Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

—Pensamos que solo era una broma pesada —dijo el payaso—. Pensamos que el joven Beano lo había hecho con intención humorística, y luego resultó que estaba muerto y nosotros no…

—Será mejor que me enseñe el agujero —dijo Zanahoria.

El resto de la Guardia permanecía inmóvil en el patio, ejecutando una serie de variaciones sobre el tema del Descansen.

—¿Cabo Nobbs?

—¿Sí, guardia interino Cuddy?

—¿Qué es eso que todo el mundo dice acerca de los enanos?

—Oh, venga ya. Me estás tomando el pelo, ¿verdad? Toda persona que sepa algo acerca de los enanos lo sabe —dijo Nobby.

Cuddy tosió.

—Los enanos no —dijo.

—¿Qué quieres decir con eso de que los enanos no?

—Pues que nadie nos ha contado qué es lo que todo el mundo sabe acerca de los enanos —dijo Cuddy.

—Bueno… Supongo que pensaban que ya lo sabíais —dijo Nobby, con un hilo de voz.

—Yo no.

—Oh, está bien —dijo Nobby. Miró a los trolls, y luego se inclinó sobre Cuddy y murmuró algo en la región aproximada de su oreja.

Cuddy asintió.

—Oh. ¿Y eso es todo?

—Sí. Ejem… ¿Es verdad?

—¿Qué? Oh, sí. Por supuesto. Para los enanos eso es algo natural. Algunos tienen más que otros, claro está.

—Eso ocurre en todas partes —dijo Nobby.

—Yo, por ejemplo, tengo ahorrados más de setenta y ocho dólares.

¡No! Quiero decir, no. Quiero decir que no me refería a estar bien dotado de dinero. Lo que realmente quería decir era…

Nobby volvió a hablar en susurros. La expresión de Cuddy no cambió.

Nobby lo miró meneando las cejas.

—Es cierto, ¿verdad?

—¿Cómo quieres que lo sepa? No sé de cuánto dinero disponen generalmente los humanos.

Nobby se dio por vencido.

—Bueno, al menos hay una cosa que sí es cierta —dijo—. Los enanos amáis de verdad el oro, ¿verdad?

—Por supuesto que no. No seas bobo.

—Bueno…

—Decimos eso únicamente para llevárnoslo a la cama.

Estaba en el dormitorio de un payaso. Colon se había preguntado en alguna ocasión qué hacían los payasos en privado, y todo estaba allí: el perchero para aquellos zapatos que les estaban demasiado grandes, el planchador de pantalones holgadísimos, el espejo con todas las velas alrededor de él, unas cuantas barras de maquillaje de tamaño industrial… y una cama que no parecía ser nada más complicado que una manta extendida encima del suelo, porque se reducía precisamente a eso. A los payasos y los bufones se les enseñaba que la vida cómoda no estaba hecha para ellos. El humor era un asunto muy serio.

También había un agujero en la pared, del tamaño justo para que un hombre pudiera pasar por él. Al lado del agujero había apilado un montoncito de ladrillos medio rotos.

Al otro lado había oscuridad.

Al otro lado, las personas mataban a otras personas por dinero.

Zanahoria metió la cabeza y los hombros en el agujero, pero Colon intentó sacarlo de él.

—Espera un momento, muchacho, no sabes qué horrores acechan más allá de esas paredes…

—Precisamente estoy echando un vistazo para averiguarlo.

—¡Podría ser una cámara de torturas o una mazmorra o un pozo horrendo o cualquier cosa!

—No es más que el dormitorio de un estudiante, sargento.

—¿Lo ves?

Zanahoria pasó por el agujero. Pudieron oírlo yendo de un lado a otro en la penumbra. Aquella era una penumbra de asesinos de algún modo más rica y menos tenebrosa que la penumbra de los payasos.

La cabeza de Zanahoria volvió a asomar del agujero.

—Pero hace algún tiempo que nadie ha estado aquí dentro —dijo—. Hay polvo por todo el suelo, pero hay huellas de pisadas en él. Y la puerta está cerrada y con el pestillo echado. De este lado.

El resto de su cuerpo siguió a la cabeza de Zanahoria.

—Solo quiero asegurarme de que lo he entendido bien todo —le dijo al doctor Carablanca—. Beano hizo un agujero que lleva al Gremio de los Asesinos, ¿no? ¿Y luego fue e hizo estallar ese dragón? ¿Y luego volvió a pasar por este agujero? Bueno, ¿y entonces cómo lo mataron?

—Seguramente lo mataron los Asesinos —dijo el doctor Carablanca—. Estarían en su legítimo derecho. Entrar sin permiso en las propiedades de un gremio es un delito muy serio, después de todo.

—¿Vio alguien a Beano después de la explosión? —preguntó Zanahoria.

—Oh, sí. Boffo estaba de guardia en la puerta y recuerda claramente haberlo visto salir.

—¿Sabe que era él?

El doctor Carablanca lo miró poniendo cara de no entender nada.

—Por supuesto.

—¿Cómo?

—¿Cómo? Pues porque lo reconoció, naturalmente. Así es como sabes quiénes son las personas. Las miras y dices… es él. A eso se lo llama re-co-no-cer a alguien —dijo el payaso, con punzante deliberación—. Era Beano. Boffo dijo que parecía estar muy preocupado.

—Ah. Muy bien. No más preguntas, doctor. ¿Beano tenía algún amigo entre los Asesinos?

—Bueno… posiblemente, posiblemente. No tenemos nada contra las visitas.

Zanahoria contempló la cara del jefe de los payasos. Luego sonrió.

—Por supuesto —dijo—. Bien, me parece que eso es todo.

—Si se hubiera mantenido fiel a algo, ya sabe, original-dijo el doctor Carablanca.

—¿Como un cubo lleno de lechada colocado encima de la puerta, o un pastel de nata? —preguntó el sargento Colon.

—¡Exacto!

—Bueno, me parece que será mejor que nos vayamos —dijo Zanahoria—. Me imagino que no querrá presentar ninguna queja contra los Asesinos, ¿verdad?

El doctor Carablanca intentó poner cara de terror, pero esa expresión no resultaba demasiado efectiva debajo de una boca pintada con una gran sonrisa.

—¿Qué? ¡No! Quiero decir que… Bueno, lo que quería decir era que si un Asesino entrara en nuestro recinto sin haber sido invitado, y robara algo, bueno, entonces sin duda pensaríamos que teníamos todo el derecho del mundo a, bueno, a…

—¿Echarle gelatina dentro de la camisa? —dijo Angua.

—¿Atizarle en la cabeza con una bocina sujeta a un palo? —dijo Colon.

—Posiblemente.

—A cada gremio lo suyo, naturalmente —dijo Zanahoria—. Sugiero que será mejor que nos vayamos, sargento. Ya no tenemos nada más que hacer aquí. Sentimos haberle molestado, doctor Carablanca. Puedo ver que esto tiene que haber supuesto una gran tensión para usted.

El jefe de los payasos parecía estar a punto de desplomarse de puro alivio.

—No se preocupe, no se preocupe. Encantado de poder ayudar. Sé que ustedes tienen que hacer su trabajo.

Los llevó escalera abajo y al patio, ahora burbujeando con un incesante torrente de charla. El resto de la Guardia se puso firmes con un estruendo metálico.

—De hecho… —dijo Zanahoria en el preciso instante en que se lo estaba haciendo salir por la puerta—, hay una cosa que usted podría hacer.

—Por supuesto, por supuesto.

—Mmm, ya sé que esto es abusar un poco por mi parte —dijo Zanahoria—, pero siempre he estado muy interesado en las costumbres de los distintos gremios… así que… ¿Cree que alguien podría enseñarme su museo?

—¿Cómo dice? ¿Qué museo?

—¿El museo de los payasos?

—Oh, se refiere a la Sala de las Caras. Eso no es un museo, por supuesto. No hay absolutamente nada de secreto en ello. Toma nota, Boffo. Nos encantará enseñárselo cuando a usted le vaya bien, cabo.

—Muchísimas gracias, doctor Carablanca.

—Vuelva siempre que quiera.

—Pues precisamente ahora termino mi turno —dijo Zanahoria—. Este momento me iría muy bien. Ya que estoy aquí…

—No puedes quedar libre de servicio cuando… ¡ay! —dijo Colon.

—¿Disculpe, sargento?

—¡Me has dado una patada!

—Le pisé la sandalia sin querer, sargento. Lo siento.

Colon trató de ver un mensaje en el rostro de Zanahoria. Se había acostumbrado al Zanahoria simple. El Zanahoria complicado resultaba tan inquietante como ser descuartizado por un pato.

—Bueno, ejem, pues entonces nos vamos, ¿verdad? —dijo.

—No veo qué sentido tendría seguir aquí ahora que todo ha quedado aclarado —dijo Zanahoria, haciendo muecas—. Ya puestos, la verdad es que podríamos tomarnos la noche libre.

Alzó la mirada hacia los tejados.

—Oh, bueno, ahora que todo ha quedado aclarado nos iremos, desde luego —dijo Colon—. ¿Verdad, Nobby?

—Oh, sí, nos iremos ahora mismo, porque todo ha quedado aclarado —dijo Nobby—. ¿Has oído eso, Cuddy?

—¿El qué, lo de que todo ha quedado aclarado? -dijo Cuddy—. Oh, sí. Bueno, pues en ese caso supongo que podemos irnos. ¿Estás de acuerdo, Detritus?

Detritus estaba contemplando lúgubremente la nada con los nudillos apoyados en el suelo. Aquella era la postura normal para un troll mientras esperaba la llegada del próximo pensamiento.

Las sílabas de su nombre hicieron que una neurona iniciara una nerviosa actividad dentro del cerebro de Detritus.

—¿Qué? —dijo.

Todo ha quedado aclarado.

—¿El qué?

—Ya sabes… la muerte del señor Martillogrande y todo lo demás.

—¿Sí?

—¡Sí!

—Oh.

Detritus estuvo meditando en ello durante unos momentos, asintió y luego volvió a adoptar cualquiera que fuese el estado mental que ocupaba normalmente.

Otra neurona emitió una tenue descarga.

—Claro —dijo.

Cuddy lo contempló durante unos momentos sin decir nada.

—Bueno, pues eso es todo —dijo con tristeza—. Eso es todo lo que vamos a conseguir.

—No tardaré mucho en volver —dijo Zanahoria—. ¿Vamos a…? Joey, ¿verdad? ¿Doctor Carablanca?

—Supongo que no hay ningún mal en ello —dijo el doctor Carablanca—. Muy bien. Enséñale al cabo Zanahoria todo lo que quiera ver, Boffo.

—Bien, señor —dijo el pequeño payaso.

—Eso de ser un payaso tiene que resultar un trabajo muy divertido —dijo Zanahoria.

—¿Tiene que serlo?

—Montones de bromas y chistes, quiero decir.

Boffo miró a Zanahoria como si no supiera qué responder a eso.

—Bueno… —dijo finalmente—. Tiene sus momentos…

—Apuesto a que los tiene. Sí, apuesto a que los tiene.

—¿Sueles estar de guardia en la puerta, Boffo? —preguntó Zanahoria afablemente mientras iban por el Gremio de Bufones.

—¡Uh! Prácticamente todo el tiempo, sí —dijo Boffo.

—¿Y cuándo vino a visitar exactamente a Beano ese amigo suyo, ya sabes, el Asesino?

—Oh, así que sabes lo de ese amigo suyo —dijo Boffo.

—Oh, sí-dijo Zanahoria.

—Pues hará cosa de unos diez días —dijo Boffo—. Es por aquí, más allá del alcance de los pasteles.

—Había olvidado el nombre de Beano, pero conocía la habitación. No conocía el número, pero fue directamente a ella —siguió diciendo Zanahoria.

—Eso es. Supongo que el doctor Carablanca te lo contó —dijo Boffo.

—He hablado con el doctor Carablanca —dijo Zanahoria.

Angua tenía la sensación de que estaba empezando a entender la manera en que Zanahoria hacía preguntas. Las hacía no haciéndolas. Se limitaba a decirle a las personas lo que pensaba o sospechaba, y entonces las personas se encontraban añadiendo los detalles en un intento de no quedarse atrás. Y, en realidad, Zanahoria nunca llegaba a decir ni una sola mentira.

Boffo abrió una puerta y se dedicó a encender una vela.

—Bueno, pues aquí estamos —dijo—. Cuando no estoy en la jodida puerta, me encargo de esto.

—Dioses —musitó Angua—. Es horrible.

—Es muy interesante —dijo Zanahoria.

—Es histórico —dijo Boffo el payaso.

—Todas esas cabecitas…

Las caras diminutas de payaso se perdían a lo lejos bajo la luz de la vela, estante tras estante de ellas; como si de pronto una tribu de cazadores de cabezas hubiera desarrollado un sofisticado sentido del humor y un deseo de hacer que el mundo fuera un sitio mejor.

—Huevos —dijo Zanahoria—. Huevos de gallina normales y corrientes. Lo que haces es coger un huevo de gallina, y luego abres un agujerito en cada extremo del huevo y soplas hasta que todo lo de dentro se haya salido, y entonces un payaso pinta su maquillaje encima del huevo y ese es su maquillaje oficial, y ningún otro payaso puede usarlo. Eso es muy importante. Algunas caras llevan generaciones en la misma familia. Una cosa muy valiosa, la cara de un payaso. ¿No es así, Boffo?

El payaso lo estaba mirando.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Lo leí en un libro.

Angua cogió un huevo antiguo. Había una etiqueta colgando de él y en la etiqueta había una docena de nombres, todos ellos tachados excepto el último. La tinta de los primeros nombres se había ido desvaneciendo hasta casi desaparecer. Angua volvió a dejar el huevo en su sitio y se limpió la mano en la túnica sin darse cuenta de lo que hacía.

—¿Qué ocurre si un payaso quiere utilizar la cara de otro payaso? —preguntó.

—Oh, comparamos todos los huevos nuevos con los que ya hay en los estantes —dijo Boffo—. No está permitido.

Anduvieron entre pasillos de caras. Angua imaginó que oía el chasquear líquido de un millón de pantalones llenos de nata y los ecos de mil narices que soltaban bocinazos y de un millón de sonrisas en rostros que no estaban sonriendo. Hacia la mitad de la estancia había una alcoba que contenía un escritorio y una silla, un estante lleno de libros viejos y grandes, y un banco de trabajo cubierto de botes de pintura seca, tiras de crines de distintos colores, lentejuelas y demás adminículos propios del arte especializado del pintor de huevos. Zanahoria cogió una pequeña mecha de crin coloreada y la hizo girar pensativamente entre sus dedos.

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