Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

—Sí, sí, los buenos viejos tiempos. Torres imponentes, estandartes, la caballerosidad y todo eso —dijo el vizconde Patinador—. Damas con sombreros puntiagudos, tipos con armadura haciéndose picadillo los unos a los otros y todo lo que quieras. Pero ¿sabes?, hemos de progresar con los tiempos…

—Fue una época dorada —dijo Edward.

Dios mío, pensó lord Óxido. Realmente se lo cree.

—Verás, mi querido muchacho —dijo lady Selachii—, un poco de parecido fruto de la casualidad y una pequeña joya… Bueno, en realidad eso no significa gran cosa, ¿verdad?

—Mi aya me dijo que un auténtico rey podía sacar una espada de una piedra —dijo el vizconde Patinador.

—Ja, sí, y también podía curar la caspa —dijo lord Óxido—. Eso no es más que una leyenda. No es real. Y de todos modos, esa historia siempre me ha tenido un poco perplejo. ¿Qué hay de difícil en eso de sacar una espada de una piedra? El trabajo de verdad ya está hecho. Lo que deberías hacer es moverte y buscar al hombre que clavó la espada en la piedra en un principio, ¿eh?

Hubo una especie de carcajada general llena de alivio. Eso fue lo que recordaría Edward después. Todo había terminado entre carcajadas. No exactamente a sus expensas, pero Edward era el tipo de persona que siempre se toma las risas de una manera muy personal.

Diez minutos después, Edward de M’uerthe estaba solo.

Todos se lo tomaban con una tranquilidad inmensa. ¡Progresar con los tiempos! Edward había esperado más de ellos. Mucho más. Se había atrevido a concebir la esperanza de que podían llegar a sentirse inspirados por su liderazgo. Se había imaginado a sí mismo al frente de un ejército…

Blenkin entró arrastrando los pies con respeto.

—Los he acompañado a todos hasta la puerta, señor Edward —dijo.

—Gracias, Blenkin. Puedes quitar la mesa.

—Sí, señor Edward.

—¿Qué ha sido del honor, Blenkin?

—Pues no lo sé, señor. Le aseguro que yo no lo he cogido.

—No quisieron escuchar.

—No, señor.

—No quisieron es-cuchar.

Edward se quedó sentado junto al fuego que iba agonizando, con un ejemplar bastante usado de La sucesión de Ankh-Morpork escrita por Muerdemuslo abierto sobre su regazo. Reinas y reyes muertos lo contemplaban con reproche.

Y allí hubiera podido terminar todo. De hecho, en millones de universos terminó allí. Edward de M’uerthe fue envejeciendo y la obsesión se convirtió en una especie de locura libresca del tipo guantes-con-los-dedos-recortados y zapatillas de fieltro, y Edward llegó a ser todo un experto en la realeza, aunque eso nadie llegó a saberlo jamás debido a que rara vez salía de sus habitaciones. El cabo Zanahoria llegó a ser el sargento Zanahoria y, a su debido tiempo, murió de uniforme a la edad de setenta años en un improbable accidente relacionado con un oso hormiguero.

En un millón de universos, los guardias interinos Cuddy y Detritus no se cayeron por el agujero. En un millón de universos, Vimes no encontró los tubos. (En un universo extraño pero teóricamente posible, la Casa de la Guardia fue redecorada en colores pastel por un inexplicable tornado que también reparó el pestillo de la puerta e hizo unos cuantos trabajitos inesperados más por todo el lugar.) En un millón de universos, la Guardia fracasó.

En un millón de universos, este libro fue muy corto.

Edward se quedó dormido con La sucesión de Ankh-Morpork sobre las rodillas y tuvo un sueño. Soñó con una gloriosa contienda. «Gloriosa» era otra palabra muy importante en su vocabulario personal, al igual que «honor».

Si los traidores y los hombres sin honor no eran capaces de ver la verdad, entonces él, Edward de M’uerthe, era el dedo del Destino.

El problema con el Destino, naturalmente, es que no suele importarle demasiado dónde pone el dedo.

El capitán Sam Vimes, de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork (Guardia Nocturna) estaba sentado en la antesala llena de corrientes de aire de la sala de audiencias del patricio, con su mejor capa envolviéndole el cuerpo, la coraza bien abrillantada y el casco encima de las rodillas.

Estaba contemplando la pared con el rostro inexpresivo.

Se dijo a sí mismo que hubiese tenido que estar contento. Y lo estaba. En cierto modo. Decididamente sí. Todo lo contento que podía llegar a estar.

Dentro de unos días iba a casarse.

Iba a dejar de ser un guardia.

Iba a ser un caballero de vida ociosa.

Se quitó la placa de cobre y la pasó distraídamente por el borde de su capa para sacarle brillo. Luego la sostuvo ante los ojos de tal manera que la luz arrancó destellos a la pátina de la superficie. GCAM N.° 177. A veces Vimes se preguntaba cuántos otros guardias habían tenido aquella placa antes de él.

Bueno, ahora alguien iba a tenerla después de él.

Esta es Ankh-Morpork, la Ciudad de Las Mil y Una Sorpresas (según la guía editada por el Gremio de Mercaderes). ¿ Qué más se necesita decir? Un lugar inmenso, hogar de un millón de personas, la mayor de todas las ciudades del Mundodisco, que se extiende a ambos lados del río Ankh, un cauce de aguas tan fangosas que parece como si fluyera al revés.

Y los visitantes dicen: ¿Cómo es que existe una ciudad tan grande? ¿Qué la mantiene en funcionamiento? Dado que tiene un río que se puede masticar, ¿de dónde proviene el agua potable? ¿Cuál es, de hecho, la base de la economía de la ciudad? ¿Cómo es posible que, en contra de toda probabilidad, Ankh-Morpork funcione?

En realidad, los visitantes no suelen decir eso. Lo habitual es que digan cosas como «¿Por dónde se va a, ya sabe, las… esto… ya sabe, las damas jóvenes, sí, eso?».

Pero suponiendo que empezaran a pensar con el cerebro durante un ratito, eso habría sido lo que hubiesen estado pensando.

El patricio de Ankh-Morpork se recostó en su austera silla con la sonrisa súbita y radiante de una persona muy ocupada cuando, al final de un día lleno de ajetreo, acaba de descubrir en su agenda un recordatorio que dice: 7.00-7.05, Mostrarse Relajado y Alegre y Ser una Persona Capaz de Tratar con la Gente.

—Bueno, por supuesto que me llenó de tristeza recibir su carta, capitán…

—Sí, señor —dijo Vimes, manteniéndose tan inmóvil como un almacén de muebles.

—Tenga la bondad de sentarse, capitán.

—Sí, señor. —Vimes permaneció de pie. Era una cuestión de orgullo.

—Pero aun así, le aseguro que lo comprendo. Tengo entendido que las propiedades de los Ramkin son muy extensas, y estoy seguro de que lady Ramkin sabrá apreciar el hecho de poder contar con su robusta mano derecha.

—¿Señor?

Cuando se encontraba en presencia del gobernante de la ciudad, el capitán Vimes siempre concentraba su mirada en un punto situado unos treinta centímetros por encima de la cabeza del patricio y unos quince centímetros a su izquierda.

—Y naturalmente será usted un hombre muy rico, capitán.

—Sí, señor.

—Espero que haya pensado en eso. Tendrá nuevas responsabilidades.

—Sí, señor.

El patricio se dio cuenta de que estaba manteniendo los dos extremos de la conversación. Empezó a rebuscar entre los papeles de su escritorio.

—Y naturalmente tendré que ascender a un nuevo oficial en jefe para la Guardia Nocturna —dijo el patricio—. ¿Tiene usted alguna sugerencia, capitán?

Vimes pareció descender de cualquiera que fuese la nube que había estado ocupando su mente. Aquello era trabajo de guardia.

—Bueno, que no sea Fred Colon… Fred es un sargento nato…

El sargento Colon, de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork (Guardia Nocturna) contempló los rostros radiantes de los nuevos reclutas.

Suspiró y se acordó de su primer día en la Guardia, aquel en que había conocido al viejo sargento Wimbler. ¡Menudo tártaro! ¡Wimbler tenía una lengua que era como un latigazo! Ah, si el abuelo Wimbler hubiera llegado a vivir lo suficiente para ver aquello…

¿Cómo se llamaba? Oh, sí. Procedimiento de incorporación basado en la acción afirmativa, o algo por el estilo. La Liga Anti-Difamación del Silicio no había dejado de darle la lata al patricio, y ahora…

—Inténtelo una vez más, guardia interino Detritus —dijo Colon—. El truco consiste en detener la mano justo encima de su oreja sin que llegue a tocarla. Levántese del suelo e intente saludar una vez más. Bueno, veamos… ¿Guardia interino Cuddy?

—¡Aquí!

—¿Dónde?

—Delante de usted, sargento.

Colon bajó la mirada y dio un paso atrás. La tensa curva de su más que adecuado estómago se hizo a un lado para revelar el rostro del guardia interino Cuddy, con aquella expresión inteligente y siempre dispuesta a ayudar y aquel ojo de cristal.

—Oh. Claro.

—Soy más alto de lo que parezco.

Oh, dioses, pensó el sargento Colon cansadamente. Súmalos y divide por dos y obtienes dos hombres normales, salvo que los hombres normales no ingresan en la Guardia. Un troll y un enano. Y eso no es lo peor de todo…

Vimes tabaleó con los dedos sobre el escritorio.

—No, entonces quedamos en que Colon no —dijo—. Ya no es tan joven como antes. Va siendo hora de que se quede en la Casa de la Guardia, ocupándose del papeleo. Además, ahora tiene muchas cosas en la cabeza.

—Ah, yo diría que el sargento Colon siempre ha tenido muchas cosas en el estómago —murmuró el patricio.

—Me refería a que ahora está muy ocupado con los nuevos reclutas —dijo Vimes, con cierta intención—. ¿Se acuerda, señor?

Esos que me obligó a tener en el Cuerpo, añadió dentro de la intimidad de su cabeza. No iban a ir a la Guardia Diurna, naturalmente. Y los muy bastardos de la Guardia de Palacio tampoco los aceptarían entre ellos, claro. Oh, no. Póngalos en la Guardia Nocturna, porque de todas maneras la cosa no va en serio y de esa manera nadie los verá. Nadie importante, en todo caso.

Vimes terminó aceptando únicamente porque sabía que aquello no iba a ser problema suyo durante mucho tiempo.

Se dijo que después de todo él no era ningún especiesista. Pero la Guardia era un trabajo para hombres.

—¿Qué me dice del cabo Nobbs? —preguntó el patricio.

—¿Nobby?

Ambos compartieron una imagen mental del cabo Nobbs.

—No.

—No.

—Y luego naturalmente está —el patricio sonrió— el cabo Zanahoria. Un joven magnífico. Que ya se está haciendo todo un nombre, según tengo entendido.

—Eso es… cierto —dijo Vimes.

—¿Una nueva oportunidad de ascender, quizá? Valoraría su consejo, Vimes.

Vimes se formó una imagen mental del cabo Zanahoria…

—Esto —dijo el cabo Zanahoria— es la Puerta del Eje. Para toda la ciudad. Que es lo que protegemos.

—¿De qué? —preguntó la guardia interina Angua, la última incorporación entre los nuevos reclutas.

—Oh, ya sabes. Hordas bárbaras, tribus guerreras, ejércitos de bandidos… ese tipo de cosas.

—¿Qué? ¿Solo nosotros?

—¿Nosotros? ¡Oh, no! —Zanahoria se rió—. Eso sería una tontería, ¿verdad? No, si ves cualquier cosa por el estilo, lo único que has de hacer es tocar la campana todo lo fuerte que puedas.

—¿Y qué ocurre entonces?

—El sargento Colon y Nobby y el resto vendrán corriendo tan pronto como puedan.

La guardia interina Angua escrutó el horizonte velado por la calina.

Luego sonrió.

Zanahoria se sonrojó.

La guardia interina Angua había dominado el saludo al primer intento. Aún no disponía de un uniforme completo y no contaría con él hasta que alguien hubiera llevado una coraza al viejo Remitt el armero y le hubiera dicho que le diera dos buenos golpes con el martillo exactamente aquí y aquí. Aparte de eso, ningún casco en el mundo cubriría toda aquella masa de cabellos color rubio ceniza. Pero entonces a Zanahoria se le ocurrió pensar que en realidad la guardia interina Angua no iba a necesitar nada de todo aquello. La gente haría cola para que ella les arrestara.

—Bueno, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Angua.

—Pues supongo que proceder de vuelta a la Casa de la Guardia —dijo Zanahoria—. Me imagino que el sargento Colon ya estará leyendo el informe de la tarde.

Angua también había dominado el «proceder», una manera de andar muy especial concebida por los agentes de la ley en todo el multiverso para hacer la ronda. Consiste en un suave levantamiento del empeine, un cuidadoso balanceo de la pierna y un paso relajado que se puede mantener hora tras hora, calle tras calle. El guardia interino Detritus todavía tardaría algún tiempo en estar listo para aprender a «proceder», al menos hasta que fuera capaz de no dejarse inconsciente a sí mismo cada vez que saludaba.

—El sargento Colon-dijo Angua—. Ese era el gordo, ¿verdad?

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