Y, en contra de todos sus instintos, Angua estaba empezando a sentirse celosa. ¡De una ciudad! ¡Por todos los dioses, pensó, si solo hace un par de días que le conozco!
Era la manera en que Zanahoria vestía el lugar. Esperabas que en cualquier momento entonara esa clase de canción con rimas sospechosas y frases como «Mi clase de ciudad» y «Quiero ser parte de ella»; la clase de canción en la que la gente baila por la calle, da manzanas a la persona que está cantando, una docena de humildes vendedoras de cerillas de pronto muestran asombrosas habilidades coreográficas, y todo el mundo se comporta como ciudadanos encantadores y amables en vez de como los individuos egoístas, malvados y capaces de llegar al asesinato que ellos mismos sospechan ser. Pero la diferencia estaba en que si de pronto Zanahoria se hubiera puesto a cantar y bailar, la gente se habría unido al número musical. Zanahoria era capaz de hacer que un círculo de monumentos megalíticos se pusiera en fila detrás de él y bailara una rumba.
—En el patio principal hay unas cuantas estatuas antiguas muy interesantes —dijo Zanahoria—. Incluida una de Jimi, el Dios de los Mendigos. Te las enseñaré. A ellos no les importará.
Llamó a la puerta con los nudillos.
—No tienes por qué hacerlo —dijo Angua.
—No es ninguna molestia…
La puerta se abrió.
Los agujeros de la nariz de Angua se dilataron. Había un olor…
Un mendigo recorrió a Zanahoria de arriba abajo con la mirada y se quedó boquiabierto.
—Eres Colmante Michael, ¿verdad? —dijo Zanahoria, con su jovialidad habitual.
La puerta se cerró de golpe.
—Bueno, eso no ha sido muy amistoso —dijo Zanahoria.
—Apesta, ¿verdad? —dijo una vocecita llena de malicia desde algún lugar detrás de Angua.
Aunque no estaba de humor para aceptar la presencia de Gaspode, Angua se encontró asintiendo. Si bien los mendigos eran un cóctel de olores, el segundo más grande era el miedo, y el más grande de todos era el de la sangre. Aquel olor a sangre hizo que a Angua le entraran ganas de chillar.
Hubo una algarabía de voces detrás de la puerta, y esta volvió a abrirse.
Esta vez había una multitud entera de mendigos en el hueco. Todos estaban mirando a Zanahoria.
—Muy bien, su señoría —dijo aquel al que antes había llamado Colmante Michael—, nos rendimos. ¿Cómo lo han sabido?
—¿Cómo hemos sabido el…? —empezó a decir Zanahoria, pero Angua le dio un codazo.
—Aquí han matado a alguien —dijo.
—¿Quién es ella? —preguntó Colmante Michael.
—La guardia interina Angua es un hombre de la Guardia —respondió Zanahoria.
—Jua, jua —dijo Gaspode.
—He de admitir que están ustedes mejorando mucho —dijo Colmante Michael—. Solo hace unos minutos que encontramos el cuerpo.
Angua pudo sentir cómo Zanahoria abría la boca para preguntar a quién se refería, y volvió a darle un codazo.
—Será mejor que nos lleves hasta él —dijo Zanahoria.
Resultó ser…
… para empezar, el cuerpo resultó pertenecer a una ella. En una habitación llena de harapos del último piso.
Angua se arrodilló junto al cadáver. Estaba muy claro que ahora era un cadáver. Ciertamente no era una persona, porque normalmente las personas tienen bastante más cabeza encima de los hombros.
—¿Por qué? —dijo—. ¿Quién puede haber sido capaz de hacer algo semejante?
Zanahoria se volvió hacia los mendigos que formaban corro alrededor del hueco de la puerta.
—¿Quién era?
—Lettice Knibbs —dijo Colmante Michael—. La doncella de la Reina Molly, nadie importante.
Angua alzó la mirada hacia Zanahoria.
—¿Reina?
—Al jefe de los mendigos a veces lo llaman rey o reina —dijo Zanahoria. Estaba respirando pesadamente.
Angua extendió la capa de terciopelo de la doncella sobre su cadáver.
—Solo la doncella —murmuró.
En el centro de la habitación había un espejo de cuerpo entero, o al menos el marco de uno. El cristal estaba esparcido a su alrededor como lentejuelas.
Al igual que el vidrio de un panel de ventana.
Zanahoria hizo a un lado algunos trozos empujándolos con el pie. Había un surco en el suelo, y algo metálico incrustado en él.
—Colmante Michael, necesito un clavo y un trozo de cordel —dijo Zanahoria, hablando muy despacio y articulando cuidadosamente cada palabra. Sus ojos no se apartaron ni un solo instante del puntito metálico. Casi parecía como si esperase que hiciera algo.
—No creo que… —empezó a decir el mendigo.
Zanahoria extendió el brazo sin volverse y lo agarró por el cuello mugriento sin ningún esfuerzo aparente.
—Un trozo de cordel —repitió—, y un clavo.
—Sí, cabo Zanahoria.
—Y el resto de vosotros, marchaos —dijo Angua.
Todos la miraron con los ojos muy abiertos.
—¡Hacedlo! —gritó Angua, apretando los puños—. ¡Y dejad de mirarla!
Los mendigos se esfumaron.
—Tardarán un rato en conseguir el cordel —dijo Zanahoria, apartando unos cuantos trocitos de cristal—. Tendrán que mendigárselo a alguien, ya sabes.
Desenvainó el cuchillo y empezó a hurgar en las tablas del suelo, con mucho cuidado. Pasado un rato terminó extrayendo de ellas un trocito de metal, ligeramente aplastado por su paso a través de la ventana, el espejo, las tablas del suelo y ciertas partes de la difunta Lettice Knibbs que nunca habían sido concebidas pensando en que llegaran a ver la luz del día.
Zanahoria lo hizo rodar sobre la palma de su mano.
—¿Angua?
—¿Sí?
—¿Cómo supiste que había alguien muerto aquí dentro?
—Tuve un… presentimiento.
Los mendigos regresaron, tan nerviosos que había media docena de ellos tratando de llevar un ovillo de cordel.
Zanahoria clavó el clavo en el marco debajo del panel hecho añicos para que sostuviera un extremo del cordel. Luego clavó el cuchillo en el surco y sujetó el otro extremo del cordel a la empuñadura. Después se tumbó en el suelo y miró a lo largo del cordel.
—Madre mía.
—¿Qué pasa?
—Tiene que haber venido del tejado del Edificio de la Ópera.
—¿Sí? ¿Y?
—Eso queda a más de doscientos metros de aquí.
—¿Sí?
—La… cosa entró tres centímetros en un suelo de roble.
—¿Conocías a la chica… de antes? —preguntó Angua, y se sintió un poco avergonzada por preguntarlo.
—En realidad no.
—Creía que conocías a todo el mundo.
—Solo era alguien a quien veía ir por ahí. La ciudad está llena de gente a la que vas viendo por ahí.
—¿Por qué los mendigos necesitan sirvientes?
—No pensarás que el pelo se me pone así por sí solo, ¿verdad, querida?
Había una aparición en el hueco de la puerta. Su cara era una masa de llagas. Había verrugas, y a su vez esas verrugas tenían otras verrugas y dichas verrugas tenían pelos en ellas. Posiblemente fuese del sexo femenino, pero resultaba difícil estar seguro con todas las capas y más capas de harapos que la cubrían. El pelo que acababa de mencionar parecía haber sido objeto de una rápida permanente por un huracán cuyos dedos hubieran sido untados con melaza.
Entonces la figura se irguió.
—Oh. Cabo Zanahoria. No sabía que era usted.
Ahora la voz era normal, sin el menor rastro de gemido o queja. La figura se volvió y dejó caer su palo sobre algo en el pasillo.
—¡Eres un niño muy travieso, Babas Sidney! Podrías haber dicho que era el cabo Zanahoria.
—¡Aaargh!
La figura entró en la habitación.
—¿Y quién es su amiga, señor Zanahoria?
—Esta es la guardia interina Angua. Angua, esta es la Reina Molly de los Mendigos.
Angua reparó en que, por una vez, alguien no se sorprendía de encontrarse a una mujer en la Guardia. La Reina Molly le dirigió una breve inclinación de cabeza, saludándola como una trabajadora que se dirige a otra. El Gremio de Mendigos era un no-patrono que creía en la igualdad de oportunidades.
—Que tengas un buen día. Supongo que no te sobrarán diez mil dólares para una pequeña mansión, ¿verdad?
—No.
—Solo preguntaba.
La Reina Molly empujó el traje con la punta del bastón.
—¿Qué hizo esto, cabo?
—Creo que es una nueva clase de arma.
—Oímos romperse el cristal y allí estaba ella —dijo Molly—.¿Por qué iba a querer matarla nadie?
Zanahoria contempló la capa de terciopelo.
—¿De quién es esta habitación? —preguntó.
—Mía. Es mi tocador.
—Pues entonces quienquiera que lo haya hecho no venía a por ella, Molly. Vino a por ti. «Algunos con harapos, y algunos con trapos, y uno con un traje de terciopelo…» Está en la carta fundacional de vuestro gremio, ¿no? El atuendo oficial del jefe de los mendigos. Probablemente no pudo resistir la tentación de ver qué tal le quedaba. El traje apropiado, la habitación apropiada. La persona equivocada.
Molly se llevó la mano a la boca, corriendo así un riesgo de envenenamiento instantáneo.
—¿Asesinato?
Zanahoria sacudió la cabeza.
—Eso no suena demasiado lógico. A los Asesinos siempre les gusta hacerlo desde muy cerca. Son unos profesionales que se toman muy en serio su trabajo —añadió con amargura.
—¿Qué debería hacer yo?
—Enterrar a la pobrecita sería un buen comienzo. —Zanahoria hizo girar el trocito de metal entre sus dedos y lo olió—. Fuegos artificiales —dijo.
—Sí-dijo Angua.
—¿Y qué van a hacer? —preguntó la Reina Molly—. Ustedes son guardias, ¿no? ¿Qué está pasando? ¿Qué van a hacer al respecto?
Cuddy y Detritus procedían por el Camino de Fedre. Estaba lleno de curtidurías, depósitos de madera y hornos de ladrillos, y por lo general no se lo consideraba un dechado de hermosura; lo cual era, sospechaba Cuddy, la razón por la que se lo habían dado a patrullar «para que fueran conociendo la ciudad». Eso los quitaba de en medio. El sargento Colon pensaba que daban mal aspecto al servicio.
No había más sonido que el chasquido de sus botas y el repicar de los nudillos de Detritus chocando con el suelo.
Finalmente, Cuddy dijo:
—Solo quiero que sepas que el que te hayan puesto conmigo me gusta tan poco como a ti.
—¡Eso!
—Pero si queremos sacar el máximo provecho posible de la situación, entonces será mejor que haya algunos cambios. ¿De acuerdo?
—¿Como qué?
—Como que es ridículo que ni siquiera seas capaz de contar. Sé que los trolls saben contar. ¿Por qué tú no puedes hacerlo?
—¡Yo puedo contar!
—¿Cuántos dedos tengo levantados, entonces?
Detritus entornó los ojos.
—¿Dos?
—De acuerdo. Y ahora, ¿cuántos dedos estoy levantando?
—Dos… y uno más…
—¿Así que dos y uno más es…?
Detritus puso cara de pánico. Aquello entraba en el territorio del cálculo infinitesimal.
—Dos y uno más es tres.
—Dos y uno más es tres.
—¿Y ahora cuántos?
—Dos y dos.
—Eso es cuatro.
—Cuatro.
—¿Y ahora cuántos? —preguntó Cuddy, probando suerte con ocho dedos.
—Eso es un dos-cuatro.
Cuddy puso cara de sorpresa. Había esperado «muchos», o posiblemente «montones».
—¿Qué es un dos-cuatro?
—Un dos y un dos y un dos y un dos.
Cuddy inclinó la cabeza hacia un lado.
—De acuerdo. Un dos-cuatro es lo que nosotros llamamos un ocho.
—Cho.
—Sabes, puede que no seas tan estúpido como aparentas… —dijo Cuddy, sometiendo al troll a una mirada larga y crítica—. Esto no es tan difícil. Vamos a pensar un poco en ello. Bueno, lo que quería decir es que yo pensaré en ello y que tú puedes unirte a mí en cuanto conozcas las palabras.
Vimes entró en la Casa de la Guardia y dio un ruidoso portazo tras de sí. El sargento Colon alzó la mirada desde su escritorio. Su rostro lucía una expresión complacida.
—¿Qué ha estado ocurriendo, Fred?
Colon tragó aire con una profunda inspiración.
—Cosas muy interesantes, capitán. Yo y Nobby hicimos un poco de detectoramiento en el Gremio de Asesinos. He puesto por escrito todo lo que averiguamos. Está todo aquí. Un informe como es debido.
—Estupendo.
—Todo puesto por escrito, mire. Como es debido. Con puntuación y todo.
—Bien hecho.
—Tiene comas y todo, mire.
—Estoy seguro de que lo disfrutaré mucho, Fred.
—Y el… y Cuddy y Detritus también han descubierto cosas. Cuddy también ha hecho un informe. Pero el suyo no tiene tanta puntuación como el mío.
—¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?
—Seis horas.
Vimes trató de hacer un poco de espacio mental para aquello, y fracasó.
—Necesito meterme algo dentro —dijo—. Un poco de café o algo. Y luego de alguna manera el mundo será un poco mejor.
Cualquiera que estuviese yendo por el Camino de Fedre habría visto a un troll y un enano que aparentemente se gritaban el uno al otro con gran excitación.
—¡Un dos-treinta y dos, y ocho, y un uno!
—¿Ves? ¿Cuántos ladrillos hay en ese montón?
Pausa.
—¡Un dieciséis, un ocho, un cuatro, un uno!
—¿Te acuerdas de lo que te dije acerca de dividir por ocho-y-dos?
Una pausa más larga.