley… tú, ese de ahí…

—¿Yo? —dijo un enano desprevenido.

—¿Tienes alguna convicción previa?

—Bueno, no sé… supongo que solía creer muy firmemente en que más vale pájaro en mano…

—Estupendo. Y ahora escogeré a… vosotros dos… y a ti. Cuatro enanos más, ¿de acuerdo? Ahora ya no os podéis quejar, ¿eh?

—No voy a estar en una guardia —volvió a decir Bauxita, pero ahora la incertidumbre modulaba su tono.

—Ahora no podéis iros, trolls —dijo Detritus—. De otra manera, demasiados enanos. Eso son números, eso es lo que son.

—¡No me voy a unir a ninguna Guardia! —dijo un enano.

—No eres lo bastante hombre, ¿eh? —dijo Cuddy.

—¿Qué? ¡Yo valgo tanto como cualquier maldito troll!

—Bueno, pues entonces ya está todo resuelto —dijo Zanahoria, frotándose las manos—. ¿Agente titular Cuddy?

—¿Señor?

—Eh —dijo Detritus—, ¿cómo que de pronto él ya agente del todo?

—Porque los reclutas enanos han quedado a su cargo —dijo Zanahoria—. Y tú tienes a tu cargo a los reclutas trolls, agente titular Detritus.

—¿Yo pleno agente titular con todos los reclutas trolls a mi cargo?

—Por supuesto. Y ahora, guardia interino Bauxita, si tiene la bondad de dejarme pasar…

Detrás de Zanahoria, Detritus inhaló profundamente y con orgullo.

—No voy a…

—¡Guardia interino Bauxita! ¡Poniéndose firmes, ya mismo horrible troll grandullón! ¡Saludando ahora mismo! ¡Dejando pasar al cabo Zanahoria! ¡Vengan aquí, par de trolls! Uno… y dos… y tres… ¡y cuatro! ¡Ahora estáis en la Guardia! ¡Aaargh, no puedo creer lo que está viendo mi ojo! ¿De dónde eres, Bauxita?

—De la Montaña de Tajada, pero…

—¡De la Montaña de Tajada! ¿De la Montaña de Tajada? —Detritus se miró los dedos por un instante, y luego se apresuró a esconderlos detrás de la espalda—. ¡En la Montaña de Tajada solo hay dos cosas! Rocas… y… y… —Manoteó frenéticamente—. ¡Y otras clases de rocas! ¿De qué clase eres tú, Bauxita?

—¿Qué demonios está pasando aquí?

La puerta de la Casa de la Guardia se había abierto. El capitán Quirke salió por ella, espada en mano.

—¡Horrible par de trolls! Ahora levantad la mano derecha y repetid juramento troll…

—Ah, capitán —dijo Zanahoria—. ¿Podríamos hablar un momento?

—Se ha metido en un buen lío, cabo Zanahoria —rugió Quirke—. ¿Quién se cree usted que es?

—¡Haré todo lo que se me diga…!

—Yo no quiero estar en una…

¡Bam!

—¡Haré todo lo que se me diga…!

—Soy el hombre que estaba disponible en estos momentos, capitán —dijo Zanahoria jovialmente.

—Bueno, hombre disponible, aquí yo soy el oficial superior al mando y le aseguro que ya puede…

—Una observación muy interesante —dijo Zanahoria, sacando su cuaderno negro del bolsillo—. Le relevo del mando.

—… de lo contrario, me darán patadas en la goohulaag cabeza

—… de lo contrario, me darán patadas en la goohulaag cabeza

—¿Qué…? ¿Se ha vuelto usted loco?

—No, señor, pero he optado por creer que usted sí. Existen ciertas normas establecidas para el caso de que se presente esta eventualidad.

—¿Dónde está su autoridad? —Quirke miró a la multitud—. ¡Ja! Supongo que ahora me dirá que esta turba armada es su autoridad, ¿eh?

Zanahoria puso cara de perplejidad.

—No. Las Leyes y Ordenanzas de Ankh-Morpork, señor. Está todo allí. ¿Puede decirme con qué evidencias cuenta contra el prisionero Caradecarbón?

—¿Ese maldito troll? ¡Es un troll!

—¿Sí?

Quirke miró alrededor.

—Oiga, no hace falta que le diga que con todo el mundo aquí presente…

—De hecho, y según las reglas, tiene que hacerlo. Por eso lo llaman evidencia. Significa «aquello que está a la vista».

—¡Oiga! —siseó Quirke, inclinándose hacia Zanahoria—. Es un troll. Es tan culpable como el infierno de algo. ¡Todos lo son!

Zanahoria sonrió alegremente.

Colon había llegado a conocer aquella sonrisa. Cuando sonreía de aquella manera, el rostro de Zanahoria parecía volverse un poco cerúleo y empezaba a relucir.

—¿Y usted le encerró por eso?

—¡Claro!

—Oh. Ya veo. Ahora lo entiendo.

Zanahoria dio media vuelta.

—No sé qué se piensa que es us… —empezó a decir Quirke.

La gente apenas vio moverse a Zanahoria. Solo hubo una mancha borrosa, un sonido como el de un bistec depositado bruscamente encima de una tabla de trinchar, y de pronto el capitán estaba yaciendo sobre los adoquines.

Un par de miembros de la Guardia Diurna aparecieron cautelosamente en el hueco de la puerta.

Entonces todo el mundo fue súbitamente consciente de una especie de traqueteo metálico. Nobby estaba haciendo girar la maza de armas al final de su cadena, salvo que como la bola erizada de pinchos era muy pesada, y como la diferencia entre Nobby y un enano era más de especie que de altura, lo que ocurría era más bien que ambos orbitaban alrededor del otro. Si la soltaba, había la misma probabilidad de que el objetivo fuera alcanzado por una bola erizada de pinchos que la de que fuera alcanzado por un cabo Nobbs. Ninguna de las dos perspectivas resultaba demasiado agradable.

—Baja eso, Nobby —siseó Colon—. No creo que vayan a crearnos problemas…

—¡Es que no puedo soltarlo, Fred!

Zanahoria se chupó los nudillos.

—¿Le parece que esto puede incluirse en el apartado de «mínima fuerza necesaria», sargento? —preguntó. Parecía estar sinceramente preocupado.

—¡Fred! ¡Fred! ¿Qué voy a hacer?

Nobby se había convertido en un borrón aterrorizado. Cuando estás haciendo girar una bola llena de pinchos sujeta a una cadena, la única opción realista es continuar moviéndote. Quedarse quieto enseguida se convierte en una interesante pero breve demostración de una espiral en acción.

—¿Todavía respira? —preguntó Colon.

—Oh, sí. Me aseguré de no darle muy fuerte.

—Pues a mí eso me suena como lo bastante mínimo, señor —dijo Colon con lealtad.

¡Freeeeeed!

Zanahoria extendió distraídamente la mano cuando la maza de armas pasaba zumbando junto a él y la agarró por la cadena. Luego la lanzó contra la pared, donde quedó clavada.

—Eh, los que estáis dentro de la Casa de la Guardia —dijo después—. Ya podéis salir.

Cinco hombres salieron de ella, dando un rodeo cauteloso alrededor de su capitán caído en el suelo.

—Bien. Ahora id y traed a Caradecarbón.

—Ejem… Está de bastante mal humor, cabo Zanahoria.

—Por lo de haber tenido que estar encadenado al suelo —aclaró otro guardia.

—Bueno, veamos —dijo Zanahoria.—. El caso es que se ha de desencadenar ahora mismo. —Los hombres se removieron nerviosamente, posiblemente acordándose de un antiguo proverbio que resultaba muy apropiado para la ocasión.[26] Zanahoria asintió—. No os pediré que lo hagáis vosotros, pero me permito sugerir que os toméis unos cuantos días libres —dijo.

—Quirm es muy bonito en esta época del año —dijo el sargento Colon, queriendo ayudar—. Tienen un reloj floral.

—Ejem… pues dado que lo menciona… el caso es que tengo pendientes unos cuantos permisos por enfermedad —dijo uno de ellos.

—Me parece que si te quedas por aquí, hay muchas probabilidades de que termines disfrutándolos —dijo Zanahoria.

Se fueron tan deprisa como permitía la decencia. La multitud apenas si les prestó atención. Zanahoria seguiría siendo mucho más interesante de observar durante un tiempo.

—Bien —dijo Zanahoria—. Detritus, llévate a algunos hombres y saca al prisionero.

—No veo por qué… —empezó a decir un enano.

—Cierra la boca, hombre horrible —dijo Detritus, ebrio de poder.

Se habría podido oír caer la hoja de una guillotina.

En la multitud, un gran número de manos nudosas de distintos tamaños empuñaron toda una variedad de armas ocultas.

Todo el mundo miró a Zanahoria.

Eso había sido lo más extraño de todo, recordaría Colon más tarde. Todo el mundo miró a Zanahoria.

Gaspode olisqueó un farol.

—Veo que Shep Tres Patas vuelve a tener problemas con el estómago —dijo—. Y el viejo Willy el Cachorro ha vuelto a la ciudad.

Para un perro, un poste o un farol colocados en el sitio apropiado son un calendario social.

—¿Dónde estamos? —preguntó Angua.

Había muchos olores distintos, tantos que costaba bastante seguir el rastro de Viejo Apestoso Ron.

—En algún lugar de Las Sombras —dijo Gaspode—. En la calle Corazón, a juzgar por el olor. —Fue olisqueando el suelo—. Ah, aquí está otra vez, el pequeño…

—’ola, Gaspode…

Era una voz grave y áspera, una especie de susurro arenoso. Provenía de algún lugar de un callejón.

—¿Quién es tu amiguita, Gaspode?

Hubo una risita burlona.

—Ah —dijo Gaspode—. Uh. Hola, chicos.

Dos perros salieron del callejón. Eran enormes. Sus especies eran indeterminadas. Uno de ellos era negro como el azabache y parecía un pit bull terrier cruzado con una picadora de carne. El otro… el otro parecía un perro cuyo nombre era casi sin lugar a dudas carnicero.

Los dos juegos de colmillos de sus mandíbulas habían crecido tanto que el perro parecía contemplar el mundo a través de unos barrotes. También tenía las patas arqueadas, aunque cualquier clase de comentario al respecto probablemente sería desaconsejable si es que no suicida.

La cola de Gaspode vibró con nerviosismo.

—Estos son mis amigos Roger el Negro y…

—¿Carnicero?-sugirió Angua.

—¿Cómo lo has sabido?

—Pura suerte —dijo Angua.

Los dos perrazos se habían ido moviendo de tal manera que ahora estaban flanqueándolos.

—Bueno, bueno, bueno —dijo Roger el Negro—. ¿Y quién es esta?

—Angua —dijo Gaspode—. Es una…

—… perra loba —dijo Angua.

Los dos perros seguían paseándose alrededor de ellos con miradas ávidas.

—¿Gran Fido ya sabe de ella? —preguntó Roger el Negro.

—Yo solo… —empezó a decir Gaspode.

—Bueno, bueno —dijo Roger el Negro—, supongo que querréis venir con nosotros. Hoy es noche del Gremio.

—Claro, claro —dijo Gaspode—. No hay problema.

Podría vérmelas sin problemas con cualquiera de ellos, pensó Angua. Pero no con los dos a la vez.

La licantropía significaba poseer la destreza y la fuerza en las mandíbulas necesaria para abrirle instantáneamente la yugular a un hombre. Era un truco habitual en el padre de Angua que siempre había irritado mucho a su madre, especialmente cuando lo ponía en práctica justo antes de las comidas. Pero Angua nunca había sido capaz de decidirse a hacerlo. Ella prefería la opción vegetariana.

—’ola —le dijo Carnicero, directamente en la oreja.

—No te preocupes por nada —gimoteó Gaspode—. Yo y Gran Fido somos… muy amigos.

—¿Qué estás intentando hacer? ¿Cruzar las garras? No sabía que los perros pudieran hacer eso.

—No podemos —dijo Gaspode miserablemente.

Otros perros fueron saliendo de las sombras mientras Angua y Gaspode eran medio conducidos y medio empujados por callejones que ya ni siquiera eran callejones, sino meros huecos entre paredes. Estos terminaron llevando a una extensión de terreno vacío, nada más que un gran pozo de luz para los edificios que se alzaban alrededor de ella. En un rincón había un barril enorme puesto de lado, con un trozo de manta medio mordisqueado dentro. Un gran número de perros estaban esperando alrededor del barril, con expresiones expectantes: algunos de ellos solo tenían un ojo, algunos de ellos solo tenían una oreja, todos ellos tenían cicatrices, y todos ellos tenían dientes.

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