Nobby le dio una patada a un chucho.
—¿Has vuelto a leer libros, Fred?
—He de mejorar mi mente, Nobby. Son todos esos reclutas nuevos. Zanahoria se pasa la mitad del tiempo con la nariz metida en un libro, Angua conoce palabras que yo he de mirar, e incluso el culobajo es más listo que yo. No paran de entrar en contacto manual con mis gónadas. Está claro que ando poco dotado en el departamento de la cabeza.
—Eres más listo que Detritus —dijo Nobby.
—Eso es lo que me repito a mí mismo. Me digo: Pase lo que pase, Fred, tú eres más listo que Detritus. Pero luego voy y me digo: Fred… la levadura también lo es.
Se apartó de la ventana.
Vaya, vaya. ¡La maldita Guardia!
¡Y aquel maldito Vimes! Exactamente el hombre equivocado en el lugar equivocado. ¿Por qué la gente no aprendía de la historia? ¡Vimes llevaba la traición metida en sus mismos genes! ¿Cómo iba a poder funcionar adecuadamente una ciudad con alguien así metiendo siempre las narices en todo? La Guardia no existía para aquello. Se suponía que los guardias tenían que hacer lo que se les dijera, y asegurarse de que otras personas también lo hicieran.
Alguien como Vimes podía dar al traste con las cosas. No porque fuese listo. Un guardia listo era una contradicción en sus mismos términos. Pero la mera impredecibilidad podía llegar a causar problemas.
El debólver estaba encima de la mesa.
—¿Qué voy a hacer con Vimes?
Matarlo.
Angua despertó. Ya casi era mediodía, se encontraba acostada en su propia cama en la habitación que le había alquilado a la señora Cake, y alguien estaba llamando a la puerta.
—¿Mmm…? —dijo.
—No lo sé. ¿Le digo que se vaya? —dijo una voz que venía aproximadamente del nivel del agujero de la cerradura.
Angua pensó a toda prisa. Los otros residentes ya la habían advertido acerca de aquello. Esperó a que le dieran el pie para seguir hablando.
—Oh, gracias, cariño. Ya se me estaba olvidando —dijo la voz.
Con la señora Cake siempre debías tomarte tu tiempo. Vivir en una casa administrada por alguien cuya mente solo estaba nominalmente unida al presente resultaba bastante difícil. La señora Cake tenía poderes psíquicos.
—Vuelve a tener la precognición conectada, señora Cake —dijo Angua, sacando las piernas de la cama y rebuscando apresuradamente entre el montón de ropa que había encima de la silla.
—¿Adónde habíamos llegado? —preguntó la señora Cake, todavía desde el otro lado de la puerta.
—Acaba de decirme «No lo sé. ¿Le digo que se vaya?», señora Cake —respondió Angua. ¡La ropa siempre era el gran problema! Al menos un hombre-lobo varón solo tenía que preocuparse por un par de pantalones cortos y fingir que había salido a correr un rato.
—Sí, tienes razón. —La señora Cake tosió—. «Abajo hay un joven que pregunta por ti» —dijo después.
—«¿Quién es?» —preguntó Angua.
Hubo un momento de silencio.
—Sí, me parece que ahora ya está todo aclarado —dijo la señora Cake—. Lo siento, querida. Si la gente no llena bien los huecos, me entran unos dolores de cabeza terribles. ¿Estás humana, querida?[12]
—Puede entrar, señora Cake.
La habitación no era gran cosa. Básicamente era marrón: suelo de linóleo marrón, paredes marrones, un cuadro encima de la cama marrón con un ciervo marrón atacado por perros marrones en un páramo marrón bajo un cielo que, en contra de todo el conocimiento meteorológico establecido, era marrón. Había un armario marrón. Si te abrías paso a través de los abrigos[13] viejos y misteriosos que había colgados dentro, posiblemente terminarías entrando en un reino mágico lleno de animales parlantes y duendes, pero probablemente el esfuerzo no merecería la pena.
La señora Cake entró en la habitación. Era bajita y regordeta pero compensaba su falta de altura llevando un enorme sombrero negro; no de la variedad puntiaguda que usaban las brujas, sino uno cubierto de pájaros disecados, frutas de cera y demás objetos decorativos, todos ellos pintados de negro. A Angua le caía bastante bien. Las habitaciones estaban limpias,[14] los precios eran baratos, y la señora Cake sabía ser muy comprensiva con las personas que llevaban vidas ligeramente poco corrientes y le tenían, por ejemplo, aversión al ajo. Su hija era una licántropa y la señora Cake sabía todo lo que hay que saber sobre la necesidad de que las ventanas y las puertas de la planta baja tuvieran largas manijas que pudieran operarse con una pata.
—Lleva una cota de malla —dijo la señora Cake, que se había traído consigo un par de cubos llenos de gravilla—. Y también lleva jabón en las orejas.
—Oh. Ejem. Bien.
—Si quieres, puedo decirle que se vaya a la mierda —dijo la señora Cake—. Eso es lo que hago siempre cuando viene la clase equivocada de persona. Especialmente si se ha traído una estaca, claro. No puedo consentir que ocurran ese tipo de cosas, y me refiero a lo de tener gente corriendo por los pasillos mientras agitan antorchas y demás.
—Creo que sé quién es —dijo Angua—. Me ocuparé de él.
Se metió los faldones de la camisa en los pantalones.
—Si sales fuera, cierra la puerta —le dijo la señora Cake mientras Angua salía al recibidor—. Voy a cambiarle la tierra al ataúd del señor Winkins, porque dice que le duele un poco la espalda.
—Pues a mí me parece que eso es gravilla, señora Cake.
—Por la cosa ortopédica, ya sabes.
Zanahoria estaba esperando respetuosamente en la entrada con el casco debajo del brazo y una expresión de intensa vergüenza en la cara.
—¿Y bien? —dijo Angua, hablando en un tono bastante amable.
—Ejem. Buenos días, pensé que, ya sabes, quizá, como tú no conoces demasiado la ciudad, realmente… yo podría, si quieres, si no te importa, como no tienes que entrar de servicio hasta dentro de un buen rato, pues… ¿podría enseñarte algo de la ciudad…?
Por un instante Angua pensó que había contraído presciencia de la señora Cake. Varios futuros desfilaron rápidamente por su imaginación.
—Todavía no he desayunado —dijo.
—Hacen un desayuno muy bueno en el restaurante de Tal’Adr, un delicatessen para enanos que está en la calle Cable.
—Es hora de almorzar.
—Para la Guardia Nocturna es hora de desayunar.
—Soy prácticamente vegetariana.
—El dueño prepara rata con salsa de soja.
Angua se dio por vencida.
—Cogeré mi chaqueta.
—Jua, jua —dijo una voz llena de terrible cinismo.
Angua miró hacia abajo. Gaspode estaba sentado detrás de Zanahoria, tratando de fulminarla con la mirada mientras se rascaba con furia.
—Anoche perseguimos a un gato y lo hicimos subir a lo alto de un árbol —dijo Gaspode—. Tú y yo, ¿eh? Podríamos llegar a conseguirlo. El destino nos ha unido, por así decirlo.
—Vete.
—¿Cómo dices? —preguntó Zanahoria.
—No te lo estaba diciendo a ti. Se lo decía a ese perro.
Zanahoria se volvió.
—¿A él? ¿Ahora te molesta? Es un perrito muy bueno.
—Guau, guau, galleta.
Zanahoria se llevó automáticamente la mano al bolsillo.
—¿Ves? —dijo Gaspode—. Este chico es el señor Simple, ¿verdad?
—¿Dejan entrar perros en las tiendas de enanos? —preguntó Angua.
—No —dijo Zanahoria.
—Colgados de un gancho sí-dijo Gaspode.
—¿De veras? Me parece una buena idea —dijo Angua—. Bueno, vayamos.
—¿Vegetariana? —murmuró Gaspode, cojeando detrás de ellos—. Oh, cielos.
—Cállate.
—¿Cómo dices? —preguntó Zanahoria.
—Solo estaba pensando en voz alta.
La almohada de Vimes era fría y dura. Vimes la tanteó cautelosamente y descubrió que estaba fría y dura porque no era una almohada, sino una mesa. Su mejilla parecía hallarse pegada a ella y Vimes no sintió ningún interés por especular al respecto.
Ni siquiera había conseguido quitarse la coraza.
Pero consiguió abrir un ojo.
Había estado escribiendo en su cuaderno de notas. Tratando de encontrarle algún sentido a todo aquello. Y luego se había quedado dormido.
¿Qué hora era? No había tiempo para mirar atrás.
Vimes fue leyendo lo que había escrito.
Robado del Gremio de Asesinos: debólver. Después Martillogrande asesinado.
Olor a fuegos artificiales. Trozo de plomo. Símbolos alquímicos. Segundo cuerpo en río. Un payaso. ¿Dónde estaba su nariz roja? Debólver.
Vimes contempló las notas garabateadas.
Estoy en el buen camino, pensó. No necesito saber adónde conduce. Lo único que he de hacer es seguirlo. Siempre hay un crimen, si buscas lo suficiente. Y el Gremio de Asesinos está metido en esto.
Sigue cada pista. Comprueba cada detalle. Remueve, remueve el caldero.
Tengo hambre.
Se levantó tambaleándose y contempló su cara en el espejo resquebrajado que había encima de la pileta.
Los acontecimientos del día anterior fueron filtrándose a través de la gasa velada de la memoria. El rostro de lord Vetinari ocupaba un lugar central entre todos ellos. Vimes empezó a enfurecerse solo de pensar en eso. La impasible frialdad con la que el patricio le había dicho a Vimes que no debía interesarse en el robo cometido…
Vimes contempló su reflejo…
… y entonces algo lo picó en la oreja e hizo añicos el cristal.
Vimes contempló el agujero que acababa de aparecer en el yeso, rodeado por los restos del marco de un espejo. A su alrededor, los trocitos de cristal fueron cayendo al suelo con un tintineo.
Vimes permaneció totalmente inmóvil durante un instante muy largo.
Luego sus piernas, llegando a la conclusión de que el cerebro se encontraba en algún otro sitio, precipitaron al resto de su cuerpo hacia el suelo.
Hubo otro tintineo y una botella de Abrazodeoso medio llena hizo explosión encima del escritorio. Vimes ni siquiera recordaba haberla comprado.
Fue hacia delante moviéndose a cuatro patas y se incorporó junto a la ventana.
Las imágenes desfilaron por su mente con la celeridad del rayo. El enano muerto. El agujero en la pared…
Un pensamiento pareció iniciarse en el hueco de su espalda y luego fue subiendo por ella hasta que terminó llegando al cerebro. Aquellas paredes eran de escayola y yeso, y para colmo eran viejas; podías meter un dedo a través de ellas con un poco de esfuerzo. En cuanto a un trozo de metal…
Vimes chocó contra el suelo en el mismo instante en que un poc coincidió con la aparición de un agujero en la pared a un lado de la ventana. Nubecitas de polvo de yeso revolotearon por el aire.
Su ballesta estaba apoyada en la pared. Vimes no era ningún experto, pero, demonios, ¿quién lo era? La apuntabas y disparabas. Tiró de la ballesta hasta tenerla junto a él, rodó sobre la espalda, metió el pie en el estribo y tiró de la cuerda hasta que la puso en posición con un chasquido.
Luego volvió a rodar sobre sí mismo hasta quedar apoyado en una rodilla y metió un dardo en el surco.
Una catapulta, eso era. Tenía que serlo. Del tamaño de un troll, quizá. Alguien subido al tejado del Edificio de la Ópera, o en algún otro lugar elevado.
Atraer su fuego, atraer su fuego… Vimes cogió su casco y lo colocó en equilibrio encima de la punta de otro dardo de ballesta. El truco consistía en agazaparse debajo de la ventana y…
Vimes reflexionó durante unos instantes. Luego fue arrastrándose por el suelo hasta que llegó al rincón, donde había un palo rematado por un gancho. Hubo un tiempo lejano en el que dicho palo se utilizaba para abrir las ventanas superiores, que ya llevaban muchos años atascadas por el óxido.
Puso el casco en equilibrio encima del extremo del palo, se acurrucó en el rincón y, con una cierta cantidad de esfuerzo, movió el palo de tal manera que el casco asomó justo por encima del alféizar de la ven…
Poc.
Las astillas salieron despedidas de un punto en el suelo donde indudablemente habrían causado serias molestias a cualquier persona que estuviera acostada sobre los tablones, levantando cautelosamente un casco puesto encima de un palo para usarlo como señuelo.
Vimes sonrió. Alguien estaba tratando de matarlo, y eso hizo que se sintiera más vivo de lo que se había sentido en muchos días.
Y quienesquiera que fuesen, además eran un poco menos inteligentes que él. Aquella era una cualidad por la que siempre deberías rezar en tu aspirante a asesino.
Vimes soltó el palo, cogió la ballesta, pasó corriendo por delante de la ventana, disparó contra una silueta indistinta que había encima del tejado del Edificio de la Ópera como si el dardo de la ballesta realmente pudiera llegar tan lejos, cruzó la habitación de un salto y tiró de la manija de la puerta. Algo se incrustó en el marco de la puerta cuando esta se cerró detrás de él.