Lo dejó caer sobre los adoquines. Su aspecto no mejoraba el mirarlo con los ojos lupinos de Angua.
—¿Para qué? —le preguntó Angua.
—Ese hueso está lleno de nutritiva gelatina de médula —dijo Gaspode acusadoramente.
—Olvídalo —dijo Angua—. Y ahora explícame cómo te lo haces normalmente para entrar en el Gremio de Asesinos.
—Y después quizá podríamos ir a pasar un rato en los vertederos que hay a lo largo del Camino de Fedre —dijo Gaspode, con su muñón de rabo todavía golpeando el suelo—. Ahí hay ratas que te pondrán los pelos de punta… No, de acuerdo, olvida que lo he mencionado —se apresuró a terminar, cuando el fuego destelló por un instante en los ojos de Angua. Luego suspiró y dijo—: Hay un desagüe junto a las cocinas.
—¿Lo bastante grande para un humano?
—Ni siquiera para un enano. Pero no valdrá la pena. Esta noche toca espaguetis. Nunca hay muchos huesos en los espaguetis…
—Vamos.
Gaspode la siguió cojeando.
—Era un buen hueso —dijo—. Apenas si había empezado a ponerse verde. ¡Ja! Pero apuesto a que no le dirías que no a una caja de bombones del señor Fornido.
Gaspode se encogió sobre sí mismo cuando Angua se encaró con él.
—¿Se puede saber de qué estás hablando?
—¡De nada! ¡De nada!
La siguió, gimoteando.
Angua tampoco se sentía nada contenta. Que te saliera pelo y colmillos cada luna llena siempre era un problema. Justo cuando creía que había tenido suerte, descubría que pocos hombres se sienten muy a gusto en una relación donde a su pareja le salen pelos y aúlla. Angua se había jurado que no volvería a meterse en aquellos berenjenales.
En cuanto a Gaspode, se estaba resignando a una vida sin amor, o al menos con no más amor que el afecto práctico experimentado hasta el momento, el cual había consistido en una chihuahua demasiado confiada y una breve relación con la pierna de un cartero.
La pólvora N.° 1 fue resbalando del papel doblado al interior del tubo metálico. ¡Condenado Vimes! ¿Quién hubiese pensado que sería capaz de ir al Edificio de la Ópera? Eso le había hecho perder un juego de tubos allí arriba. Pero todavía quedaban tres, empaquetados pulcramente dentro de la culata hueca. Una bolsa llena de pólvora N.° 1 y un conocimiento rudimentario de la fundición del plomo eran todo lo que le hacía falta a un hombre para gobernar la ciudad…
El debólver estaba encima de la mesa. El metal relucía con un destello azulado. O, quizá, no se tratara tanto de un destello como de un brillo suave. Y, naturalmente, eso solo se debía al aceite. Tenías que creer que se debía al aceite. Estaba claro que el debólver no era más que una cosa hecha de metal. No podía estar vivo.
Y con todo…
Y con todo…
—Dicen que solo era una joven mendiga del Gremio.
¿ Y qué? Era un blanco ofrecido por la oportunidad. No fue culpa mía. La culpa fue tuya. Yo no soy más que el debólver. Los debólveres no matan a las personas. Son las personas las que matan a las personas.
—¡Mataste a Martillogrande! ¡El chico dijo que te disparaste a ti mismo! ¡Y él te había reparado!
¿Acaso esperabas gratitud? Martillogrande hubiese hecho otro debólver.
—¿Y eso era una razón para matarlo?
Desde luego que sí. No comprendes nada.
¿Dónde estaba aquella voz, dentro de su cabeza o en el debólver? No podía estar seguro. Edward había dicho que existía una voz… decía que, podía darte todo lo que quisieras…
Entrar en el Gremio resultó fácil para Angua, incluso con toda la multitud enfurecida. Algunos de los asesinos, los que venían de casas nobles donde tenían grandes perros peludos esparcidos por todas partes de la misma manera en que las gentes de clase inferior tienen alfombras, se habían traído a unos cuantos de ellos consigo. Además, Angua era de pura raza y fue atrayendo miradas llenas de admiración mientras atravesaba los edificios trotando.
Encontrar el pasillo correcto también resultó fácil. Angua recordaba lo que se divisaba desde el gremio contiguo, y contó el número de pisos. En cualquier caso, no tuvo que buscar demasiado. El hedor de los fuegos artificiales flotaba en el aire a lo largo de todo el pasillo.
El pasillo también estaba lleno de asesinos. La puerta de la habitación había sido forzada. Cuando asomó la cabeza por la esquina, Angua vio salir de ella al doctor Cruces con el rostro enrojecido por la ira.
—¿Señor Downey?
Un Asesino de pelo blanco se puso firmes.
—¿Señor?
—¡Quiero que lo encuentren!
—Sí, doctor…
—¡De hecho, quiero que le inhumen! ¡Con Extrema Descortesía! Y voy a fijar la tarifa en diez mil dólares… Los pagaré personalmente, ¿comprende? Libres de impuestos del Gremio, además.
Varios asesinos se alejaron de la multitud sin apresurarse. Diez mil dólares libres de impuestos eran una buena cantidad.
Downey parecía un poco incómodo.
—Doctor, pienso que…
—¿Piensa? ¡No se le paga para que piense! Saben los dioses adonde habrá ido ese idiota. ¡Ordené que registraran todo el recinto! ¿Por qué nadie forzó la puerta?
—Lo siento, doctor. Edward nos dejó hace varias semanas y no pensé que…
—¿No pensó? ¿Para qué se le paga?
—Nunca lo había visto tan enfadado —dijo Gaspode.
Entonces se oyó una tos detrás del jefe de los Asesinos. El doctor Carablanca había salido de la habitación.
—Ah, doctor —dijo el doctor Cruces—. Me parece que quizá sería mejor que fuéramos a hablar de esto en mi estudio, sí.
—Realmente lo siento muchísimo, milord…
—Olvídelo, olvídelo. Ese diablillo se las ha ingeniado para que los dos quedáramos como un par de payasos que… Oh. No es nada personal, por supuesto. Señor Downey, los bufones y los Asesinos mantendrán custodiado este agujero hasta que podamos hacer venir a unos cuantos albañiles mañana por la mañana. Nadie tiene que pasar por él. ¿Lo ha entendido?
—Sí, doctor.
—Muy bien.
—Ese es el señor Downey —dijo Gaspode, mientras el doctor Cruces y el jefe de los Payasos desaparecían pasillo abajo—. Número dos en los Asesinos. —Se rascó la oreja—. Liquidaría al viejo Cruces por un par de peniques si no fuese porque eso va contra las reglas.
Angua fue trotando hacia él. Downey, que se estaba secando la frente con un pañuelo negro, bajó la mirada.
—Vaya, tú eres nueva por aquí —dijo. Miró a Gaspode—. Y veo que el chucho ha vuelto.
—Guau, guau —dijo Gaspode, con su muñón de rabo golpeando el suelo—. Por cierto —añadió dirigiéndose a Angua—, si lo pillas de buen humor suele dar un caramelo de menta. En lo que llevamos de año ha envenenado a quince personas. Es casi tan bueno con los venenos como el viejo Cruces.
—¿Necesito saber eso? —preguntó Angua mientras Downey le daba unas palmaditas en la cabeza.
—Oh, los Asesinos nunca deberían matar a menos que se les esté pagando por ello. La diferencia está en estas pequeñas propinas.
Ahora Angua estaba en posición de ver la puerta. Había un nombre escrito en un trozo de tarjeta metido entre un par de ranuras metálicas.
Edward de M’uerthe.
—Edward de M’uerthe —dijo.
—Ese nombre me suena —dijo Gaspode—. La familia solía vivir al final del Camino de los Reyes. Solían ser tan ricos como Creosoto.
—¿Quién era Creosoto?
—Un cabrón extranjero que era muy rico.
—Oh.
—Pero el bisabuelo tenía una sed terrible, y el abuelo perseguía a cualquier cosa que llevara un vestido de mujer, ya sabes, y el viejo De M’uerthe, bueno, era un hombre muy aseado y siempre estaba sobrio, pero perdió el resto del dinero de la familia porque tenía un punto ciego cuando llegaba el momento de distinguir entre un uno y un once.
—No veo cómo eso puede hacerte perder el dinero.
—Lo hace si crees que puedes jugar a Mutilar a doña Cebolla con los chicos mayores.
La licántropa y el perro volvieron por el pasillo.
—¿Sabes algo acerca del señor Edward? —preguntó Angua.
—Nada de nada. La casa se subastó hace poco. Deudas familiares. No lo he visto por ahí.
—No cabe duda de que eres toda una mina de información —dijo Angua.
—Me muevo mucho. Nadie se fija en los perros. —Gaspode arrugó la nariz. Parecía una trufa marchita—. Maldición. Esto apesta a debólver, ¿verdad?
—Sí. Y hay algo raro en eso —dijo Angua.
—¿El qué?
—Algo que no está del todo bien.
Había otros olores. Calcetines sin lavar, otros perros, el maquillaje graso del doctor Carablanca, la cena de ayer… los olores llenaban el aire. Pero el olor a fuegos artificiales de aquello en lo que Angua ya pensaba automáticamente como el debólver se enroscaba alrededor de todo lo demás, tan acre como el ácido.
—¿Qué es lo que no está bien?
—No lo sé… quizá es el olor del debólver…
—No. Todo empezó aquí. El debólver estuvo guardado aquí durante años.
—Claro. De acuerdo. Bueno, tenemos un nombre. Puede que para Zanahoria signifique algo…
Angua bajó trotando por la escalera.
—Disculpa… —dijo Gaspode.
—¿Sí?
—¿Cómo puedes volver a convertirte en una mujer?
—Me basta con ir a un sitio donde no me dé la luz de la luna y… concentrarme. Así es como funciona.
—Caray. ¿Y eso es todo?
—Si técnicamente es luna llena, entonces puedo Cambiar incluso durante el día si quiero. Solo he de Cambiar cuando estoy expuesta a la luz de la luna.
—¿Y qué pasa con la matalobos?
—¿La matalobos? Es una planta. Una variedad del acónito, creo. ¿Qué pasa con ella?
—¿No te mata?
—Mira, no tienes por qué creer todo lo que oigas decir acerca de los hombres-lobo. Somos tan humanos como cualquier otra persona. La mayor parte del tiempo —añadió.
Ya habían salido del Gremio y estaban yendo hacia el callejón al que ciertamente llegaron, pero ahora este carecía de ciertas características importantes que sí había incluido la última vez que estuvieron allí. La más notable de ellas era el uniforme de Angua, pero aparte de eso también había una carestía absoluta de Apestoso Viejo Ron.
—Maldición.
Contemplaron la extensión de barro vacía.
—¿Tienes más ropa? —preguntó Gaspode.
—Sí, pero solo en la calle Olmo. Este era mi único uniforme.
—¿Y cuando eres humana tienes que ponerte ropa?
—Sí.
—¿Por qué? Yo pensaba que una mujer desnuda se encontraría a gusto en cualquier tipo de compañía, y conste que lo digo sin ningún ánimo de ofender.
—Prefiero la ropa.
Gaspode olisqueó el suelo.
—Bueno, pues entonces vamos —suspiró—. Será mejor que alcancemos a Viejo Apestoso Ron antes de que tu cota de malla se convierta en una botella de Abrazodeoso, ¿verdad?
Angua miró en torno a ella. El olor de Viejo Apestoso Ron era casi tangible.
—De acuerdo. Pero démonos prisa.
¿Hierba lobera? Si pasabas una semana de cada mes con dos piernas y cuatro pezones adicionales, no necesitabas hierbas estúpidas para que tu vida se convirtiera en un problema.
Había multitudes enteras alrededor del Palacio del patricio, y a la puerta del Gremio de Asesinos. Se veía a un montón de mendigos. Su aspecto era bastante desagradable. Tener un aspecto desagradable es algo que forma parte del oficio de un mendigo en cualquier caso, pero el aspecto de aquellos era todavía más desagradable de lo necesario.
La milicia atisbo desde una esquina.
—Hay centenares de personas —dijo Colon—. Y montones de trolls delante de la Guardia Diurna.
—¿Dónde es más espesa la multitud? —preguntó Zanahoria.
—En cualquier sitio donde haya trolls —dijo Colon, y enseguida se dio cuenta de que había metido la pata—. Solo bromeaba —añadió.
—Muy bien —dijo Zanahoria—. Que todo el mundo me siga.
La algarabía cesó de pronto cuando la milicia marchó, trotó, se bamboleó pesadamente y nudilleó hacia la Casa de la Guardia Diurna. Un par de trolls muy grandes les cerraron el paso. La multitud miraba sumida en un silencio expectante.
En cualquier momento, pensó Colon, alguien va a empezar a tirar algo. Y entonces todos vamos a morir.
Levantó la vista. Cabezas de gárgola iban apareciendo con movimientos lentos y espasmódicos a lo largo de los desagües. Nadie quería perderse una buena pelea.
Zanahoria saludó a los dos trolls con una inclinación de cabeza. Colon se fijó en que estaban totalmente cubiertos de liquen.
—Bluejohn y Bauxita, ¿verdad? —dijo Zanahoria.
Bluejohn no pudo evitar asentir. Bauxita era más duro, y se limitó a mirar fijamente a Zanahoria.
—Sois justo lo que andaba buscando —siguió diciendo Zanahoria.
Colon se aferró a su casco como si fuera una lapa de la talla diez que estuviera intentando encaramarse por un caparazón de la talla uno. Bauxita era una avalancha con pies.
—Quedáis reclutados —dijo Zanahoria.
Colon atisbo por debajo del borde del casco.