Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

Cuddy sabía que actualmente era el cerebro del equipo, por mucho que en aquel momento Detritus estuviera contando, con el rostro resplandeciendo de orgullo, las piedras en la pared que había detrás de él.

¿Por qué habían perseguido a alguien a través de media ciudad? Porque ese alguien había salido huyendo. Nadie huía de la Guardia. Los ladrones se limitaban a enseñar sus licencias. Los ladrones que carecían de licencia no tenían nada que temer de la Guardia, dado que reservaban todo su miedo para el Gremio de Ladrones. Los asesinos siempre obedecían al pie de la letra la ley. Y los hombres honrados no salían huyendo en cuanto veían a la Guardia.[18] Huir de la Guardia era decididamente sospechoso.

El origen del nombre del callejón del Tanteo estaba afortunadamente perdido en las famosas nieblas del tiempo, pero dicho nombre había llegado a ser muy merecido. El callejón había ido convirtiéndose en una especie de túnel a medida que se construían más almacenes superiores tanto fuera como por encima de él, dejando solo unos cuantos centímetros de cielo.

Cuddy echó un vistazo más allá de la esquina, intentando ver algo en la penumbra. Clic. Clic.

El sonido provenía del interior de la oscuridad.

—¿Detritus?

—¿Sí?

—¿Llevaba alguna arma?

—Nada más que un palo. Un palo.

—Es solo que… huelo a fuegos artificiales.

Cuddy volvió a meter la cabeza detrás de la esquina, haciéndola retroceder con mucho cuidado.

Había olido a fuegos artificiales en el taller de Martillogrande, y el señor Martillogrande había terminado con un gran agujero en el pecho. Y una sensación de terror con nombre, que es mucho más específico y aterrador que el terror innombrable, estaba empezando a apoderarse de Cuddy. Era similar a la sensación que experimentas cuando estás jugando a un juego donde las apuestas son muy altas y de pronto tu oponente sonríe, y entonces caes en la cuenta de que no conoces todas las reglas pero sabes que tendrás suerte si sales de ahí con tu camisa, y eso si eres muy afortunado.

Por otra parte… podía imaginarse la cara del sargento Colon. Perseguimos a ese hombre hasta un callejón, sargento, y luego nos fuimos…

Desenvainó su espada.

—¿Guardia interino Detritus?

—¿Sí, guardia interino Cuddy?

—Sígame.

¿Por qué? Aquel dichoso trasto estaba hecho de metal, ¿verdad? Diez minutos en un crisol caliente y fin del problema. Algo como aquello, algo peligroso, ¿por qué no limitarse a librarse de ello? ¿Por qué conservarlo?

Pero eso no era propio de la naturaleza humana, ¿verdad? A veces las cosas eran demasiado fascinantes para que se las destruyera.

Vimes contempló los extraños tubos de metal. Seis tubos cortos, soldados entre sí y sellados con firmeza en un extremo. Había un agujerito en el lado superior de cada uno de los tubos…

Vimes cogió lentamente uno de los trozos de plomo…

El callejón cambiaba de dirección en una o dos ocasiones, pero no había otros callejones o puertas que permitieran salir de él. Había una al final de todo. Era más grande que una puerta normal, y había sido construida de una manera muy sólida.

—¿Dónde estamos? —susurró Cuddy.

—No sé —dijo Detritus—. Detrás de los muelles en algún lugar.

Cuddy abrió la puerta empujándola con su espada.

—¿Cuddy?

—¿Sí?

—¡Hemos andado setenta-y-nueve pasos!

—Qué bien.

Una súbita corriente de aire frío pasó junto a ellos.

—Es un almacén de carne —murmuró Cuddy—. Alguien ha forzado la cerradura.

Cruzó el umbral y entró en una sala tenebrosa y de techo muy alto, tan grande como un templo y que en algunos aspectos se parecía a uno. Una tenue claridad se filtraba a través de las altas ventanas cubiertas de hielo. Suspendidos de una barra tras otra, elevándose hasta llegar al techo, colgaban enormes cuartos de carne.

Eran semitransparentes y estaban tan fríos que el aliento de Cuddy se convertía en cristales en el aire.

—Oh, vaya —dijo Detritus—. Me parece que esto es el almacén de futuros porcinos en el Camino de Morpork..

—¿Qué?

—Yo trabajaba aquí —dijo el troll—. Trabajaba en todas partes. Vete, troll estúpido, eres demasiado tonto —añadió, lúgubremente.

—¿Hay alguna salida?

—La puerta principal está en la calle Morpork. Pero nadie entra aquí durante meses. Hasta que el cerdo existe.[19]

Cuddy se estremeció.

—¡Eh, él de ahí dentro! —gritó—. ¡Es la Guardia! ¡Salga ahora mismo!

Una figura oscura apareció ante ellos saliendo de entre un par de pre-cerdos.

—¿Ahora qué hacemos? —dijo Detritus.

La figura lejana alzó lo que parecía un palo, sosteniéndolo como si fuera una ballesta.

Y disparó. El primer disparo rebotó en el casco de Cuddy. Una mano rocosa se posó sobre la cabeza del enano y Detritus puso a Cuddy detrás de él, pero en ese instante la figura ya estaba corriendo, corriendo hacia ellos, todavía disparando.

Detritus parpadeó.

Cinco disparos más, uno tras otro, perforaron su coraza.

Y un instante después el hombre que corría había salido por la puerta abierta, cerrándola tras de sí.

—¿Capitán Vimes?

Levantó la vista. Era el capitán Quirke de la Guardia Diurna, con un par de sus hombres detrás de él.

—¿Sí?

—Venga con nosotros. Y deme su espada..

—¿Qué?

—Me parece que ya me ha oído, capitán.

—Oye, Quirke, soy yo. Sam Vimes, ¿recuerdas? No seas idiota.

—No soy idiota. Tengo hombres con ballestas. Hombres. Es usted quien sería un idiota si se resistiera al arresto.

—¿Oh? ¿Estoy arrestado?

—Solo si no viene con nosotros…

El patricio estaba en el Despacho Oblongo, mirando por la ventana. La cacofonía multirrepicada de las cinco empezaba a disiparse.

Vimes saludó. Visto desde atrás, Vetinari parecía un flamenco carnívoro.

—Ah, Vimes —dijo, sin volverse a mirarlo—, venga aquí, ¿quiere? Y dígame qué es lo que ve.

Vimes odiaba todos los juegos de adivinanzas, pero aun así se reunió con el patricio.

El Despacho Oblongo tenía una vista de más de la mitad de la ciudad, aunque la mayor parte de ella consistía en tejados y torres. La imaginación de Vimes pobló las torres con hombres que empuñaban debólveres. El patricio sería un blanco fácil.

—¿Qué es lo que ve ahí fuera, capitán?

—La ciudad de Ankh-Morpork, señor —dijo Vimes, manteniendo su expresión cuidadosamente vacía.

—¿Y le trae a la mente algo, capitán?

Vimes se rascó la cabeza. Si tenía que jugar a un juego, entonces jugaría a un juego…

—Bueno, señor, cuando yo era niño una vez tuvimos una vaca, y un día se puso enferma, y a mí siempre me tocaba limpiar el establo, y…

—A mí me recuerda a un reloj —dijo el patricio—. Ruedas grandes, ruedas pequeñas. Todas las ruedas se mueven continuamente. Las ruedas pequeñas giran y las ruedas grandes dan vueltas, todas moviéndose a distintas velocidades, pero la máquina funciona. Y eso es lo más importante. La máquina continúa funcionando. Porque cuando la máquina se avería…

Se volvió de repente, fue hacia su escritorio con sus habituales andares de depredador y se sentó.

—O, igualmente, a veces una partícula de suciedad puede quedar atrapada entre las ruedas y entonces termina desequilibrándolas. Una mota de suciedad.

Vetinari alzó la mirada y le dirigió a Vimes una sonrisa en la que no había el menor rastro de buen humor.

—No permitiré que eso ocurra.

Vimes miró la pared.

—Creo que le dije que se olvidara de ciertos acontecimientos recientes, capitán.

—Señor.

—Y con todo, parece que la Guardia se ha estado metiendo entre las ruedas.

—Señor.

—¿Qué voy a hacer con usted?

—No sabría decirlo, señor.

Vimes examinó minuciosamente la pared. Deseó que Zanahoria estuviera allí. El muchacho podía ser simple, pero era tan simple que veía cosas que se le pasaban por alto a una mente sutil. Y siempre se le estaban ocurriendo ideas muy simples que se te quedaban grabadas en la mente. Lo del policía, por ejemplo. Zanahoria se lo había dicho a Vimes un día, mientras procedían por la calle de los Dioses Menores: ¿Sabe de dónde proviene la palabra «policía», señor? Vimes no lo sabía. Polis solía significar «ciudad», le había dicho Zanahoria. Eso es lo que significa la palabra «policía»: «un hombre para la ciudad». No lo saben muchas personas. La palabra politesse también proviene de polis. Antes solía significar el comportamiento apropiado en alguien que vivía dentro de una ciudad.

Hombre de la ciudad… Zanahoria siempre te estaba soltando cosas de ese estilo. Como lo de que se les llamara «cobres», por ejemplo. Vimes había creído durante toda su vida que en ciertos círculos bastante poco recomendables a los hombres de la Guardia los llamaban cobres porque llevaban placas de cobre, pero no, decía Zanahoria, eso provenía de la antigua palabra cappere, «capturar».

Zanahoria leía libros en su tiempo libre. No muy bien, desde luego. Tendría auténticas dificultades en el caso de que le cortaras el dedo índice. Pero los leía continuamente. Y se dedicaba a recorrer Ankh-Morpork en su día libre.

—¿Capitán Vimes?

Vimes parpadeó.

—¿Señor?

—Usted no tiene ni la menor idea de lo delicado que es el equilibrio de la ciudad. Se lo diré una vez más. Ese asunto con los asesinos y el enano y ese payaso… va a dejar de involucrarse en él.

—No, señor. No puedo hacerlo.

—Deme su placa.

Vimes bajó la mirada hacia su placa.

Lo cierto era que nunca pensaba en ella. La placa era solo algo que siempre había tenido. En realidad no significaba gran cosa, ni de una manera ni de otra. La placa solo era algo que Vimes siempre había tenido.

—¿Mi placa?

—Y su espada.

Lentamente, con dedos que de pronto sentía como plátanos, y además como unos plátanos que no le pertenecían a él, Vimes se abrió el cinturón de la espada.

—Y su placa.

—Mmm. Mi placa no.

—¿Porqué no?

—Mmm. Porque es mi placa.

—Pero de todas maneras presentará su dimisión en cuanto se haya casado.

—Sí.

Los ojos de Vimes se encontraron con los del patricio.

—¿Cuánto significa su placa para usted? —le preguntó Vetinari.

Vimes lo miró fijamente. No podía encontrar las palabras apropiadas. En realidad, todo se reducía a que siempre había sido un hombre con una placa. No estaba muy seguro de que pudiera ser una cosa sin la otra.

Finalmente, lord Vetinari dijo:

—Muy bien. Tengo entendido que se casará mañana a mediodía. —Sus largos dedos cogieron del escritorio la invitación con las letras doradas escritas en relieve—. Sí. Puede quedarse con la placa, entonces. Y tener un retiro honorable. Pero me quedo con la espada. Y la Guardia Diurna será enviada al Yard para que desarme a sus hombres. Suspendo de todas sus funciones a la Guardia Nocturna, capitán Vimes. A su debido tiempo, quizá designe a otro hombre al cargo… cuando a mí me vaya bien hacerlo. Hasta ese momento, usted y sus hombres pueden considerarse de permiso.

—¿La Guardia Diurna? Son una pandilla de…

—¿Cómo dice?

—Sí, señor.

—Una infracción, sin embargo, y la placa es mía. Recuérdelo.

Cuddy abrió los ojos.

—¿Estás vivo? —le preguntó Detritus.

El enano se quitó el casco con mucho cuidado. Había una mella en el borde, y le dolía la cabeza.

—Parece una leve abrasión en la piel —dijo Detritus.

—¿Una qué? Oooooh. —Cuddy torció el gesto—. Oye, ¿y qué me dices de ti?

Había algo raro en el troll. Cuddy todavía no tenía del todo claro de qué se trataba, pero decididamente había algo nada familiar en él, dejando aparte todos los agujeros.

—Supongo que la armadura fue de una cierta ayuda —dijo Detritus. Tiró de las correas que sujetaban su coraza y cinco discos de metal salieron de ella a la altura del cinturón—. Si no los hubiera ralentizado un poco, ahora yo tendría unas abrasiones realmente serias.

—¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás hablando de esa manera?

—¿De cuál, si no te resulta excesiva molestia decírmelo?

—¿Qué ha sido de todo ese rollo del «yo gran troll»? Sin ánimo de ofender.

—No estoy seguro de entenderte.

Cuddy se estremeció, y dio unas cuantas patadas en el suelo para mantenerse caliente.

—Salgamos de aquí.

Fueron trotando a la puerta. Estaba firmemente cerrada.

—¿Puedes tirarla abajo?

—No. Si este sitio no fuese a prueba de trolls, estaría vacío. Lo siento.

—¿Detritus?

—¿Sí?

—¿Te encuentras bien? Lo pregunto porque te está saliendo vapor de la cabeza.

—Me siento… ejem…

Detritus parpadeó. Hubo un tintineo de hielo cayendo. Dentro de su cráneo estaban ocurriendo unas cosas muy raras.

Pensamientos que normalmente deambulaban con lánguida pereza por su cerebro, de pronto estaban cobrando una existencia intensa y coruscante. Y cada vez parecía haber un número más grande de ellos.

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