—Sí —dijo Colon—. Lo hay.
—¿Seguro?
—Absolutamente seguro.
—Vaya, pues lo siento —dijo el payaso—. Es estúpido, lo sé, pero también es algo así como tradicional. Esperen un momento.
Hubo el ruido de una escalera de mano colocándose en posición, y varios tintineos metálicos y juramentos mascullados.
—De acuerdo, ya pueden entrar.
El payaso los llevó por la caseta de guardia. No había más sonido que el suave chapalear de sus botas sobre los adoquines. Entonces pareció ocurrírsele una idea.
—Ya sé que es pedir mucho, caballeros, pero supongo que a ninguno de ustedes le apetecerá oler la flor que llevo en el ojal de mi solapa.
—No.
—No.
—No, supongo que no. —El payaso suspiró—. No resulta nada fácil, ¿saben? Lo de hacer el payaso, quiero decir. He de encargarme de la puerta porque todavía estoy en período de prueba.
—¿Sí?
—Nunca consigo acordarme: ¿es llorar por fuera y reír por dentro? Siempre los estoy confundiendo.
—Acerca del tal Beano… —empezó a decir Colon.
—Precisamente estamos celebrando su funeral —dijo el pequeño payaso—. Por eso llevo los pantalones a media asta.
Volvieron a salir a la luz del sol.
El patio interior estaba lleno de payasos y bufones. Las campanillas tintineaban bajo la brisa. El sol arrancaba destellos a las narices postizas de color rojo y hacía relucir el nervioso chorro de agua que salía ocasionalmente de una falsa flor para el ojal. El payaso condujo a los guardias hacia una fila de bufones.
—Estoy seguro de que el doctor Carablanca hablará con ustedes tan pronto como hayamos terminado —dijo—. Por cierto me llamo Boffo —añadió, ofreciéndoles la mano con expresión esperanzada.
—No se la estreches, Nobby —advirtió Colon.
Boffo pareció sentirse muy abatido.
Una banda empezó a tocar, y una procesión de miembros del gremio salió de la capilla. Un payaso la precedía, llevando una pequeña urna.
—Esto es muy conmovedor —dijo Boffo.
Encima de un estrado situado en el extremo opuesto del cuadrángulo había un payaso gordo ataviado con pantalones muy holgados, enormes tirantes, una pajarita que giraba suavemente bajo la brisa y un sombrero de copa. El maquillaje había convertido su rostro en el vivo retrato de la miseria. Empuñaba un bastón rematado por una bocina.
El payaso con la urna llegó al estrado, subió los escalones y esperó.
La banda guardó silencio.
El payaso del sombrero de copa le dio en la cabeza con la bocina al portador de la urna: una, dos, tres veces…
El portador de la urna dio un paso adelante, hizo bailar su peluca, tomó la urna en una mano y el cinturón del payaso en la otra y, con una gran solemnidad, echó las cenizas del difunto hermano Beano dentro de los pantalones del otro payaso.
Un suspiro brotó de la audiencia. La banda empezó a tocar el himno de los payasos, «La marcha de los idiotas», y el final del trombón salió disparado del instrumento y le dio en la nuca a un payaso. Este se volvió y le lanzó un puñetazo al payaso que tenía detrás, el cual lo esquivó con una rapidez y provocó que un tercer payaso se precipitara a través del bombo.
Colon y Nobby se miraron y sacudieron la cabeza. Boffo se sacó del bolsillo un gran pañuelo blanco y rojo y se sonó la nariz con un humorístico sonido de bocinazo.
—Muy clásico —dijo—. Es lo que él hubiese querido.
—¿Tiene alguna idea de qué fue lo que pasó? —preguntó Colon.
—Oh, sí. El hermano Grineldi ejecutó el viejo truco del tacón y la punta del pie e hizo caer la urna…
—No, yo me refería a por qué murió Beano.
—Mmm. Creemos que fue un accidente —dijo Boffo.
—Un accidente —dijo Colon secamente.
—Sí. Eso es lo que piensa el doctor Carablanca.
Boffo miró hacia arriba por un instante, y los dos guardias siguieron la dirección de su mirada. Los tejados del Gremio de Asesinos lindaban con los del Gremio de Bufones. Nunca resultaba aconsejable disgustar a semejantes vecinos, especialmente cuando la única arma de que disponías era un pastel de nata ribeteado con un poco de corteza endurecida.
—Eso es lo que piensa el doctor Carablanca —volvió a decir Boffo, mirándose sus enormes zapatos.
El sargento Colon prefería no complicarse la vida, y la ciudad bien podía prescindir de uno o dos payasos. En opinión de Colon, la pérdida de toda aquella patulea solo podía tener como resultado que el mundo fuera un lugar ligeramente más feliz. Y sin embargo… sin embargo… sinceramente, Colon no sabía qué mosca le había picado a la Guardia últimamente. Era Zanahoria, claro. Hasta el viejo Vimes lo había contraído. Ahora ya no dejamos que las cosas se vayan calmando por sí solas…
—Quizá estaba limpiando algo, no sé, pongamos que un garrote, y se le disparó accidentalmente —dijo Nobby. Él también lo había contraído.
—Nadie habría podido querer matar al joven Beano —dijo el payaso, hablando en voz baja—. Era un buenazo. Tenía amigos en todas partes.
—En casi todas —dijo Colon.
El funeral había terminado. Los bufones, bromistas y payasos se disponían a ocuparse de sus asuntos, atascándose en las puertas mientras salían del patio. Hubo muchos empujones, codazos, bocinazos producidos con la nariz y caídas ejecutadas mediante aparatosas piruetas. Era una escena capaz de hacer que el hombre más satisfecho de su existencia se cortase las venas durante una hermosa mañana de primavera.
—Lo único que sé —dijo Boffo, bajando la voz— es que cuando lo vi ayer tenía un aspecto muy… extraño. Le llamé cuando él estaba pasando por las puertas y…
—¿Qué quiere decir con eso de que tenía un aspecto muy extraño? —preguntó Colon.
Estoy detectoreando, pensó con una leve sombra de orgullo. La Gente me Está Ayudando con Mis Indagaciones.
—No sé. Estaba raro. No parecía el de siempre…
—¿Estamos hablando de ayer?
—Oh, sí. Eso fue ayer por la mañana. Lo sé porque el turno de guardia en la puerta…
—¿Ayer por la mañana?
—Eso es lo que he dicho, señor. Ojo, todos estábamos un poco nerviosos después de la explosión y…
—¡Hermano Boffo!
—Oh, no… —farfulló el payaso.
Una figura estaba viniendo hacia ellos. Una figura terrible.
Ningún payaso hacía gracia. Ese era precisamente el propósito de los payasos. La gente se reía de ellos, pero únicamente por nerviosismo. Lo bueno de los payasos era que, después de haberlos visto, cualquier otra cosa que ocurriera te parecía encantadora. Era bueno saber que había alguien que estaba mucho peor que tú. Alguien tenía que ser el trasero del mundo.
Pero hasta los payasos le tienen miedo a algo, y ese algo es el payaso con la cara pintada de blanco. El que nunca se interpone en la trayectoria del pastel de nata. El que viste de un blanco impecable, y luce el maquillaje blanco que le da un aspecto impasible. El del sombrerito puntiagudo, la boca de labios muy delgados y las delicadas cejas negras.
El doctor Carablanca.
—¿Quiénes son estos caballeros? —quiso saber.
—Ejem… —empezó a decir Boffo.
—Guardia Nocturna, señor —dijo Colon, saludando.
—¿Y por qué están aquí?
—Estamos investigando nuestras indagaciones en lo referente al fatal fallecimiento del payaso Beano, señor —dijo Colon.
—Yo pensaba que eso era un asunto del gremio, sargento. ¿A usted no se lo parece?
—Bueno, señor, Beano fue encontrado en…
—Estoy seguro de que no se trata de nada por lo que debamos molestar a la Guardia —dijo el doctor Carablanca.
Colon titubeó. Hubiese preferido hacer frente al doctor Cruces antes que a aquella aparición. Al menos ya se suponía que los Asesinos tenían que ser desagradables. Y además, los payasos estaban a un solo paso de distancia de los artistas del mimo.
—No, señor. Es obvio que fue un accidente, ¿verdad?
—Desde luego. El hermano Boffo les acompañará a la puerta —dijo el jefe de los payasos—. Y luego —añadió—, vendrá a mi despacho a presentarme su informe. ¿Lo ha entendido?
—Sí, doctor Carablanca —farfulló Boffo.
—¿Qué te hará? —preguntó Nobby mientras iban hacia la puerta.
—Probablemente tendré que ponerme un sombrero lleno de lechada —dijo Boffo—. O recibir un pastel de nata en toda la cara, si tengo suerte.
Abrió la puerta de la calle.
—Muchos de nosotros no estamos nada satisfechos con la manera en que se ha llevado el asunto —murmuró—. No veo por qué esos cabronazos tienen que salirse con la suya. Tendríamos que ir a ver a los Asesinos y aclararlo todo con ellos.
—¿Por qué a los Asesinos? —preguntó Colon—. ¿Por qué iban a matar ellos a un payaso?
Boffo puso cara de culpabilidad.
—¡Yo no he dicho nada!
Colon le miró fijamente.
—Aquí está ocurriendo algo muy raro, señor Boffo.
Boffo miró a su alrededor, como si esperara que la venganza fuera a caerle encima en cualquier momento bajo la forma de un pastel de nata.
—Encuentre su nariz —siseó—. Usted limítese a encontrar su nariz. Sí, encuentre su pobre nariz.
La puerta se cerró de golpe.
El sargento Colon se volvió hacia Nobby.
—¿Tú te acuerdas de si la Prueba A tenía una nariz, Nobby?
—Sí, Fred. La tenía.
—¿Y entonces a qué ha venido todo eso?
—A mí que me registren. —Nobby se rascó un furúnculo que prometía—. Quizá se refería a una nariz postiza. Ya sabes, ¿no?. Esas narices rojas que llevan un elástico. Las que —añadió Nobby torciendo el gesto— ellos creen que son tan divertidas. Beano no la tenía.
Colon llamó a la puerta con los nudillos, asegurándose de mantenerse prudentemente alejado de cualquier simpática trampa destinada a hacer reír.
La trampilla se deslizó a un lado.
—¿Sí? —siseó Boffo.
—¿Te referías a su nariz falsa? —preguntó Colon.
—¡No, a la de verdad! ¡Y ahora largo de aquí!
La trampilla volvió a quedar cerrada.
—Está de atar —dijo Nobby con firmeza.
—La nariz de Beano era real. ¿Tú le viste algo raro? —preguntó Colon.
—No. Tenía un par de agujeros.
—Bueno, yo no entiendo mucho de narices —dijo Colon—, pero o el hermano Boffo se equivoca o aquí está pasando algo muy raro.
—¿Como qué?
—Bueno, Nobby, tú eres lo que se podría llamar un soldado de carrera, ¿verdad?
—Sí, Fred.
—¿Cuántas expulsiones deshonrosas has tenido?
—Montones —dijo Nobby con orgullo—. Pero siempre les pongo una cataplasma.
—Has estado en un montón de campos de batalla, ¿verdad?
—En docenas.
El sargento Colon asintió.
—Así que has visto un montón de cadáveres cuando te estabas ocupando de los caídos…
El cabo Nobbs asintió. Ambos sabían que «ocuparse de los caídos» significaba recoger cualquier clase de alhaja personal y robarles las botas. Lo último que muchos enemigos heridos de muerte habían llegado a ver en un lejano campo de batalla había sido al cabo Nobbs viniendo hacia ellos con un saco, un cuchillo y una expresión calculadora en el rostro.
—Si todavía puede servir de algo, no veo por qué hay que permitir que se eche a perder —dijo Nobby.
—Así que te habrás dado cuenta de que los muertos se van poniendo… más muertos —dijo el sargento Colon.
—¿Cómo se puede estar más muerto que un muerto?
—Ya sabes a qué me estoy refiriendo, Nobby. Más cadavéricos —dijo el sargento Colon, experto en ciencia forense.
—¿Te refieres a que se van poniendo tiesos, púrpuras y todo ese tipo de cosas?
—Exacto.
—Y luego empiezan a soltar líquido y van…
—Sí, exactamente…
—Ojo, eso hace más fácil quitarles los anillos.
—A donde yo quería ir a parar, Nobby, es a que siempre puedes saber cuánto tiempo tiene un cadáver. Ese payaso, por ejemplo. Tú lo viste, igual que yo. ¿Cuánto le echarías?
—Uno sesenta y cinco, más o menos. Sus botas no me quedaban nada bien, eso sí que lo tengo claro. Bailaban demasiado.
—No, me refería a cuánto tiempo llevaba muerto.
—Un par de días. Eso se les nota enseguida porque hay esa especie de…
—¿Y entonces cómo es que Boffo lo vio ayer por la mañana?
Siguieron andando.
—Eso es un poquito raro, sí —dijo Nobby
—Tienes razón. Supongo que el capitán se mostrará muy interesado.
—Quizá era un zombi.
—No creo.
—Nunca he podido soportar a los zombis —dijo Nobby con voz pensativa.
—¿De veras?
—Siempre cuesta horrores robarles las botas.
El sargento Colon saludó con la cabeza a un mendigo que pasaba por allí.
—¿Todavía te dedicas a hacer esas danzas populares en tus noches libres, Nobby?
—Sí, Fred. Esta semana estamos practicando «Recogiendo dulces lirios». Hay un doble paso cruzado que es muy complicado.
—Eres un hombre que tiene muchas partes distintas, Nobby.
—Solo si no podía quitarles los anillos sin usar la navaja, Fred.
—No, lo que quiero decir es que presentas una dicotomía muy interesante.