Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

Luego fue bajar por la escalera de atrás, salir por la puerta, pasar por encima del tejado de la letrina, entrar en el pasaje del Nudillo, subir por la escalera de atrás de Zorgo el Retrofrenólogo,[15] entrar en la sala de operaciones de Zorgo y dirigirse hacia la ventana.

Zorgo y su paciente actual lo miraron con curiosidad. El tejado de Pugnante se hallaba desierto. Vimes dio media vuelta y se encontró con un par de miradas perplejas.

—Buenos días, capitán Vimes —dijo el retrofrenólogo, con un martillo todavía alzado en una mano enorme.

Vimes sonrió enloquecidamente.

—Verá, es que me pareció que… —empezó a decir, y luego siguió hablando a toda prisa—. Vi una mariposa muy rara e interesante en ese tejado de ahí.

El troll y su paciente miraron educadamente hacia donde señalaba.

—Pero no había ninguna mariposa —dijo Vimes.

Volvió hacia la puerta.

—Siento haberles molestado —dijo, y se fue.

El paciente de Zorgo lo vio marchar con interés.

—¿No tenía una ballesta? —preguntó—. Eso de ir a cazar mariposas raras e interesantes con una ballesta es un poquito raro, ¿verdad?

Zorgo reajustó la colocación de la parrilla que cubría la calva cabeza de su paciente.

—No sé —dijo—. Supongo que al menos impide que las mariposas vayan por ahí creando todas esas malditas tormentas. —Volvió a coger el martillo—. Y ahora, ¿qué era lo que íbamos a hacer hoy? Firmeza y determinación, ¿no?

—Sí. Bueno, no. Quizá.

—Muy bien. —Zorgo tomó puntería—. Esto —dijo, sin faltar en lo más mínimo a la verdad— no le dolerá nada.

Era algo más que un mero delicatessen. Era una especie de centro y lugar de encuentro de la comunidad enana. El barullo de voces se detuvo cuando entró Angua, inclinándose hasta casi tocar el suelo con la cabeza, pero volvió a empezar con un volumen ligeramente más elevado y unas cuantas risas cuando Zanahoria la siguió. El cabo saludó a los otros clientes agitando alegremente la mano.

Luego apartó cuidadosamente dos sillas. Si te sentabas en el suelo podías sentarte erguido, aunque por poco.

—Muy… bonito —dijo Angua—. Étnico.

—Yo vengo mucho por aquí —dijo Zanahoria—. La comida es buena y, naturalmente, siempre vale la pena tener pegada la oreja al suelo.

—Eso tiene que resultar realmente fácil aquí-dijo Angua, y se rió.

—¿Cómo dices?

—Bueno, quiero decir que el suelo se encuentra… mucho… más cerca.

Angua sintió que un pozo iba haciéndose más grande con cada palabra. El nivel de ruido había vuelto a bajar súbitamente.

—Ejem —dijo Zanahoria, mirándola fijamente—. ¿Cómo podría expresarlo para que me entiendas? La gente está hablando en enanés… pero están escuchando en humano.

—Lo siento.

Zanahoria sonrió, y luego le hizo una seña con la cabeza al cocinero que había detrás del mostrador y carraspeó ruidosamente.

—Creo que a lo mejor tengo un caramelo para la garganta en algún sitio… —empezó a decir Angua.

—Estaba pidiendo el desayuno —dijo Zanahoria.

—¿Te sabes de memoria el menú?

—Oh, sí. Pero también está escrito en la pared.

Angua se volvió y echó una nueva mirada a lo que había creído que eran señales hechas al azar.

—Eso es oggham —dijo Zanahoria—. Una antigua y poética escritura rúnica cuyos orígenes se pierden en las nieblas del tiempo, pero que se cree fue inventada incluso antes que los dioses.

—Caray. ¿Qué pone?

Esta vez Zanahoria se aclaró la garganta de verdad.

Soja, huevo, judías y rata 12p

Soja, rata y rebanada frita 10p

Rata con queso a la crema 9p

Rata y judías 8p

Rata y ketchup 7p

Rata 4p

—¿Por qué el ketchup cuesta casi tanto como la rata? —preguntó Angua.

—¿Has probado en alguna ocasión la rata sin ketchup? —replicó Zanahoria—. De todas maneras, te he pedido pan de los enanos. ¿Nunca has probado pan de los enanos?

—No.

—Todo el mundo debería probarlo alguna vez —dijo Zanahoria, y luego pareció reflexionar en lo que acababa de decir—. La mayoría de las personas lo hacen —añadió.[16]

Tres minutos y medio después de que hubiera despertado, el capitán Samuel Vimes, de la Guardia Nocturna, subió a toda prisa los últimos escalones que llevaban al techo del Edificio de la Ópera de Ankh-Morpork, jadeó para recobrar el aliento y vomitó allegro ma non troppo.

Luego se apoyó en la pared, agitando vagamente la ballesta ante él.

No había nadie más en el tejado. Solo estaban las cañerías, perdiéndose en la lejanía para absorber el sol de la mañana. Ya casi hacía demasiado calor para moverse.

Cuando se sintió un poquito mejor, Vimes echó un vistazo por entre las chimeneas y la claraboya. Pero había una docena de formas de bajar de allí, y un millar de sitios para esconderse.

Desde allí podía ver dentro de su habitación. Pensándolo bien, podía ver dentro de las habitaciones de la mayor parte de la ciudad.

Una catapulta… no…

Oh, bueno. Al menos había habido testigos.

Vimes fue hasta el final del tejado y miró por encima del borde.

—Hola ahí abajo —dijo.

Vimes parpadeó. Había seis pisos de distancia hasta el suelo lo cual no era una visión que debiera contemplarse con un estómago recién vaciado.

—Ejem… ¿Podrías subir aquí arriba, por favor? —dijo.

—O-o’iera.

Vimes retrocedió un poco. Entonces hubo un rechinar de piedras y una gárgola se izó laboriosamente por encima del parapeto, moviéndose como un efecto especial barato animado fotograma a fotograma.

El capitán no sabía gran cosa sobre las gárgolas. En una ocasión Zanahoria había dicho algo acerca de lo maravillosas que eran, una especie de troll urbano que había llegado a desarrollar una relación simbiótica con los desagües, y había admirado la manera en que llevaban el agua al interior de sus orejas para luego expulsarla a través de finos cedazos situados dentro de sus bocas. Probablemente fuesen la especie más extraña del Disco.[17] Nunca se veía a muchos pájaros anidando en los edificios colonizados por las gárgolas, y los murciélagos tendían a dar un rodeo alrededor de ellas.

—¿Cómo te llamas, amiga?

—’ornisa-‘bre-‘a-‘ía-‘cha.

Los labios de Vimes fueron moviéndose mientras insertaba mentalmente todos aquellos sonidos imposibles de obtener para una criatura cuya boca se hallaba atascada en un permanente estado de apertura. Cornisa-sobre-la-Vía-Ancha. La identidad personal de una gárgola estaba tan íntimamente unida a su ubicación habitual como la de una lapa.

—Bueno, Cornisa —dijo—, ¿sabes quién soy?

—Oh —dijo la gárgola con voz abatida.

Vimes asintió. Se pasa la vida sentada aquí arriba, haga el tiempo que haga, y filtrando mosquitos a través de sus orejas, pensó. La gente que es así no tiene una agenda de direcciones muy llena. Incluso las almejas salen más de casa.

—Soy el capitán Vimes de la Guardia.

La gárgola alzó sus enormes orejas.

—Ah. ¿’Abaja ‘on el ‘eñor A-a’oria?

Vimes también descifró aquella frase, y luego parpadeó.

—¿Conoces al cabo Zanahoria?

—Oh, ‘iiiií. ‘Odo ‘undo ‘oce a ‘Oria.

Vimes soltó un bufido. Yo he crecido aquí, pensó, y cuando voy a la calle la gente me mira y luego dice: «¿Quién es ese mamón tan malcarado?». Zanahoria solo lleva aquí unos cuantos meses y todo el mundo le conoce. Y él conoce a todo el mundo. Todo el mundo le aprecia. Eso me pondría furioso, si él no fuese tan agradable.

—Tú vives aquí arriba —dijo Vimes, interesado a pesar del problema más acuciante que tenía en la cabeza—. ¿Cómo es que conoces a A-a’oria… a Zanahoria?

—’Ene ‘ki ‘e ‘ez en ‘uando, ‘bla kon ‘ozotdos.

—¿De ‘eraz?

—’Ií.

—¿Subió alguien aquí arriba? ¿Hace unos momentos?

—’Ií.

—¿Viste quién era?

—Oh. ‘E ‘uzo el ‘ie en la ca’eza. ‘Ino ‘on ‘alo ‘e ‘uegos. ‘Espués ‘eo ‘alir ‘orriendo ‘or ‘lle ‘Jol-o-ernes.

La calle Holofernes, tradujo Vimes. Quienquiera que hubiera sido, a aquellas alturas ya se encontraría muy lejos.

—’Enía un ‘alo —contribuyó Cornisa—. Un ‘alo ‘e ‘uegos.

—¿Un qué?

—’Uegos. Ya za’es. ¡Um! ¡Ock! ¡Arks! ¡’Oetes! ¡Ang!

—Oh, fuegos artificiales.

—Ií. Ezo e ‘icho.

—¿Un palo de fuegos artificiales? ¿Como… como uno de esos cohetes sujetos a un palo?

—¡Oh, o ‘é! ¡Un ‘alo, lo a’untaz, alo ce ANG!

—¿Apuntas hacia algo con ello y esa cosa hace bang?

Vimes se rascó la cabeza. Sonaba como el cayado de un mago. Pero los cayados de los magos no hacían bang.

—Bueno… gracias —dijo—. Me has… ‘udado ‘ucho.

Se volvió hacia la escalera.

Alguien había intentado matarlo.

Y el patricio le había advertido de que no debía investigar el robo cometido en el Gremio de Asesinos. Robo, había dicho.

Hasta aquel momento, Vimes ni siquiera había estado seguro de que hubiese habido un robo.

Y luego, naturalmente, estaban las leyes del azar. Dichas leyes tienen un papel mucho más grande en el procedimiento policial de lo que le gustaría tener que admitir a la causalidad narrativa. Por cada asesinato resuelto a través del cuidadoso descubrimiento de una pisada vital o una colilla de cigarrillo, había cien asesinatos que no se resolvían porque el viento había empujado unas cuantas hojas en la dirección equivocada o no había llovido la noche anterior. Por eso muchos crímenes se resuelven gracias a un accidente afortunado: porque un coche se detiene por casualidad, por una observación que se escucha por azar, porque resulta que alguien de la nacionalidad apropiada se encuentra a menos de diez kilómetros de la escena del crimen sin tener coartada…

Incluso Vimes estaba enterado del poder del azar.

Su sandalia chocó con algo metálico.

—Y esto —dijo el cabo Zanahoria— es el famoso arco conmemorativo que celebra la batalla de Crumhorn. La ganamos, creo. Tiene más de noventa estatuas de soldados famosos. Es algo así como un hito.

—Habrían tenido que levantarles una estatua a los contables —dijo una voz perruna detrás de Angua—. La primera batalla en el universo donde el enemigo fue persuadido de que vendiera sus armas.

—¿Y entonces dónde está? —preguntó Angua, todavía haciendo caso omiso de Gaspode.

—Ah. Sí. Ese es el problema —dijo Zanahoria—. Disculpe, señor Escaso. Este es el señor Escaso, Mantenedor Oficial de los Monumentos. De acuerdo con la antigua tradición, su paga consiste en un dólar al año y una chaqueta nueva cada Vigilia de los Puercos.

En el cruce había un anciano sentado en un taburete, con el sombrero encima de los ojos. Se subió el ala.

—Buenas tardes, señor Zanahoria. Querrá ver el arco de triunfo, ¿verdad?

—Sí, por favor. —Zanahoria se volvió hacia Angua—. Desgraciadamente, le encargaron el diseño a Jodido Estúpido Johnson.

El anciano se sacó del bolsillo una cajita de cartón y levantó la tapa con un gesto lleno de reverencia.

—¿Dónde está?

—Aquí mismo —dijo Zanahoria—. Detrás de ese trocito de algodón de lana.

—Oh.

—Me temo que para el señor Johnson las medidas precisas eran algo que ocurría a otra gente.

El señor Escaso cerró la tapa.

—También hizo el Memorial de Quirm, los Jardines Colgantes de Ankh y el Coloso de Morpork —dijo Zanahoria.

—¿El Coloso de Morpork? —dijo Angua. El señor Escaso levantó un flaco dedo.

—Ah —dijo—. No se vayan. —Empezó a palparse los bolsillos—. Lo tengo guardado por aquí en alguna parte.

—¿Es que ese hombre nunca diseñó nada útil?

—Bueno, diseñó una vinagrera de mesa ornamental para lord Espasmo el Loco —dijo Zanahoria, mientras se iban.

—¿Y le salió bien?

—No exactamente. Pero hay un hecho muy interesante, y es que ahora cuatro familias viven dentro de un salero y utilizamos el pimentero para guardar el grano.

Angua sonrió. Hechos interesantes. Zanahoria estaba lleno de hechos interesantes acerca de Ankh-Morpork, y Angua tenía la sensación de estar flotando precariamente encima de un mar de ellos. Ir por una calle con Zanahoria era como tener tres recorridos con guía turístico comprimidos en uno.

—Y aquí tenemos el Gremio de Mendigos —dijo Zanahoria—. Los mendigos son el más antiguo de los gremios. Eso no lo saben muchas personas.

—No me digas.

—La gente piensa que los más antiguos son los bufones o los asesinos. Pregúntale a cualquiera, y te dirán que el gremio más antiguo de Ankh-Morpork es sin duda el Gremio de Bufones o el Gremio de Asesinos. Pero no lo son. Son bastante recientes. Pero hace siglos que existe un Gremio de Mendigos.

—¿De veras? —preguntó Angua con un hilo de voz.

Durante la última hora, había aprendido más cosas sobre Ankh-Morpork de las que cualquier persona razonable podía llegar a querer saber. Tenía la vaga sospecha de que Zanahoria estaba tratando de hacerle la corte. Pero, en vez de los bombones o las flores habituales, parecía estar tratando de envolver una ciudad entera en papel de regalo.

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