Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

—Oh, dioses —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

Aquello era un comentario lo suficientemente impropio de un troll para que incluso Cuddy, cuyas extremidades ya estaban empezando a entumecerse, lo mirara fijamente.

—Me parece que estoy ejerciendo una auténtica actividad mental —dijo Detritus—. ¡Cuán interesante!

—¿Qué quieres decir?

Más hielo cayó de Detritus cuando se frotó la cabeza.

—¡Pues claro! —dijo, alzando un dedo gigantesco—. ¡Superconductividad!

—¿Superqué?

—¿Es que no lo ves? Cerebro de silicio impuro. Problemas con la disipación del calor. La temperatura diurna es demasiado alta, y eso hace que la velocidad a la que se efectúa el procesamiento vaya reduciéndose, con el resultado final de que el cerebro termina quedando completamente detenido cuando el clima es más cálido. Entonces el troll se convierte en piedra hasta que llega el momento en que anochece, i.e., hasta el momento en que una temperatura más baja o, almenos, losuficientementebaja, hacequeelcerebrooperemásdeprisa…

—Creo que no tardaré en helarme de frío —dijo Cuddy.

Detritus miró a su alrededor.

—Ahí arriba hay unas pequeñas aberturas cubiertas por cristales —dijo.

—Están demasiado arriba para llegar hasta ellas, incluso si me subiera a tus hombros —farfulló Cuddy, encogiéndose un poco más sobre sí mismo.

—Ah, pero mi plan consiste en tirar algo a través de ellas para atraer ayuda —dijo Detritus.

—¿Plan? ¿Qué plan?

—En realidad he urdido veintitrés planes, pero este cuenta con un noventa y siete por ciento de probabilidades de éxito —dijo Detritus con una gran sonrisa.

—No tengo nada que tirar —dijo Cuddy.

—Pero yo sí —dijo Detritus, agarrándolo con una mano— No te preocupes. Puedo computar tu trayectoria con una precisión asombrosa. Y luego lo único que tendrás que hacer será traer hasta aquí al capitán Vimes, o a Zanahoria o a alguien.

Las débiles protestas de Cuddy describieron un arco a través del aire helado y se desvanecieron junto con el cristal de la ventana. Detritus volvió a sentarse en el suelo. Cuando realmente pensabas en ello, descubrías que la vida era muy simple. Y ahora estaba pensando realmente.

Estaba un setenta y seis por ciento seguro de que iba a obtener un mínimo de diecisiete grados menos de temperatura.

El señor Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, Proveedor, Mercader Emprendedor y Vendedor En General, había dedicado muchas horas de su tiempo a pensar en los alimentos étnicos. Pero dedicarse suponía una progresión natural en su carrera. El viejo negocio de la salchicha-en-un-panecillo había estado yendo cuesta abajo últimamente, mientras que ahora estaban todos esos trolls y enanos paseándose por ahí con dinero en los bolsillos o donde fuera que guardaban su dinero los trolls, y a Escurridizo siempre le había parecido que el dinero en posesión de otras personas era algo que iba en contra del orden natural de las cosas.

Los enanos eran una clientela fácil de satisfacer. La rata-pinchada-en-un-palito era un artículo lo suficientemente sencillo, por mucho que significara una mejora general en el nivel de la mercancía que ofrecía Escurridizo.

Los trolls, en cambio, básicamente eran, cuando ibas al fondo de la cuestión y dicho fuese sin ánimo de ofender… Bueno, básicamente eran rocas que andaban.

Escurridizo había pedido consejo acerca de lo que comían los trolls a Crysoprase, quien también era un troll, aunque ahora ya casi no se le notaba porque llevaba tanto tiempo moviéndose entre los humanos que siempre vestía un traje y, como decía él, había aprendido toda clase de cosas civilizadas, como la extorsión, el prestar dinero a un interés mensual del trescientos por ciento, y cosas por el estilo. Crysoprase podía haber nacido dentro de una cueva por encima de donde empezaban las nieves en alguna montaña perdida, pero cinco minutos en Ankh-Morpork habían bastado para que se hiciera un hueco en la ciudad. A Escurridizo le gustaba pensar en Crysoprase como un amigo, porque nadie que estuviera en su sano juicio querría pensar en él como un enemigo.

Ruina había decidido que hoy pondría a prueba su nuevo concepto del negocio. En aquel momento estaba empujando su carrito lleno de comida caliente por las calles anchas y las estrechas callejas, gritando:

—¡Salchichas! ¡Salchichas calientes! ¡En un panecillo! ¡Pasteles de carne! ¡Hágase con ellos mientras todavía están calientes!

Aquello estaba calculado para servir como precalentamiento.

A esas alturas las probabilidades de que un humano comiera cualquier cosa salida del carrito de Escurridizo, a menos que dicho humano hubiese quedado aplanado y se le hubiera empujado por debajo de la puerta después de dos semanas de una rigurosa dieta de hambre, eran bastante remotas. Escurridizo paseó una mirada de conspirador por los alrededores —siempre había trolls trabajando en los muelles— y le quitó la tapa a una bandeja fresca.

Vamos a ver, ¿cómo se decía exactamente? Oh, sí…

—¡Conglomerados dolomíticos! ¡Tengo conglomerados dolomíticos! ¡Nódulos de manganeso! ¡Nódulos de manganeso! Hágase con ellos mientras todavía están… uh… con forma de nódulo. —Titubeó durante unos instantes, y luego se armó de valor—. ¡Piedra pómez! ¡Piedra pómez! ¡Un dólar la tofa! Guijarros de caliza asados…

Unos cuantos trolls se acercaron a mirarlo.

—Usted, señor, parece… hambriento —dijo Escurridizo, dirigiéndole una gran sonrisa al más pequeño de los trolls—. ¿Por qué no prueba nuestra roca de pizarra en un panecillo? ¡Mmm…! Saboree ese depósito aluvial. Ya sabe a qué me refiero, ¿verdad?

Y. V. A. L. R. Escurridizo tenía un montón de defectos, pero los prejuicios entre especies no figuraban entre ellos. Cualquiera que tuviese dinero enseguida le caía bien fueran cuales fueran el color y la forma de la mano que se lo estuviera ofreciendo. Porque Escurridizo creía en un mundo donde una criatura dotada de inteligencia podía ir erguida, respirar libremente, correr en pos de la vida, la libertad y la felicidad, y encaminarse hacia el radiante nuevo amanecer. Si al mismo tiempo se las podía persuadir de que se tragaran algo que hubiese salido del carrito de Escurridizo, pues entonces mejor que mejor.

El troll inspeccionó la bandeja con suspicacia y levantó un panecillo.

—Aaaaj —dijo—. Está lleno de amonitas. ¡Qué asco!

—¿Cómo dices? —murmuró Escurridizo.

—Esta pizarra está rancia —dijo el troll.

—¡Fresca y magnífica! ¡Igualita que las que solía cortar mamá!

—Sí, y este granito está lleno del jodido cuarzo —dijo otro troll, alzándose sobre Escurridizo—. Obstruye las arterias, el cuarzo.

Volvió a poner la roca en la bandeja con un golpe seco. Los trolls se alejaron, volviéndose de vez en cuando para lanzarle una mirada recelosa a Escurridizo.

—¿Rancia? ¡Rancia! ¿Cómo puede estar rancia? ¡Es una roca! —les gritó Escurridizo mientras se iban.

Se encogió de hombros. Oh, bueno. Lo que distingue a un buen comerciante es que siempre sabe cuándo hay que minimizar las pérdidas.

Escurridizo volvió a tapar la bandeja y destapó otra.

—¡Comida del agujero! ¡Comida del agujero! ¡Rata! ¡Rata! ¡Rata-pinchada-en-un-palito! ¡Rata-en-un-panecillo! ¡Hágase con ellas mientras están muertas!

Entonces hubo un estrépito de cristales rotos por encima de él, y el guardia interino Cuddy aterrizó de cabeza en la bandeja.

—No hay por qué apresurarse, tengo de sobras para todo el mundo —dijo Escurridizo.

—Sácame de aquí —dijo Cuddy, con voz ahogada—. O pásame el ketchup.

Escurridizo tiró de las botas del enano. Tenían hielo encima.

—Acabas de bajar de la montaña, ¿eh?

—¿Dónde está el hombre que tiene la llave de este almacén?

—Si te ha gustado nuestra rata, ¿por qué no pruebas nuestra magnífica selección de…?

El hacha de Cuddy apareció casi por arte de magia en su mano.

—Te cortaré las piernas a la altura de las rodillas —dijo.

—ElhombrealquebuscasesGerhardtCalcetíndelGremiodeCarniceros.

—Bien.

—Yahoraapartaelhachaporfavor.

Las botas de Cuddy patinaron sobre los adoquines cuando se fue a toda prisa.

Escurridizo contempló los restos rotos de su carrito. Sus labios se movieron mientras calculaba.

—¡Oye! —gritó—. Me debes… ¡Eh, me debes tres ratas!

Lord Vetinari se había sentido algo avergonzado cuando vio cómo la puerta se cerraba tras el capitán Vimes. No pudo entender por qué. Aquello estaba resultando muy duro para el pobre hombre, claro está, pero era la única manera.

Cogió una llave de un armarito que había junto a su escritorio y fue hacia la pared. Sus manos tocaron una marca en el yeso que aparentemente no se diferenciaba en nada de una docena de marcas más, pero aquella hizo que una sección de pared girase sobre unas bisagras muy bien engrasadas.

Nadie conocía todos los pasadizos y túneles escondidos que había en las paredes del Palacio, y se decía que algunos de ellos iban mucho más allá del recinto palaciego. Y debajo de la ciudad había montones de sótanos viejos. Un hombre con un zapapico y un buen sentido de la orientación podía ir donde quisiera solo con ir derribando muros olvidados.

Lord Vetinari bajó por varios tramos estrechos de escalones y siguió un pasadizo hasta llegar a una puerta, la cual abrió. La puerta giró sobre unas bisagras muy bien engrasadas.

No era exactamente una mazmorra. La habitación que había detrás de la puerta se hallaba muy ventilada y estaba bien iluminada por varias ventanas grandes, pero situadas bastante arriba. Olía a cola y virutas de madera.

—¡Cuidado!

El patricio se agachó.

Algo que tenía forma de murciélago chasqueó y zumbó por encima de su cabeza, describió un errático círculo en el centro de la habitación, y luego se disgregó en una docena de piezas temblorosas.

—Oh, vaya —dijo una voy muy suave—. Habrá que volver a la tableta de diseño. Buenas tardes, su señoría.

—Buenas tardes, Leonardo —dijo el patricio—. ¿Qué era eso?

—Yo lo llamo un ingenio-volador-de-alas-aleteantes —dijo Leonardo da Quirm, bajando de su escalerilla de lanzamiento—. Funciona mediante tiras de gutapercha enroscadas y firmemente unidas entre sí. Pero no muy bien, me temo.

Leonardo da Quirm no era, de hecho, tan viejo. Era una de esas personas que empiezan a tener un aspecto venerable alrededor de los treinta años, y probablemente seguirán teniendo más o menos el mismo aspecto a los noventa. Tampoco era exactamente calvo. Era que su cabeza había crecido a través del cabello, alzándose poco a poco como una imponente cúpula de roca que se elevara a través de un bosque frondoso.

Las inspiraciones atraviesan el universo como una granizada incesante. Su destino, como si eso les importara mucho a ellas, es la mente apropiada en el lugar y el momento apropiados. Las inspiraciones dan con la neurona apropiada, hay una reacción en cadena, y un ratito después alguien está parpadeando bobamente debajo de los focos de la televisión mientras se pregunta cómo demonios se le pudo llegar a ocurrir la idea del caramelo con palito. Leonardo da Quirm sabía de inspiraciones. Uno de sus primeros inventos fue un gorro de dormir hecho de metal, que se ponía con la esperanza de que aquellas malditas cosas dejaran de extender sus estelas al rojo blanco por su torturada imaginación. Rara vez funcionaba. Leonardo da Quirm conoció la vergüenza de despertar para encontrarse con que las sábanas estaban llenas de dibujos nocturnos repletos de máquinas de asedio que no le sonaban de nada y nuevos diseños para peladores de manzanas.

Los Da Quirm eran muy ricos y el joven Leonardo había ido a muchas y buenas escuelas, donde había absorbido una mezcolanza de información a pesar de su hábito de mirar por la ventana y dibujar el vuelo de los pájaros. Leonardo era uno de esos individuos infortunados cuyo destino era fascinarse por el mundo y su sabor, forma y movimiento.

También fascinaba a lord Vetinari, y esa era la razón por la que aún estaba vivo. Algunas cosas son una muestra tan perfecta de su especie que cuesta mucho destruirlas. Algo único en su especie siempre es especial.

Leonardo era un prisionero modelo. Bastaba con darle suficiente madera, alambre, pintura y por encima de todo papel y lápices, y ya ni se le ocurría moverse del sitio.

El patricio hizo a un lado una pila de dibujos y se sentó.

—Son buenos —dijo—. ¿Qué son?

—Oh, son mis historietas —dijo Leonardo.

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