Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

Lucía un sombrero adornado con un penacho de plumas.

—Entre, entre —dijo Vimes—. No estábamos haciendo nada importante.

—Capitán Vimes…

—No pasa nada. Ya lo sabemos. Dadle vuestras armas, gente. Es una orden, Zanahoria. Una espada del modelo oficial, una pica o alabarda, un palo nocturno o porra, una ballesta. Es eso, ¿verdad, sargento Colon?

—Siseñor.

La vacilación de Zanahoria solo duró un instante.

—Oh, bueno —dijo—. Mi espada oficial está en el soporte.

—Y esa que cuelga de su cinturón, ¿qué es?

Zanahoria no dijo nada. No obstante, cambió ligeramente de postura. Sus bíceps tensaron el cuero de su jubón.

—La espada oficial. Muy bien —dijo Quirke. Se volvió. Quirke era una de esas personas que retroceden cuando se las ataca vigorosamente, pero que atacan sin piedad a todo lo que sea débil—. ¿Dónde está el chupapiedras? —preguntó—. ¿Y la roca?

—Ah —dijo Vimes—, ¿se está refiriendo a esos miembros representativos de nuestras especies hermanas en la inteligencia que han elegido unir su suerte a la gente de esta ciudad?

—Me refiero al enano y al troll —dijo Quirke.

—No tengo ni la más remota idea —dijo Vimes alegremente.

Angua tuvo la vaga impresión de que volvía a estar borracho, suponiendo que las personas pudieran emborracharse de desesperación.

—No lo sabemos, señor —dijo Colon—. No les hemos visto en todo el día.

—Probablemente estarán peleándose en el Camino de la Cantera con el resto de ellos —dijo Quirke—. No puedes confiar en ese tipo de gente. Ya deberían saberlo.

Y Angua también tuvo la impresión de que si bien palabras como mediapinta y chupapiedras resultaban ofensivas, eran como términos de hermandad universal comparadas con palabras como «ese tipo de gente» en la boca de hombres como Quirke. Para su perplejidad, descubrió que su mirada no se apartaba de la yugular de aquel hombre.

—¿Peleándose? —dijo Zanahoria—. ¿Por qué?

Quirke se encogió de hombros.

—¿Quién sabe?

—Bueno, dejadme pensar —dijo Vimes—. Podría tener algo que ver con un arresto equivocado. Podría tener algo que ver con los enanos más revoltosos a los que les basta con cualquier excusa para ir a meterse con los trolls. ¿Qué piensa usted, Quirke?

—Yo no pienso, Vimes.

—Hace bien. Es usted justo el tipo de hombre que necesita la ciudad.

Vimes se levantó.

—Bueno, pues en ese caso me voy —dijo—. Os veré a todos mañana. Si es que hay un mañana.

La puerta se cerró detrás de él con un ruidoso portazo.

Aquella cámara era enorme. Tenía las dimensiones de una plaza de ciudad, con pilares espaciados cada pocos metros para sostener el techo. Había túneles irradiando de ella en todas las direcciones, y a distintas alturas en las paredes. El agua manaba de muchos de ellos procedente de pequeños manantiales y arroyos subterráneos.

Ese era el problema. La película de agua que se deslizaba sobre el suelo de piedra de la cámara había borrado cualquier rastro de las huellas.

Un túnel muy grande, casi obstruido por escombros y sedimentos, se alejaba de la cámara yendo en lo que Cuddy estaba bastante seguro era la dirección del estuario.

El lugar casi resultaba agradable. No había ningún olor, aparte de una tenue traza de humedad como la que queda atrapada debajo de una piedra. Y hacía fresco.

—He visto grandes salones de los enanos en las montañas —dijo Cuddy—, pero he de admitir que esto es otra cosa.

Su voz creó ecos que rebotaron por toda la cámara.

—Oh, sí —dijo Detritus—. Tiene que ser alguna otra cosa, porque no es un salón de los enanos en las montañas.

—¿Ves alguna manera de subir?

—No.

—Podríamos haber pasado de largo delante de una docena de caminos que llevan a la superficie y no haberlo sabido.

—Sí-dijo el troll—. Es un problema peliagudo.

—¿Detritus?

—¿Sí?

—¿Sabías que aquí abajo, donde no hace tanto calor, estás empezando a volverte más inteligente de nuevo?

—¿De veras?

—¿Podrías utilizar esa inteligencia para pensar en una manera de salir de aquí?

—¿Cavando? —sugirió el troll.

Había bloques caídos aquí y allá en los túneles. No muchos, porque el lugar estaba muy bien construido.

—No. No tengo una pala —dijo Cuddy.

Detritus asintió.

—Dame tu coraza —dijo.

La dejó apoyada en la pared. Su puño la golpeó unas cuantas veces. Luego se la devolvió a Cuddy. Ahora tenía, más o menos, la forma de una pala.

—Hay que recorrer mucha distancia hasta llegar arriba —dijo Cuddy con voz dubitativa.

—Pero conocemos el camino —dijo Detritus—. Es eso, o quedarte aquí abajo comiendo rata durante el resto de tu vida.

Cuddy titubeó. La idea tenía un cierto atractivo…

—Sin ketchup —añadió Detritus.

—Creo que vi una piedra caída no muy lejos de aquí-dijo el enano.

El capitán Quirke paseó la mirada por la sala de la Guardia con el aire de alguien que le está haciendo un favor al escenario al contemplarlo.

—Muy agradable —dijo—. Me parece que nos trasladaremos aquí. Estaremos mejor que en los cuarteles que hay cerca del Palacio.

—Pero aquí estamos nosotros —dijo el sargento Colon.

—Entonces tendrán que apretarse un poco —dijo el capitán Quirke.

Miró a Angua. La fijeza con que lo miraba aquella joven estaba empezando a ponerle un poco nervioso.

—También habrá unos cuantos cambios —dijo. La puerta se abrió con un crujido detrás de él y un perrito que olía bastante mal entró en la sala.

—Pero lord Vetinari no ha dicho quién va a mandar la Guardia Nocturna —dijo Zanahoria.

—Oh, ¿sí? Pues a mí me parece, a mi me parece —dijo Quirke—, que no es probable que vaya a ser uno de ustedes, ¿eh? Me parece que lo más probable es que se combinen las Guardias. Me parece que hay mucho desbarajuste por aquí. Me parece que esto es una olla de grillos.

Volvió a mirar a Angua. Su manera de mirarle estaba sacándole de quicio.

—Me parece… —volvió a empezar Quirke, y entonces reparó en el perro—. ¡Miren esto!-dijo—. ¡Perros en la Casa de la Guardia! —Le atizó una patada enérgica a Gaspode y sonrió cuando el perro se apresuró a buscar refugio debajo de la mesa con un chillido.

—¿Y qué hay de Lettice Knibbs, la joven mendiga?-dijo Angua—. A ella no la mató ningún troll. Ni al payaso.

—Hay que concentrarse en la imagen general —dijo Quirke

—Señor capitán —dijo una voz desde debajo de la mesa, audible a un nivel consciente únicamente para Angua—, nota usted un picorcito en el trasero.

—¿Y cuál es esa gran imagen general? —preguntó el sargento Colon.

—Un picorcito realmente intenso —dijo la voz submesera.

—¿Se encuentra bien, capitán Quirke? —preguntó Angua.

El capitán se removió, intranquilo.

—Pica, pica, pica —dijo la voz.

—Lo que quiero decir es que algunas cosas son importantes, y otras no lo son —dijo Quirke—. ¡Aaargh!

—¿Cómo dice?

—Pica.

—No puedo quedarme hablando con ustedes todo el día —dijo Quirke—. Preséntese-En mi-Ofícina-Mañana por la tarde…

—Pica-pica-pica.

—¡Mediaaaaa vuelta!

La Guardia Diurna se apresuró a salir de la sala, con Quirke dando brincos y retorciéndose en, por así decirlo, la retaguardia.

—Caray, parecía ansioso por irse —dijo Zanahoria.

—Sí-dijo Angua—. No se me ocurre por qué.

Se miraron el uno al otro.

—¿Entonces se acabó? —dijo Zanahoria—. ¿No más Guardia Nocturna?

Generalmente, la biblioteca de la Universidad Invisible es muy silenciosa. Puede haber algún que otro susurro de pies mientras los magos deambulan por entre los estantes, la tos ocasional para perturbar el silencio académico y, muy de vez en cuando, un alarido de agonía cuando un estudiante descuidado se olvida de tratar a algún grimorio antiguo con la cautela que se merece.

Considérese a los orangutanes.

En todos los mundos agraciados con su presencia se sospecha que los orangutanes saben hablar pero optan por no hacerlo por si acaso los humanos los ponen a trabajar, posiblemente en la industria de la televisión. De hecho, los orangutanes saben hablar. Es solo que hablan en orangután. Los humanos, por su parte, solo son capaces de escucharlo en el idioma Perplejidad.

El Bibliotecario de la Universidad Invisible había tomado la decisión unilateral de ayudar a la comprensión produciendo un diccionario orangután/humano. Llevaba tres meses trabajando en él.

No resultaba nada fácil. Por el momento había conseguido llegar hasta «Oook».[23]

Había ido al nivel inferior de los Depósitos, donde hacía un poco más de fresco.

Y de pronto alguien estaba cantando.

El bibliotecario se sacó la pluma del pie y escuchó.

Un humano habría decidido que no podía dar crédito a sus oídos. Los orangutanes son mucho más sensatos. Si no crees en tus propios oídos, ¿en los oídos de quién vas a creer?

Alguien estaba cantando, en el subsuelo. O intentando cantar.

Las voces infaustas y endiabladas decían algo así como:

—Oor, roo. Oor, roo.

—¡Escucha, so… troll! Es la canción más simple que hay. Mira, empieza así: «¡Oro, Oro, Oro, Oro!».

—«Oro, Oro, Oro, Oro…»

—¡No! ¡Esa es la segunda estrofa!

También estaba el sonido rítmico de una pala desplazando tierra y de cascotes movidos de un lado a otro.

El Bibliotecario estuvo reflexionando durante un rato. Bien, así que… un enano y un troll. Prefería ambas especies a los humanos. Para empezar, ninguna de ellas leía mucho. El Bibliotecario estaba a favor de la lectura en general, claro está, pero los lectores en particular siempre lo ponían de los nervios. Había algo, bueno, sacrílego en su manera de ir sacando libros de los estantes y desgastar las palabras al leerlas. Al Bibliotecario le gustaba la gente que amaba y respetaba los libros y la mejor manera de hacer eso en su opinión, era dejando que siguieran encima de los estantes donde la Naturaleza había querido que estuvieran.

Las voces apagadas parecían estar aproximándose.

—Oro, oro, oro…

—¡Ahora estás cantando el estribillo!

Por otra parte, hay maneras más apropiadas que otras de entrar en una biblioteca.

El Bibliotecario fue hacia los estantes y cogió la obra todavía no superada de Tulipabulbero Cómo aniquilar a los insectos. Todas sus dos mil páginas.

Vimes iba por la avenida Pastelito sintiéndose bastante alegre y animado. Era consciente de que había un Vimes interior que se estaba desgañitando dentro de su cabeza. No le prestó atención.

No podías ser un auténtico policía en Ankh-Morpork y permanecer cuerdo. Tenía que importarte lo que hacías, y en Ankh-Morpork preocuparte por algo era como abrir una lata de carne en medio de un banco de pirañas.

Cada uno tenía su propia manera de hacer frente a eso. Colon nunca pensaba en ello, y a Nobby no le preocupaba en lo más mínimo, y los nuevos todavía no llevaban en la Guardia el tiempo suficiente para que los hubiera ido consumiendo, y Zanahoria… era él mismo.

Cientos de personas morían en la ciudad cada día, a menudo de suicidio. ¿Qué importancia podían tener unas cuantas más?

El Vimes de dentro empezó a golpear las paredes con los puños.

Había unas cuantas carrozas estacionadas delante de la mansión de los Ramkin, y el lugar parecía hallarse infestado por todo un surtido de parientes femeninas y Emmas Intercambiables. Estaban horneando cosas y abrillantando cosas. Vimes pasó a través de ellas sin que se le prestara demasiada atención.

Encontró a Sybil en la casa de los dragones, calzada con sus botas de goma y llevando su coraza protectora para los dragones. Estaba limpiando, en apariencia feliz e inconsciente del caos controlado que se agitaba dentro de la mansión.

Su futura esposa alzó la mirada cuando la puerta se cerró detrás de Vimes.

—Oh, estás aquí. Has vuelto a casa temprano —dijo—. No podía soportar el jaleo, así que me he venido aquí. Pero pronto tendré que ir a cambiarme porque…

Sybil se calló en cuanto vio la cara que estaba poniendo él.

—Algo va mal, ¿verdad?

—No voy a volver —dijo Vimes.

—¿De veras? La semana pasada dijiste que harías una guardia entera. Dijiste que tenías muchas ganas de hacerla.

Hay pocas cosas que se le escapen a la vieja Sybil, pensó Vimes.

Ella le dio unas palmaditas en la mano.

—Me alegro de que lo hayas dejado —dijo.

El cabo Nobbs entró corriendo en la Casa de la Guardia y cerró de un portazo.

—¿Y bien? —preguntó Zanahoria.

—Las cosas se han ido poniendo bastante feas —dijo Nobby—. Dicen que los trolls planean marchar al Palacio para sacar de allí a Caradecarbón. Hay bandas de enanos y trolls recorriendo la ciudad en busca de problemas. Y mendigos. Lettice era muy popular. Y también hay un montón de gente de los gremios en las calles. La ciudad —dijo dándose aires de importancia— se ha convertido en un tonel de Pólvora Número Uno.

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