Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

—Aquí hay una muy buena del muchachito con su cometa colgando de un árbol —dijo lord Vetinari.

—Gracias. ¿Puedo prepararos un poco de té? Me temo que últimamente no veo a mucha gente, aparte del hombre que engrasa las bisagras.

—He venido a…

El patricio se detuvo y empujó uno de los dibujos con la punta de un dedo.

—Hay un trozo de papel amarillo pegado a este —dijo con suspicacia. Tiró de él. El papelito amarillo se desprendió del dibujo con un tenue ruido de succión, y luego se le quedó pegado a los dedos. En la nota, escrita con la angulosa caligrafía hacia atrás de Leonardo, se leían las palabras: «ranoicnuf-ecerap-otsE: atoN».

—Ah, estoy bastante satisfecho de eso —dijo Leonardo—. Lo llamo «Papelito-muy-útil-para-hacer-anotaciones-con-cola-que-se-despega-en-cuanto-quieres».

El patricio estuvo jugando con él durante unos momentos.

—¿De qué está hecha la cola?

—La hago con babosas hervidas.

El patricio se quitó el papel de una mano. Se le quedó pegado a la otra.

—¿Veníais a verme por eso? —preguntó Leonardo.

—No. He venido a hablar contigo acerca del debólver —dijo lord Vetinari.

—Oh, vaya. Lo siento mucho.

—Me temo que ha… escapado.

—Cielos. Creía que dijisteis que os habíais librado de él.

—Se lo di a los asesinos para que lo destruyeran. Después de todo, siempre se enorgullecen mucho de la calidad artística de su trabajo. Deberían sentirse horrorizados ante la idea de que cualquiera pueda disponer de esa clase de poder. Pero esos malditos imbéciles no lo destruyeron. Pensaron que podrían tenerlo guardado. Y ahora lo han perdido.

—¿No lo destruyeron?

—Aparentemente no, los muy imbéciles.

—Y vos tampoco. Me pregunto por qué.

—Yo… ¿Sabes que no lo sé?

—Nunca hubiese debido crearlo. Fue una mera aplicación de ciertos principios. Balística, ya sabéis. Simple aerodinámica. Potencia química. Una aleación bastante buena, aunque sea yo mismo el que lo diga. Y estoy bastante orgulloso de la idea de ir alternando los tubos. Tuve que hacer una herramienta bastante complicada para eso, por cierto. ¿Leche? ¿Azúcar?

—No, gracias.

—Confío en que la gente lo estará buscando, ¿no?

—Los asesinos lo están buscando. Pero no lo encontrarán. No piensan de la manera apropiada —dijo el patricio, cogiendo un montón de esbozos del esqueleto humano. Eran extremadamente buenos.

—Oh, cielos.

—Así que estoy confiando en la Guardia.

—Supongo que os referís a ese capitán Vimes del que me habéis hablado.

Lord Vetinari siempre disfrutaba de sus ocasionales conversaciones con Leonardo, quien siempre se refería a la ciudad como si fuera otro mundo.

—Sí.

—Espero que le hayáis dejado clara la importancia de la tarea.

—En cierto modo. Le he prohibido de la manera más categórica que la lleve a cabo. Dos veces.

Leonardo asintió.

—Ah. Creo que… comprendo. Espero que funcione.

Suspiró.

—Supongo que hubiese debido desmantelarlo, pero… estaba tan claro que era una cosa hecha. Tuve la extraña fantasía de que me limitaba a montar algo que ya existía. A veces me pregunto de dónde saqué la idea. Desmantelarlo me parecía… no sé… como un sacrilegio, supongo. Habría sido como desmantelar a una persona. ¿Os apetece una pasta?

—A veces es necesario desmantelar a una persona —dijo lord Vetinari.

—Eso es una manera de verlo, por supuesto —dijo Leonardo da Quirm educadamente.

—Has mencionado el sacrilegio —dijo lord Vetinari—. Normalmente eso lleva aparejados dioses de alguna clase, ¿no?

—¿Utilicé la palabra? No consigo imaginarme a un dios de los debólveres.

—Resulta bastante difícil, sí.

El patricio se removió nerviosamente, tendió la mano hacia atrás por debajo de él y extrajo un objeto.

—¿Qué es esto? —dijo.

—Oh, me preguntaba adónde había ido a parar —dijo Leonardo—. Es un modelo de mi máquina para-emprender-el-vuelo-girando.[20]

Lord Vetinari empujo el pequeño rotor con el dedo.

—¿Funcionaría?

—Oh, sí —dijo Leonardo. Suspiró—. Siempre que se pueda encontrar a un hombre dotado de la fuerza de diez hombres que pueda hacer girar la manivela a unas mil revoluciones por minuto.

El patricio se relajó, de una manera que solo entonces atrajo una leve atención hacia el momento de tensión anterior.

—Ahora en esta ciudad hay un hombre con un debólver —dijo—. Ya lo ha empleado con éxito en una ocasión, y estuvo a punto de salirse con la suya en la segunda. ¿El debólver lo podría haber inventado cualquiera?

—No —dijo Leonardo—. Yo soy un genio.

Lo dijo como si tal cosa, limitándose a exponer la realidad.

—Entendido. Pero una vez que se ha inventado un debólver, Leonardo, ¿de cuánta cantidad de genio necesita disponer alguien para hacer el segundo?

—La técnica de alternancia de los tubos requiere una precisión considerable, y el mecanismo de percusión está delicadamente equilibrado, y naturalmente el extremo del cañón tiene que ser muy… —Leonardo vio la expresión del patricio y se encogió de hombros—. Tiene que ser un hombre listo —dijo.

—Esta ciudad está llena de hombres listos —dijo el patricio—. Y de enanos. Hombres listos y enanos a los que les encanta trastear con las cosas.

—Lo siento muchísimo.

—Pero nunca piensan.

—Cierto.

Lord Vetinari se recostó en la pared y contempló la claraboya.

—Hacen cosas como abrir el Bar de Pescado Para Llevar Tres Propicia Suerte, justo allí donde estaba el antiguo templo de la calle Dragón, precisamente durante la noche del solsticio de invierno y cuando además da la casualidad de que hay luna llena.

—Sí, me temo que la gente es así.

—Nunca llegué a averiguar qué fue del señor Hong.

—Pobre hombre.

—Y luego están los magos. Trastear, trastear, trastear. Nunca se lo piensan dos veces antes de agarrar un hilo de la textura de la realidad y darle un buen tirón.

—Un auténtico escándalo, cierto.

—¿Los alquimistas? Su idea del deber cívico es mezclar las cosas para ver qué ocurre.

—Oigo las explosiones, incluso aquí.

—Y de pronto, naturalmente, aparece alguien como tú…

—Lo siento muchísimo, de verdad.

Lord Vetinari hizo girar el modelo de máquina voladora entre sus dedos.

—Sueñas con volar —dijo.

—Oh, sí. Entonces los hombres serían libres de verdad. Desde el aire, no hay límites ni fronteras. No podría haber más guerra, porque el cielo es inacabable. Cuan felices seríamos, solo con que pudiéramos volar.

Vetinari seguía dando vueltas y más vueltas a la máquina de volar.

—Sí —dijo—, me atrevo a decir que lo seríamos.

—Probé suerte con los mecanismos de cuerda.

—¿Cómo dices? Perdona, estaba pensando en otra cosa.

—Me refería a usar un mecanismo de cuerda para impulsar mi máquina de vuelo. Pero no funcionaría.

—Oh.

—Por mucho que uno lo tense, hay un límite a la potencia de un resorte.

—Oh, sí. Sí. Y además lo normal es que al tensar un resorte en una dirección, todas sus energías se liberarán en sentido contrario. Y a veces hay que tensar el resorte hasta el límite de su resistencia —dijo Vetinari—, y rezar para que no se rompa.

Su expresión cambió.

—Oh, cielos —dijo.

—¿Perdón?-dijo Leonardo.

—No le dio un puñetazo a la pared después de salir. Puede que esta vez haya ido demasiado lejos.

Detritus permanecía sentado y echaba vapor. Le estaba empezando a entrar hambre, pero no de comida sino de cosas en las que pensar. A medida que la temperatura iba bajando, la eficiencia de su cerebro se incrementaba todavía más. El cerebro de Detritus necesitaba algo que hacer.

Calculó el número de ladrillos que había en la pared, primero por grupos de dos y luego por decenas y finalmente por grupos de dieciséis. Los números se apresuraban a formar y desfilaban por su cerebro en una aterrorizada obediencia. La división y la multiplicación fueron descubiertas. El álgebra fue inventada y proporcionó una interesante diversión durante uno o dos minutos. Y entonces Detritus sintió disiparse la niebla de los números y alzó la mirada y vio el centelleo lejano de las montañas del análisis matemático.

Los trolls habían evolucionado en lugares altos, rocosos y por encima de todo fríos. Sus cerebros de silicio estaban acostumbrados a operar a temperaturas bajas. Pero en las llanuras fangosas, la acumulación de calor hacía que esos cerebros funcionaran cada vez más despacio y los volvía tontos. No era que solo bajaran a la ciudad los trolls estúpidos. Los trolls que decidían bajar a la ciudad solían ser muy listos… pero se volvían estúpidos.

Detritus tenía fama de obtuso incluso para los estándares de un troll de ciudad. Pero eso se debía simplemente a que su cerebro estaba optimizado por la naturaleza para operar con una temperatura a la que rara vez se llegaba en Ankh-Morpork incluso durante el más frío invierno…

Ahora su cerebro se estaba aproximando a la temperatura de funcionamiento ideal. Desgraciadamente, esa temperatura quedaba bastante cerca del punto óptimo de muerte para un troll.

Una parte del cerebro de Detritus se dedicó a pensar un poco en ello. Había una elevada probabilidad de rescate. Eso significaba que tendría que irse de allí. Eso significaba que volvería a ser estúpido, tan seguro como que 10-3(Me/Mp)66aG-½N = 10N.

Bueno, en ese caso más valía sacar el máximo provecho posible del momento.

Detritus regresó al mundo de los números tan complejos que no tenían significado, sino únicamente un punto de vista transitorio. Y ya puestos, también siguió muriendo por congelación.

Escurridizo llegó al Gremio de Carniceros muy poco después de Cuddy. Las grandes puertas rojas se habían abierto de una patada un pequeño carnicero estaba sentado justo detrás de ellas frotándose la nariz.

—¿Por dónde ha ido?

—Por ahí.

Y en la sala principal del gremio, el jefe de carniceros Gerhardt Calcetín se tambaleaba andando en círculos. Eso se debía a que las botas de Cuddy se hallaban plantadas en su pecho. El enano se agarraba a la chaqueta del hombre como el patrón de un yate que estuviera haciendo frente a una galerna, y hacía girar su hacha delante de la cara de Calcetín.

—¡Démela ahora mismo o haré que se coma su propia nariz!

Una multitud de aprendices de carnicero intentaba quitarse de en medio.

—Pero…

—¡No discuta conmigo! ¡Soy un oficial de la Guardia, eso es lo que soy!

—Pero es que…

—Tiene una última oportunidad, caballero. ¡Démela ahora mismo!

Calcetín cerró los ojos antes de atreverse a volver a hablar.

¿Qué es lo que quieres?

La multitud esperó.

—Ah —dijo Cuddy—. Ajajá. ¿No lo he dicho?

—¡No!

—Estoy casi seguro de que lo he dicho.

—¡No lo hiciste!

—Oh. Bueno. Pues ya que tiene que saberlo, lo que quiero es la llave del almacén de futuros porcinos —dijo Cuddy, saltando al suelo.

—¿Por qué?

El hacha volvió a quedar suspendida delante de su nariz.

—Yo solo preguntaba —dijo Calcetín, con una voz distante y llena de desesperación.

—Hay un hombre de la Guardia muriéndose de frío ahí dentro-dijo Cuddy.

Cuando por fin consiguieron abrir la puerta principal, ya había un montón de gente alrededor de ellos. Cayeron trozos de hielo sobre las piedras con un suave tintineo, y hubo una súbita ráfaga de aire superfrío.

La escarcha cubría el suelo y las hileras de cuartos de carne colgados en su viaje de vuelta a través del tiempo. También cubría a un gran bulto con la forma de Detritus que estaba sentado en mitad del suelo.

Lo sacaron fuera a la luz del sol.

—¿Sus ojos deberían estar encendiéndose y apagándose de esa manera? —preguntó Escurridizo.

—¿Puedes oírme? —gritó Cuddy—. ¿Detritus?

Detritus parpadeó. El hielo empezó a resbalar de él bajo el calor del día.

Podía sentir aquel maravilloso universo de números resquebrajarse. La temperatura que iba subiendo se estrellaba contra sus pensamientos como un lanzallamas acariciando un copo de nieve.

—¡Di algo! —dijo Cuddy.

Se derrumbaron torres de intelecto mientras el fuego rugía a través del cerebro de Detritus.

—Eh, mirad esto —dijo uno de los aprendices.

Las paredes interiores del almacén estaban cubiertas de números. Ecuaciones tan complejas como una red neural habían sido arañadas en la escarcha. En algún punto del cálculo el matemático había cambiado el empleo de números por el de letras, y luego ni siquiera las mismas letras habían sido suficientes: paréntesis como jaulas encerraban expresiones que eran a las matemáticas normales lo que una ciudad es a un mapa.

Luego las ecuaciones iban volviéndose más simples a medida que se aproximaban a la meta; más simples y, con todo, conteniendo en el fluir de las líneas de su simplicidad una complejidad espartana y maravillosa.

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