—Si miras dentro de tu manga, entonces desde luego que los hay.
—No, lo que quiero decir es que está el Camino de los Reyes, en Ankh, y que hay reyes en los naipes, y que cuando ingresamos en la Guardia nos entregan el Chelín del Rey —dijo Nobby—. Tenemos reyes por toda la ciudad excepto encima de ese trono dorado que hay en el Palacio. Os diré una cosa… si tuviéramos un rey ahora no tendríamos todos estos problemas.
Zanahoria estaba contemplando el techo con las cejas fruncidas en una profunda concentración. Detritus estaba contando con los dedos.
.-Oh, seguro que sí —dijo el sargento Colon—. La cerveza costaría un penique la pinta y los árboles volverían a florecer. Ya, claro. Cada vez que alguien de esta ciudad se machaca el dedo gordo del pie tropezando con algo, resulta que eso no habría ocurrido si hubiera habido un rey. Vimes se subiría por las paredes si te oyera decir esas cosas.
—Pero la gente escucha a un rey —dijo Nobby.
—Vimes diría que precisamente ahí está el problema —dijo Colon—. Es como esa ojeriza que tiene con la magia. Todo eso siempre le hace enfadar.
—¿De dónde salir rey en un principio? —preguntó Detritus.
—Alguien tiene que aserrar una piedra —dijo Colon.
—¡Ah! ¡Anti-silicismo!
—No, alguien tiene que sacar una espada de una piedra —dijo Nobby.
—¿Y cómo se había enterado de que la espada estaba allí? —quiso saber Colon.
—Porque… porque sobresalía, ¿no?
—¿Allí donde cualquiera podía cogerla? ¿En esta ciudad?
—Verás, el caso es que eso solo podía hacerlo el rey legítimo —dijo Nobby.
—Oh, claro —dijo Colon—. Comprendo. Oh, sí. Así que lo que me estás diciendo es que alguien decidió quién iba a ser el legítimo rey antes de que ese tipo sacara la espada de la piedra, ¿verdad? Pues a mí eso me suena a tenerlo preparado todo de antemano. Probablemente alguien hizo una piedra falsa hueca y dentro había un enano cogiendo la espada con unas tenazas hasta que llegara el tipo apropiado, y entonces…
Una mosca estuvo rebotando en el cristal de la ventana durante unos instantes, y luego zigzagueó a través de la habitación y se posó en una viga, donde el hacha que lanzó distraídamente Cuddy la partió por la mitad.
—No tienes alma, Fred —dijo Nobby—. No me hubiese importado ser un caballero vestido con una armadura resplandeciente. Eso es lo que te hace un rey cuando eres útil. Te nombra caballero.
—A lo máximo que puedes aspirar tú es a ser un guardia a la belle étoile con una coraza barata —dijo Colon, quien miró orgullosamente en torno a él para ver si alguien había reparado en su prodigioso dominio de las lenguas extranjeras—. No, a mí nunca me pillaréis mostrando respeto a un tipo solo porque haya sacado una espada de una piedra. Eso no te convierte en un rey. Ojo —dijo—, alguien que pudiera clavar una espada en una piedra… un hombre así, en cambio, es un rey.
—Un hombre así sería un as —dijo Nobby.
Angua bostezó.
Ding-ding a-ding ding…
—¿Qué demonios es eso? —dijo Colon.
La silla de Zanahoria se inclinó hacia delante con un golpe seco. Rebuscó en su bolsillo y sacó de él una bolsita de terciopelo, que vació encima de la mesa. De ella salió un disco dorado de unos cinco centímetros de diámetro. Cuando Zanahoria presionó un cierre que había en uno de sus lados, el disco se abrió como una almeja. La Guardia, que se había quedado inmóvil, lo miró fijamente.
—¿Esa cosa es un reloj? —preguntó Angua.
—Un modelo de bolsillo —dijo Zanahoria.
—Pues para ser un modelo de bolsillo es muy grande.
—Eso es por el mecanismo de relojería. Tiene que haber sitio para todas las ruedecitas. Los relojes pequeños solo tienen dentro a esos diablillos del tiempo y no duran nada, y de todas maneras siempre están retrasando o adelantando…
Ding-ding a-ding-ding, ding dingle ding ding…
—¡Y toca una melodía! —dijo Angua.
—Cada hora —dijo Zanahoria—. Forma parte del mecanismo de relojería.
Ding. Ding. Ding.
—Y luego da las horas —dijo Zanahoria.
—Pues entonces atrasa —dijo el sargento Colon—. Todos los demás acaban de sonar, tenéis que haberos enterado.
—Mi primo Jorgen hace unos como ese —dijo Cuddy—. Son más de fiar que los demonios, los relojes que funcionan con agua o las velas. O que esos trastos enormes del péndulo.
—Hay un resorte y ruedecitas —dijo Zanahoria.
—La piececita importante —dijo Cuddy, sacando un monóculo de algún lugar de su barba y examinando minuciosamente el reloj.— es un chirimbolo que se balancea de un lado a otro y que evita que las ruedas vayan demasiado deprisa.
—¿Cómo sabe si están yendo demasiado deprisa? —preguntó Angua.
—Es una especie de función incorporada —dijo Cuddy—. Yo mismo no la entiendo demasiado bien. ¿Qué es esta inscripción que hay aquí…?
La leyó en voz alta.
—¿«Para Guardar el Tiempo de, Tus Veijos Amigos de la Guardia»?
—Es un juego de palabras —dijo Zanahoria.
Hubo un largo y embarazoso silencio.
—Mmm. Puse unos cuantos dólares en nombre de cada uno de vosotros los nuevos reclutas —añadió, ruborizándose—. Quiero decir que… podéis devolvérmelos cuando queráis. Si queréis. Porque, bueno, lo que quiero decir es que… habríais terminado siendo amigos suyos. En cuanto hubierais tenido ocasión de llegar a conocerlo.
El resto de la Guardia intercambió miradas.
Zanahoria podía mandar ejércitos, pensó Angua. Realmente podía hacerlo. Algunas personas han servido de inspiración a países enteros, llevándolos a hacer grandes proezas, debido al poder de su visión. Y él también podía hacerlo. No porque sueñe con hordas en marcha, o la dominación del mundo, o un imperio de un millar de años. Es solo porque piensa que todas las personas son decentes en el fondo y que se llevarían estupendamente bien solo con que hicieran ese pequeño esfuerzo, y lo cree tan apasionadamente que esa convicción arde como una llama que es todavía más grande que él. Zanahoria tiene un sueño y todos formamos parte de él, de tal manera que ese sueño moldea al mundo a su alrededor. Y lo curioso es que nadie quiere que se lleve una decepción. Sería como darle una patada al cachorro más grande del universo. Es una especie de magia.
—El oro se está desprendiendo —dijo Cuddy—. Pero es un buen reloj —se apresuró a añadir.
—Esperaba que pudiéramos dárselo esta noche —dijo Zanahoria—. Y que luego saliéramos todos juntos a tomar una… copa…
—No es una buena idea —dijo Angua.
—Dejémoslo para mañana —dijo Colon—. Cuando vayamos a la boda, formaremos una guardia de honor. Eso es tradicional. Todo el mundo levanta su espada formando una especie de arco.
—Solo tenemos una espada entre todos nosotros —dijo Zanahoria con voz lúgubre. Todos miraron el suelo.
—No es justo —dijo Angua—. Me da igual quién le robó lo que fuese que les robaron a los asesinos, pero el capitán Vimes hacía bien tratando de averiguar quién mató al señor Martillogrande. Y Lettice Knibbs no le importa a nadie.
—Me gusta averiguar quién me disparó —dijo Detritus.
—Lo que no entiendo es por qué alguien puede ser lo bastante imbécil como para robarles a los asesinos —dijo Zanahoria—. Eso fue lo que dijo el capitán Vimes. Dijo que habría que ser payaso para que se te ocurriera colarte en ese sitio. Volvieron a mirar el suelo.
—¿Como un payaso o un bufón? —preguntó Detritus.
—Detritus, el capitán no se refería a un payaso de gorro y campanillas —dijo Zanahoria, amablemente—. Solo quería decir que tendrías que ser un poco idio…
Se calló y miró el techo.
—Oh, vaya —dijo—. ¿Es tan sencillo como eso?
—¿Tan sencillo como qué? —preguntó Angua.
Alguien llamó con fuerza, a la puerta. La llamada no tenía nada de cortés. Aquellos eran los golpes de alguien que haría que le abrieran la puerta o la echaría abajo.
Un guardia entró tambaleándose en la habitación y se desplomó. La mitad de su armadura había desaparecido y tenía un ojo negro, pero todavía era reconocible como Skully Muldoon de la Guardia Diurna.
Colon le ayudó a levantarse.
—¿Te has metido en alguna pelea, Skully?
Skully alzó la mirada hacia Detritus y gimoteó.
—¡Los muy cabrones atacaron la Casa de la Guardia!
—¿Quiénes?
—¡Ellos!
Zanahoria le dio unas palmaditas en el hombro.
—Este no es un troll —dijo—. Este es el guardia interino Detritus… no saludes. ¿Unos trolls atacaron a la Guardia Diurna?
—¡Están tirando adoquines!
—No puedes confiar en ellos —dijo Detritus.
—¿En quiénes? —preguntó Cráneo.
—Los trolls. En mi opinión, son una pandilla de revoltosos —dijo Detritus, con toda la convicción de un troll que lleva una placa—. Necesitan que se les eche un ojo de cuando en cuando.
—¿Qué le ha ocurrido a Quirke? —preguntó Zanahoria.
—¡No lo sé! ¡Tenéis que hacer algo!
—Nos han dejado fuera del servicio —dijo Colon—. Es oficial.
—¡No me vengas con esas!
—Ah —dijo Zanahoria con súbita animación. Sacó un trozo de lápiz de su bolsillo e hizo una pequeña señal en el cuaderno negro—. ¿Todavía tiene esa casita en la calle Tranquila, sargento Muldoon?
—¿Qué? ¿Qué? ¡Sí! ¿Qué pasa con ella!
—¿Y la renta es superior a un cuarto de penique al mes?
Muldoon lo miró con el único ojo operativo.
—¿Tú eres tonto o qué?
Zanahoria le dirigió una gran sonrisa.
—Lo soy, sargento Muldoon. Pero ¿es esa la cantidad? ¿Diría usted que la renta es de un cuarto de penique?
—¿Hay enanos corriendo por las calles en busca de pelea y tú quieres saber a cómo están los precios de las propiedades inmobiliarias?
—¿Un cuarto de penique?
—¡No seas bobo! ¡Una casa así cuesta al menos cinco dólares al mes!
—Ah —dijo Zanahoria, haciendo otra señal en el cuaderno—. Eso será por la inflación, naturalmente. Y supongo que tendrá usted una marmita para cocinar… ¿Es propietario de al menos dos-acres-y-un-tercio y de más de la mitad de una vaca?
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Muldoon—. Esto es algún tipo de broma, ¿verdad?
—Creo que probablemente podemos pasar por alto los requisitos de propiedad —dijo Zanahoria—. Aquí pone que se puede omitir para un ciudadano respetable que goce de una buena posición. Por último, ¿ha habido, en su opinión, un quebrantamiento irreparable de la ley y el orden en la ciudad?
—¡Volcaron el carrito de Ruina Escurridizo y le obligaron a comerse dos de sus salchichas-en-un-panecillo!
—¡Oh, caramba! —dijo Colon.
—¡Sin mostaza!
—Me parece que eso cuenta como un Sí —dijo Zanahoria Volvió a hacer una señal en la página, y cerró el cuaderno con un resuelto chasquido—. Bueno, será mejor que nos pongamos en marcha —añadió después.
—Se nos dijo que… —empezó a decir Colon.
—Según las Leyes y Ordenanzas de Ankh-Morpork —dijo Zanahoria—, cualquier residente de la ciudad, en tiempos de quebrantamiento irreparable de la ley y el orden y a petición de un oficial de la ciudad que sea un ciudadano respetable… aquí hay un montón de cosas acerca de la propiedad y demás, y luego sigue diciendo… deberá formar en una milicia para la defensa de la ciudad.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Angua.
—Milicia… —dijo el sargento Colon con voz pensativa.
—¡Eh, espera! ¡No puedes hacer eso! —dijo Muldoon—. ¡Es una estupidez!
—Es la ley. Nunca ha sido derogada —dijo Zanahoria.
—¡Nunca hemos tenido una milicia! ¡Nunca hemos necesitado una!
—Hasta ahora, me parece.
—Mira, vosotros vais a volver al Palacio conmigo —dijo Muldoon—. Sois hombres de la Guardia…
—Y vamos a defender la ciudad —dijo Zanahoria.
La multitud pasaba a toda prisa por delante de la Casa de la Guardia. Zanahoria detuvo a una pareja recurriendo a un método tan simple como extender la mano.
—El señor Poppley, ¿verdad? —dijo—. ¿Qué tal va la tienda? Hola, señora Poppley.
—¿No se ha enterado? —dijo el hombre, que parecía muy acalorado—. ¡Los trolls han prendido fuego al Palacio!
Siguió la dirección de la mirada de Zanahoria hasta el final de la Vía Ancha, donde el Palacio alzaba su oscura mole bajo la claridad del atardecer. Llamas ingobernables se negaban a salir de cada ventana.
—No me diga —murmuró Zanahoria.
—¡Y hay enanos rompiendo ventanas y de todo! —dijo el tendero—. ¡No hay ni un perro a salvo!
—No puedes confiar en ellos —dijo Cuddy.
El tendero le miró fijamente.
—¿Eres un enano? —dijo.
—¡Asombroso! No entiendo cómo se las apañan para adivinarlo —dijo Cuddy.
—¡Bueno, pues yo me largo! ¡No me quedaré aquí para ver cómo los pequeños demonios abusan de la señora Poppley! ¡Ya saben lo que dicen acerca de los enanos!
La Guardia contempló cómo la pareja volvía a incorporarse a la multitud.