Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

Cuddy le indicó a Detritus que se detuviera con una seña y miró alrededor de una esquina.

—Me parece que estamos a salvo —dijo—. Ahora lo único que tenemos que hacer es salir por el otro extremo de este callejón y regresar a la Casa de la Guardia. ¿Estás de acuerdo?

Se volvió, no consiguió ver al troll, dio un paso adelante y se desvaneció temporalmente del mundo de los hombres.

—Oh, no —dijo el sargento Colon—. ¡Prometió que no volvería a tocarlo nunca más! ¡Y mirad, se ha bebido una botella entera!

—¿Qué es? ¿Abrazodeoso? —preguntó Nobby.

—No lo creo, porque todavía respira. Venga, echadme una mano con él.

La Guardia Nocturna formó corro a su alrededor. Zanahoria había depositado al capitán Vimes encima de una silla en el centro del suelo de la Casa de la Guardia.

Angua cogió la botella y miró la etiqueta.

—«Auténtico Rocío de Montaña Empapada de Y. V. A. L. R. Escurridizo» —leyó—. ¡Va a morir! ¡Aquí pone que esto tiene ciento cincuenta grados comprobados!

—No, eso solo es publicidad del viejo Escurridizo —dijo Nobby—. Él nunca pierde el tiempo comprobando nada. Solo tiene evidencia circunstancial.

—¿Por qué no tiene la espada? —preguntó Angua.

Vimes abrió los ojos. Lo primero que vio fue la cara llena de preocupación de Nobby.

—¡Aaargh! —dijo—. ¿’Spada? ¡La regalé! ¡Hurra!

—¿Qué?-dijo Colon.

—¡No má guardiaz! Tós a…

—Me parece que está un poquito borracho —dijo Zanahoria.

—¿Brracho? ¡Nostoy b’rracho! ¡No t’atreverías a llamarme b’orracho sistuviera sobrio!

—Traedle un poco de café —dijo Angua.

—Me parece que el capitán está más allá del alcance de nuestro café —dijo Colon—. Nobby, ve a ver a Sally la Gorda en el callejón Aprietatripas y tráete una jarra de su preparado klatchiano especial. Pero que no sea una jarra de metal, ojo.

Vimes parpadeó mientras lo llevaban a una silla.

—To é el final —dijo—. ¡Pum! ¡Pum!

—Lady Sybil se va a enfadar mucho —dijo Nobby—. Ya sabéis que prometió no volver a probarlo.

—¿ Capitán Vimes? —dijo Zanahoria.

—¿Mmm…?

—¿Cuántos dedos tengo levantados?

—¿Tro?

—¿Cuántas manos, entonces?

—Caray, hacía años que no lo veía así —dijo Colon—. Espera dejadme probar una cosa. ¿Le apetece otra copa, capitán?

—Está claro que no necesita una…

—Cállate, sé lo que estoy haciendo. ¿Otra copa, capitán Vimes?

—¿Mmm…?

—¡Nunca he visto que no fuera capaz de responder con un «sí» alto y claro! —dijo Colon, dando un paso atrás—. Me parece que será mejor que lo subamos a su habitación.

—Yo lo llevaré, pobre hombre —dijo Zanahoria. Levantó a Vimes de la silla sin ningún esfuerzo y se lo echó al hombro.

—No soporto verle así-dijo Angua, siguiéndolo al pasillo y escalera arriba.

—Solo bebe cuando se deprime —dijo Zanahoria.

—¿Y por qué se deprime?

—A veces es porque no se ha tomado una copa.

Originalmente la casa en Pseudópolis Yard había sido una residencia de la familia Ramkin. Ahora el primer piso se hallaba ocupado por los guardias de forma improvisada. Zanahoria tenía una habitación. Nobby había ido teniendo distintas habitaciones consecutivamente, con un total de cuatro hasta el momento, cambiándose de una a otra en cuanto el suelo se hacía difícil de encontrar. Y Vimes tenía una habitación.

Más o menos. No era fácil decirlo. Incluso un prisionero encerrado dentro de una celda se las arregla para estamparle su personalidad en algún sitio, pero Angua nunca había visto una habitación tan poco vivida.

—¿Es aquí donde vive? —dijo—. ¡Madre mía!

—¿Qué esperabas?

—No lo sé. Cualquier cosa. Algo. No nada.

La cama tenía una cabecera de hierro que no alegraba nada la vista. Los muelles y el colchón habían ido cediendo de tal manera que formaban una especie de molde, obligando a quien se metiera en ellos a doblarse instantáneamente en una posición de sueño. Había un aguamanil, debajo de un espejo roto. En el estante había una navaja, cuidadosamente enfilada hacia el Eje porque Vimes compartía la creencia popular de que eso la mantenía afilada. Había una silla de madera marrón con el asiento de enea roto. Y un arcón pequeño a los pies de la cama.

Y eso era todo.

—Quiero decir, al menos una alfombra —dijo Angua—. Un cuadro en la pared. Algo.

Zanahoria depositó a Vimes encima de la cama, donde el cuerpo del capitán fluyó inconscientemente dentro de la forma.

—¿Tú no tienes algo en tu habitación? —preguntó Angua.

—Sí. Tengo un diagrama transversal del Pozo Número Cinco de mi casa. Hay unos estratos muy interesantes. Yo ayudé a abrirlo. Y unos cuantos libros y cosas. El capitán Vimes no es una persona muy hogareña.

—¡Pero ni siquiera hay una vela!

—Dice que se sabe el camino a la cama de memoria.

—O un adorno o cualquier cosa.

—Debajo de la cama hay un cartón —le comunicó Zanahoria—. Recuerdo que estaba con él en la calle Filigrana cuando el capitán lo encontró. Dijo: «Si no he perdido el ojo para estas cosas, hay un mes entero de suelas en esto». Estaba muy complacido.

—¿Ni siquiera puede permitirse botas?

—No creo que sea eso. Sé que lady Sybil se ofreció a comprarle todas las botas nuevas que quisiera, y él se sintió un poco ofendido. Parece que intenta hacerlas durar.

—Pero tú puedes comprar botas, y cobras menos que él. Y envías dinero a casa. El muy idiota debe de beberse todo lo que gana.

—No lo creo. Diría que llevaba meses sin tocar la bebida. Lady Sybil lo acostumbró a los puros.

Vimes roncaba ruidosamente.

—¿Cómo puedes admirar a un hombre semejante? —preguntó Angua.

—Es un gran hombre.

Angua levantó la tapa del arcón de madera con el pie.

—Eh, creo que no deberías hacer eso… —dijo Zanahoria miserablemente.

—Solo estoy mirando —dijo Angua—. No hay ninguna ley en contra de eso.

—De hecho, según el Acta de Intimidad del año mil cuatrocientos sesenta y siete, hay una…

—Aquí dentro solo hay trastos y botas viejas. Y unos cuantos papeles.

Se inclinó sobre el arcón y cogió un libro de confección tosca. En realidad se reducía a un montón de papeles de formas irregulares aprisionados entre dos tarjetones que les servían de cubiertas.

—Eso pertenece al capitán…

Angua abrió el libro y leyó unas cuantas líneas. Se quedó boquiabierta.

—¿Quieres mirar esto? ¡No me extraña que nunca tenga dinero!

—¿Qué quieres decir?

—¡Lo gasta en mujeres! ¿Quién lo hubiera dicho? Mira esta anotación. ¡Cuatro en una semana!

Zanahoria miró por encima del hombro de Angua. En la cama, Vimes resopló.

Allí, en la página, en la letra llena de curvas y ondulaciones de Vimes, se leían las palabras:

Señora Gaskin, calle Picadillo: 5$

Señora Scurrick, calle Melaza: 4$

Señora Maroon, callejón Wixon: 4$

Annabel Curry, Parsimurgente: 2$

—Annabel Curry no pudo haber sido gran cosa, por solo dos dólares —dijo Angua.

Fue consciente de un descenso súbito de la temperatura.

—No, supongo que no —dijo Zanahoria, hablando muy despacio—. Solo tiene nueve años.

Una de sus manos agarró con mucha firmeza la muñeca de Angua y la otra le arrancó el libro de los dedos.

—¡Eh, suéltame!

—¡Sargento! —gritó Zanahoria por encima del hombro—. ¿Puede subir aquí un momento?

Angua trató de apartarse. El brazo de Zanahoria era tan inamovible como una barra de hierro.

El crujido de los pies de Colon resonó en la escalera, y la puerta se abrió.

Colon sostenía una tacita muy pequeña con unas tenacillas.

—Nobby ha traído el ca… —empezó a decir, y se calló.

—Sargento —dijo Zanahoria, mirando a Angua a la cara—, la guardia interina Angua querría saber quién es la señora Gaskin.

—¿La viuda del viejo Piernas Gaskin? Vive en la calle Picadillo.

—¿Y la señora Scurrick?

—¿La de la calle Melaza? Ahora se dedica a lavar ropa.

La mirada del sargento Colon fue del uno al otro, tratando de entender la situación.

—¿La señora Maroon?

—Esa es la viuda del sargento Maroon, vende carbón en…

—¿Y qué me dice de Annabel Curry?

—Seguro que aún va a las Hermanas Despreciativas en la Escuela de Caridad de Sek el de las Siete Manos, ¿verdad? —Colon sonrió nerviosamente a Angua, todavía no muy seguro de lo que estaba ocurriendo allí—. Es la hija del cabo Curry, pero naturalmente eso fue antes de vuestra época…

Angua alzó la mirada hacia el rostro de Zanahoria. Su expresión era indescifrable.

—¿Son viudas de policías? —dijo.

Zanahoria asintió.

—Y una huérfana.

—Es una vida muy dura —dijo Colon—. No hay pensiones para las viudas, ¿sabes?

Su mirada pasó del uno al otro.

—¿Ocurre algo? —preguntó.

Zanahoria aflojó su presa, se volvió, metió el libro dentro del arcón y bajó la tapa.

—No —dijo.

—Oye, lo sien… —empezó a decir Angua. Zanahoria hizo como si no existiera y se volvió hacia el sargento.

—Dele el café.

—Pero… catorce dólares… ¡Eso es casi la mitad de su paga!

Zanahoria cogió el fláccido brazo de Vimes y trató de abrirle el puño, pero los dedos permanecieron cerrados a pesar de que Vimes estaba inconsciente.

—¡Quiero decir que, bueno, la mitad de su paga es…!

—No sé qué es lo que tiene en la mano —dijo Zanahoria, sin hacerle ningún caso—. Quizá sea una pista.

Cogió el café e incorporó a Vimes tirando del cuello de su camisa.

—Beba esto, capitán —dijo—, y todo se volverá mucho… más claro…

El café klatchiano resulta todavía más eficaz para recuperar la sobriedad que un inesperado sobre marrón remitido por el recaudador de impuestos. De hecho, los entusiastas del café siempre toman la precaución de ponerse borrachos a conciencia antes de tocarlo, porque el café klatchiano te lleva de vuelta a la sobriedad y, si no tienes mucho cuidado, te arrastra a través de ella hasta dejarte en el otro lado, allí donde la mente del hombre nunca debería ir. La opinión general en la Guardia era que Samuel Vimes andaba un mínimo de dos copas bajo par, y necesitaba un doble bien cargado incluso para estar sobrio.

—Con cuidado… con cuidado… —murmuró Zanahoria mientras dejaba que unas cuantas gotas se deslizaran entre los labios de Vimes.

—Oye, cuando dije… —empezó a decir Angua.

—Olvídalo —dijo Zanahoria sin ni siquiera volverse a mirarla.

—Yo solo…

—He dicho que lo olvides.

Vimes abrió los ojos, le echó una mirada al mundo y gritó.

—¡Nobby!

—¿Sí, sargento?

—¿Trajiste el Especial Desierto Rojo o el Directo de la Montaña Rizada?

—El Desierto Rojo, sargento, porque…

—Podrías haberlo dicho. Más vale que me traigas… —Contempló la mueca de horror que estaba poniendo Vimes— medio vaso de Abrazodeoso. Lo hemos enviado demasiado lejos en la dirección opuesta.

El vaso fue traído y administrado. Vimes fue dejando de estar rígido a medida que el contenido del vaso iba surtiendo efecto.

Su palma se abrió.

—Oh, dioses —dijo Angua—. ¿Tenemos alguna venda?

El cielo era un pequeño círculo blanco, allá en las alturas.

—¿Dónde demonios estamos, compañero? —dijo Cuddy.

—Cueva.

—No hay cuevas debajo de Ankh-Morpork. Está construida encima de terreno arcilloso.

Cuddy había caído unos nueve metros, pero la caída había quedado bastante amortiguada porque había aterrizado encima de la cabeza de Detritus. El troll había estado sentado, rodeado por maderas medio podridas, dentro de… bueno… dentro de una cueva. O bien, pensó Cuddy a medida que sus ojos iban acostumbrándose a la penumbra, dentro de un túnel recubierto de piedra.

—No hice nada —dijo Detritus—. Yo estaba allí, y de pronto todo estaba pasando hacia arriba.

Cuddy metió la mano en el barro que había debajo de sus pies y extrajo un trozo de madera. Era muy gruesa. También estaba muy podrida.

—Caímos en algo pasando a través de algo —dijo. Pasó la mano por la curva de la pared del túnel—. Y esta obra es excelente. Muy buena.

—¿Cómo salimos?

No había ninguna manera de volver a subir al sitio desde el cual habían caído. El techo del túnel era mucho más alto que Detritus.

—Caminando, creo —dijo Cuddy.

Husmeó el aire, que olía a cerrado. Los enanos tienen un excelente sentido de la dirección en el subsuelo.

—Por aquí —añadió, poniéndose en movimiento.

—¿Cuddy?

—¿Sí?

—Nadie dice nunca que hay túneles debajo de la ciudad. Nadie sabe de ellos.

—¿Y?

—Que no hay salida. Porque la salida también es la entrada, y si nadie sabe de los túneles, entonces no hay ninguna entrada.

—Pero tienen que llevar a alguna parte.

—De acuerdo.

El barro negro, más o menos seco, formaba un sendero en el fondo del túnel. Las paredes también estaban cubiertas de un fango mucho más húmedo, una indicación de que aquel túnel había estado lleno de agua en algún momento del pasado reciente. Aquí y allá enormes extensiones de hongos, iluminadas por la podredumbre, proyectaban una tenue claridad sobre la antigua obra.[21] Cuddy empezó a sentirse un poco más animado mientras andaba por la oscuridad. Los enanos siempre estaban más contentos bajo tierra.

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