Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

Cuddy las miró. Sabía que nunca sería capaz de llegar a entenderlas ni aunque transcurrieran cien años.

La escarcha empezó a desmoronarse con el aire más caliente.

Las ecuaciones iban estrechándose conforme descendían por la pared y se extendían a través del suelo hasta allí donde había estado sentado el troll, hasta que quedaban reducidas a solo unas cuantas expresiones que parecían moverse y destellar con una vida propia. Aquello era matemática sin números, tan pura como el rayo.

Se estrechaban hasta llegar a un punto, y en aquel punto únicamente había aquel símbolo tan simple:=.

—¿Igual a qué? —preguntó Cuddy—.¿Igual a qué?

La escarcha se derrumbó.

Cuddy salió del almacén. Detritus estaba sentado en el centro de un charco de agua, rodeado por una multitud de espectadores humanos.

—¿Es que ninguno de ustedes puede traerle una manta o algo? —dijo.

—¿Uh? —dijo un hombre muy gordo—. ¿Quién usaría una manta después de que hubiera estado encima de un troll?

—Ja, sí, en eso tiene usted toda la razón —dijo Cuddy. Contempló los cinco agujeros que había en la coraza de Detritus. Se encontraban en lo que para un enano habría sido la altura de la cabeza—.¿Podría venir aquí un momento, por favor?

El hombre sonrió a sus amigos y fue hacia Cuddy, contoneándose al andar.

—Supongo que podrá ver los agujeros que hay en su coraza, ¿verdad? —dijo Cuddy.

Y.V.A.L.R. Escurridizo era un superviviente. De la misma manera en que los roedores y los insectos pueden percibir un terremoto antes de que lleguen los primeros temblores, él podía decir si algo grande estaba a punto de ocurrir en la calle. Cuddy estaba siendo demasiado amable y educado. Cuando un enano se mostraba así de amable y educado, eso significaba que estaba ahorrando y acumulando para ser desagradable dentro de un rato.

—Bueno, pues entonces yo, ejem, seguiré con mi negocio-dijo, y empezó a retroceder.

—No tengo nada en contra de los enanos, cuidado —dijo el gordo—. Quiero decir que en mi manual, los enanos son prácticamente personas. Solo humanos más cortos, casi. Pero los trolls… bueeeeno… no son lo mismo que nosotros, ¿verdad?

—Disculpen, disculpen, paso, paso —dijo Escurridizo, consiguiendo obtener con su carrito la clase de delantera normalmente asociada a vehículos que lucen dados de peluche en el parabrisas.

—Eh, esa chaqueta que tiene usted ahí es muy bonita —dijo Cuddy.

El carrito de Escurridizo dobló la esquina moviéndose sobre una sola rueda.

—Es una chaqueta preciosa —dijo Cuddy—. ¿Sabe qué es lo que debería hacer con una chaqueta como esa?

La frente del hombre se frunció.

—Quitársela ahora mismo y dársela al troll —dijo Cuddy

—¿Y eso por qué, pequeño ma…?

El hombre agarró a Cuddy por la camisa y lo levantó del suelo.

La mano del enano se movió muy rápidamente. Hubo un chirrido metálico.

Hombre y enano formaron un cuadro muy interesante y absolutamente estacionario durante unos cuantos segundos.

Cuddy estaba elevado hasta casi la altura de la cara del hombre, y la observó con interés mientras los ojos empezaban a lagrimear.

—Bájeme —dijo Cuddy—. Despacio y con mucho cuidado. Si algo me sobresalta, siempre hago movimientos musculares involuntarios.

El hombre así lo hizo.

—Y ahora quítese la chaqueta… muy bien… pásemela… gracias…

—Su hacha… —murmuró el hombre.

—¿Hacha? ¿Hacha? ¿Mi hacha? —Cuddy bajó la vista—. Bueno, bueno, bueno. Pero si apenas me había dado cuenta de que la estaba sosteniendo allí. Mi hacha. Vaya, qué cosa tan curiosa.

El hombre estaba intentando permanecer de puntillas. Le lloraban los ojos.

—Lo que tiene esta hacha —dijo Cuddy—, lo realmente interesante de esta hacha, es que es un hacha para lanzar. Yo fui campeón tres años seguidos allá en Cabeza de Cobre. Podía empuñarla y partir una ramita a treinta metros de distancia en un segundo. Con la ramita detrás de mí. Y eso que aquel día me encontraba enfermo. Me había dado un ataque de bilis.

Dio un paso atrás. El hombre se dejó caer sobre sus talones con un suspiro de agradecimiento.

Cuddy extendió la chaqueta sobre los hombros del troll.

—Venga, de pie —dijo—. Vamos a llevarte a casa.

El troll se incorporó pesadamente.

—¿ Cuántos dedos tengo levantados? —preguntó Cuddy.

Detritus miró.

—¿Dos y uno? —sugirió.

—Servirá —dijo Cuddy—. Para empezar.

El señor Queso miró por encima de la barra al capitán Vimes, quien llevaba una hora sin moverse. El Cubo estaba acostumbrado a los clientes que bebían en serio, personas que bebían sin ningún placer pero con una especie de determinación de no volver a ver nunca más la sobriedad. Pero aquello era algo nuevo. Aquello era preocupante. El señor Queso no quería tener una muerte en sus manos.

No había nadie más en el bar. El señor Queso colgó su delantal en un clavo y fue corriendo a la Casa de la Guardia, casi chocando con Zanahoria y Angua en la entrada.

—Oh, me alegro de que sea usted, cabo Zanahoria —dijo—. Será mejor que venga. Es el capitán Vimes.

—¿Qué le ha sucedido?

—No lo sé. Está borrachísimo.

—¡Creía que había dejado la bebida!

—Pues a mí me parece que ya no es ese el caso —dijo el señor Queso con cautela.

Una escena, en algún lugar próximo al Camino de la Cantera.

—¿Adónde vamos?

—Voy a hacer que alguien te eche un vistazo.

—¡Doctor enano no!

—Aquí arriba tiene que haber alguien que sepa cómo echarte encima un poco de cemento de secado rápido, o lo que quiera que hagáis vosotros. ¿Deberías estar rezumando de esa manera?

—No sé. Yo había rezumado antes. ¿Dónde nosotros?

—No sé. Nunca he estado aquí abajo antes.

Aquella parte de Ankh-Morpork quedaba en el lado expuesto al viento que soplaba por los corrales de ganado y el distrito de los mataderos. Eso significaba que no era considerada como un espacio habitable por nadie que no fuesen los trolls, para los cuales los olores orgánicos eran tan relevantes y perceptibles como lo sería el olor del granito para los humanos. El viejo chiste decía así: ¿Los trolls viven al lado del corral del ganado? ¿Y qué pasa con el hedor? Oh, al ganado no le importa…

Lo cual era una estupidez. Los trolls no olían, excepto para otros trolls.

Los edificios de allí tenían un vago aspecto de losas. Habían sido construidos para humanos pero adaptados por trolls, lo que en líneas generales había significado agrandar las entradas a patadas y obstruir las ventanas. Todavía quedaba un poco de luz del día. No había ningún troll visible.

—Ugh —dijo Detritus.

—Venga, hombretón —dijo Cuddy, empujando a Detritus de la misma manera en que un remolcador empuja a un petrolero.

—¿Guardia interino Cuddy?

—Sí.

—Tú un enano. Esto es el Camino de la Cantera. Tú encontrado aquí, tú en un buen lío.

—Somos guardias de la ciudad.

—Crysoprase, a él eso le importa un coprolito.

Cuddy miró en torno a él.

—¿Y vosotros qué tenéis como doctores?

Una cara de troll apareció en el hueco de una puerta. Y otra. Y otra.

Lo que Cuddy había creído era un montón de escombros resultó ser un troll.

De pronto había trolls por todas partes.

Soy un guardia, pensó Cuddy. Eso fue lo que dijo el sargento Colon. Deja de ser un enano y empieza a ser un hombre de la Guardia. Eso es lo que soy. No soy un enano. Soy un hombre de la Guardia. Me dieron una placa con la forma de un escudo. Guardia de la Ciudad, eso soy yo. Llevo una placa. Con la forma de un escudo.

Ojalá fuera mucho más grande.

Vimes estaba sentado a una mesa en el rincón del Cubo. Delante de él había unos cuantos papeles y un puñado de objetos metálicos, pero Vimes se estaba mirando el puño. Este reposaba sobre la mesa, tan apretado que los nudillos se habían puesto blancos.

—¿Capitán Vimes? —dijo Zanahoria agitándole una mano delante de los ojos. No hubo ninguna respuesta.

—¿Cuánto ha bebido?

—Dos sorbos de whisky, nada más.

—Eso no debería hacerle semejante efecto, ni siquiera con el estómago vacío —dijo Zanahoria.

Angua señaló el cuello de una botella que sobresalía del bolsillo de Vimes.

—No creo que haya estado bebiendo con el estómago vacío —dijo después—. Creo que antes metió dentro algo de alcohol.

—¿Capitán Vimes? —volvió a decir Zanahoria.

—¿Qué tiene en la mano? —preguntó Angua.

—No lo sé. Esto es grave. Nunca lo había visto así antes. Vamos. Coge las cosas y yo cogeré al capitán.

—No ha pagado su bebida —dijo el señor Queso.

Angua y Zanahoria lo miraron.

—¿Invita la casa? —dijo el señor Queso.

Había un muro de trolls alrededor de Cuddy. La palabra «muro» resultaba tan adecuada como cualquier otra. Por el momento su actitud era más de sorpresa que de amenaza, como la que hubiesen podido mostrar unos perros si un gato acabara de entrar tranquilamente en las perreras. Pero cuando se acostumbraran a la idea de que Cuddy realmente existía, probablemente solo sería cuestión de tiempo que aquella situación dejara de darse.

Finalmente uno de ellos dijo:

—¿Qué esto, entonces?

—Él un hombre de la Guardia, igual que yo —dijo Detritus.

—Él un enano.

—Él un guardia.

—Él tiene mucha cara, eso yo sí que lo sé.

Un rechoncho dedo de troll se hincó en la espalda de Cuddy. Los trolls se acercaron un poco más.

—Cuento hasta diez —dijo Detritus—. Entonces cualquier troll no yendo a ocuparse de los asuntos de ese troll, él un troll que lo lamenta mucho.

—Tú, Detritus —dijo un troll particularmente ancho—. Todos saben que tú troll estúpido, tú te alistas en Guardia porque tú troll estúpido, no puedes contar hasta…

Bam.

—Uno —dijo Detritus—. Dos… Tres. Cuatro… Cinco. Seis…

El troll que estaba sentado en el suelo alzó la mirada con ojos llenos de asombro.

—Ese Detritus, él contando.

Hubo un súbito ruido de algo que gira velozmente y un hacha rebotó en la pared cerca de la cabeza de Detritus.

Había enanos viniendo por la calle, con un aire resuelto y mortífero. Los trolls se dispersaron.

Cuddy corrió hacia ellos.

—¿Se puede saber qué estáis haciendo? —dijo—. ¿Os habéis vuelto locos o qué?

Un enano señaló a Detritus con un dedo tembloroso.

—¿ Qué es eso?

—Es un hombre de la Guardia.

—Pues a mí me parece un troll. ¡Cogedlo!

Cuddy dio un paso atrás e hizo aparecer su hacha.

—Te conozco, Fuerteenelbrazo —dijo—. ¿A qué viene todo esto?

—Y yo te conozco a ti, hombre de la Guardia —dijo Fuerteenelbrazo—. La Guardia dice que un troll mató a Bjorn Martillo-grande. ¡Han encontrado al troll!

—No, eso no es…

Hubo un sonido detrás de Cuddy. Los trolls habían vuelto, armados para enanos. Detritus se volvió y los amenazó con un dedo.

—A la que se mueva un troll —dijo—, empiezo a contar.

—A Martillogrande le asesinó un hombre —dijo Cuddy—. El capitán Vimes piensa que…

—La Guardia tiene al troll —dijo un enano—. ¡Malditas rocas!

—¡Chupapiedras!

—¡Monolitos!

—¡Comedores de ratas!

—Ja, yo sido un hombre prácticamente ningún tiempo —dijo Detritus—, y ya harto de vosotros estúpidos trolls. ¿Qué pensáis que dicen humanos, eh? Oh, ellos los trolls muy étnicos, ellos no saben cómo comportarse en la gran ciudad, van por ahí agitando garrotes en cuanto se cae una cosa que llevas en la cabeza.

—Somos guardias —dijo Cuddy—. Nuestro trabajo consiste en mantener la paz.

—Perfecto —dijo Fuerteenelbrazo—. Pues entonces id a mantenerla a salvo en algún otro sitio hasta que la necesitemos.

—Esto no valle de Koom —dijo Detritus.

—¡Exacto! —gritó un enano en la última fila de la multitud—. ¡Esta vez podemos veros!

Trolls y enanos estaban llegando en gran número por cada extremo de la calle.

—¿Qué haría el cabo Zanahoria en un momento como este? —murmuró Cuddy.

—Diría, vosotros gente mala, me hacéis enfadar, parad tut-suit.

—Y entonces ellos se irían, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué pasaría si lo intentáramos nosotros?

—Nosotros buscamos nuestras cabezas en alcantarilla.

—Creo que tienes razón.

—¿Tú ves ese callejón? Es callejón bonito. Dice, hola. Vosotros superados en número… 256+64+8+2+1 a 1. Pasaos por aquí y me veis.

Un garrote rebotó en el casco de Detritus.

—¡Corre!

Los dos guardias echaron a correr hacia el callejón. Los ejércitos improvisados los contemplaron durante un instante y luego, diferencias momentáneamente olvidadas, fueron tras ellos.

—¿Adónde va esto?

—¡Lejos de nuestros perseguidores! —dijo Cuddy.

—¡Me gusta este callejón!

Detrás de ellos los perseguidores, que de pronto se encontraban tratando de avanzar en un espacio que apenas si era lo bastante ancho para acomodar a un troll, repararon en que estaban intercambiando codazos y empujones con sus enemigos jurados y empezaron a pelear entre ellos dando así inicio a la batalla más rápida, encarnizada y, por encima de todo, apretada que jamás se hubiera librado en la ciudad.

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