Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

Después Zanahoria se lavó la cara, se puso la camisa y los pantalones de cuero y la cota de malla, se ciñó la coraza y, con el casco debajo del brazo, salió alegremente a la calle, listo para hacer frente a lo que pudiera traer consigo el futuro.

Aquella era otra habitación, en algún otro lugar.

Era una estancia opresiva y nada acogedora, con el yeso empezando a desprenderse de las paredes y los techos aflojándose hacia abajo como el somier de la cama de un hombre gordo. Y el mobiliario hacía que estuviese todavía más abarrotada.

Todos los muebles eran antiguos y de muy buena calidad, pero aquel no era el lugar apropiado para ellos. Aquellos muebles hubiesen tenido que estar en salas de techo muy alto y llenas de ecos. Allí, no te dejaban moverte. Había sillas de roble oscuro. Había largos aparadores. Incluso había una armadura completa. Apenas si había espacio para la media docena de personas que se encontraban sentadas a la enorme mesa. Apenas si había espacio para la mesa.

Un reloj hacía tictac entre las sombras.

Las gruesas cortinas de terciopelo estaban corridas, a pesar de que todavía quedaba mucha luz del día en el cielo. La atmósfera era asfixiante, tanto por el calor del día como por las velas que había encendidas dentro de la linterna mágica.

La única iluminación provenía de la pantalla, que en aquel momento estaba mostrando un excelente perfil del cabo Zanahoria Fundidordehierroson.

La reducida pero muy selecta audiencia lo contemplaba con las expresiones cuidadosamente vacías propias de las personas que están medio convencidas de que a su anfitrión le falta un tornillo, pero le siguen la corriente porque acaban de disfrutar de una comida abundante y sería de mala educación irse demasiado pronto.

—¿Y bien? —dijo una de ellas—. Me parece que lo hemos visto andar por la ciudad. ¿Y qué? No es más que un guardia, Edward.

—Por supuesto. Es esencial que deba serlo. Una posición humilde en la vida. —Edward de M’uerthe hizo una señal y acto seguido hubo un suave chasquido cuando otra diapositiva de cristal se introdujo en la ranura de la linterna mágica—. Esta no fue p-intada en vida. El rey P-paragore. Tomada de un c-uadro antiguo. Este… —¡clic!— es el rey Veltrick III. De otro r-etrato. Esta es la reina Alguinna IV… ¿os dais cuenta de la línea de la barbilla? Esta… —¡clic!— es una p-ieza de siete reales del reinado de Webblethorpe el Inconsciente, volved a fijaros en el detalle de la barbilla y la estructura ó-sea general, y esta… —¿clic!— es una imagen i-nvertida de un jarrón lleno de flores. D-elfinios, creo. ¿A qué se debe esto?

—Ejem, lo siento, señor Edward, pero el caso es que todavía me quedaban unas cuantas placas, y los demonios no estaban cansados y…

—Siguiente diapositiva, por favor. Y luego puedes dejarnos.

—Sí, señor Edward.

—Preséntate ante el torturador de g-uardia.

—Sí, señor Edward.

¡Clic!

—Y esta es una imagen bastante bien hecha… bravo, Bl-en-kin… del busto de la reina Coanna.

—Gracias, señor Edward.

—Un poco más de su cara nos habría permitido estar seguros del parecido, no obstante. Con esto ya es suficiente, creo. Puedes irte, Bl-enkin.

—Sí, señor Edward.

—Alguna cosa discreta, nada muy e-laborado.

—Sí, señor Edward.

El sirviente cerró respetuosamente la puerta tras de sí, y luego bajó a la cocina sacudiendo la cabeza con tristeza. Los De M’uerthe llevaban años sin poder permitirse el lujo de tener un torturador titular en la mansión. Por el bien del chico, el sirviente tendría que hacer lo que pudiese con un cuchillo de cocina.

Las visitas esperaron a que el anfitrión hablara, pero no parecía que fuese a hacerlo, aunque en su caso siempre resultaba un poco difícil saberlo. Cuando estaba emocionado por algo, Edward no sufría exactamente de un impedimento del habla, sino de pausas colocadas en los lugares equivocados, como si su cerebro estuviera manteniendo en una situación de espera temporal a su boca.

Finalmente, uno de los integrantes de la audiencia dijo:

—Muy bien. ¿Y adonde quieres ir a parar?

—Ya habéis visto el parecido. ¿Acaso no resulta ob-vio?

—Oh, vamos…

Edward de M’uerthe tiró de un maletín de cuero y empezó a soltar las tiras que lo mantenían cerrado.

—Pero, pero el muchacho fue adoptado por enanos del Mundodisco. Lo encontraron en los bosques de las Montañas del Carnero cuando era un bebé. Había unas cuantas carretas a-rdiendo, cadáveres, ese tipo de cosas. El ataque de unos b-andidos, aparentemente. Los enanos encontraron una espada entre los restos. Ahora la tiene él. Una espada muy antigua. Y siempre está afilada.

—¿Y qué? El mundo está lleno de espadas antiguas. Y de piedras de afilar.

—Esta estaba muy bien escondida dentro de una de las carretas, la cual se destrozó. Curioso. Lo normal sería que hubiese estado a mano, ¿no? ¿Para poderla utilizar? ¿En tierras de b-andidos? Y luego el muchacho crece, y… el Destino… conspira para que él y su espada vengan a Ankh-Morpork, donde actualmente es un guardia en la Guardia Nocturna. ¡No me lo podía creer!

—Eso sigue sin ser…

Edward levantó la mano un momento, y luego sacó un paquete del maletín.

—Veréis, el caso es que llevé a cabo cuidadosas indag-aciones y pude localizar el sitio en el que se produjo el ataque. Un examen muy cuidadoso del terreno reveló viejos c-lavos de carreta, unas cuantas monedas de cobre y, en un trozo de carbón de leña… esto.

Todos estiraron el cuello para ver.

—Parece un anillo.

—Sí. Está, está, está d-escolorido en la superficie, por supuesto, porque de otra manera alguien hubiese repa-rado en él. Probablemente estaba escondido en algún lugar de una carreta. Hice que lo limpiaran en p-arte. Fijándose bien, se puede leer la inscripción. Bien, he aquí un inventario i-lustrado de las joyas reales de Ankh hecho en el año 907 AM, durante el reinado del rey Tyrril. ¿Puedo, si me lo permitís, llamar vuestra a-tención hacia el pequeño anillo de boda que hay en la esquina i-nferior izquierda de la página? Veréis que el artista tuvo la amab-ilidad de dibujar la inscripción.

Hicieron falta vanos minutos para que todos lo examinaran, ya que eran personas suspicaces por naturaleza. Todas descendían de personas para las que la sospecha y la paranoia habían figurado entre los principales rasgos de supervivencia.

Porque todos eran aristócratas. Ni uno solo de ellos ignoraba el nombre de su tatara-tatara-tatarabuelo ni la vergonzosa enfermedad que le había provocado la muerte.

Acababan de ingerir una comida no muy buena que, no obstante, había incluido vanos vinos antiguos dignos de catar. Habían asistido a ella porque todos habían conocido al padre de Edward, y los De M’uerthe eran una excelente familia de gran antigüedad, por muy reducidas que hubieran pasado a verse sus circunstancias.

—Así que ya lo veis —dijo Edward con orgullo—. Las pruebas son abrumadoras. ¡Tenemos un rey!

Los integrantes de su audiencia trataron de evitar mirarse los unos a los otros.

—Pensaba que os sentiríais muy complacidos —dijo Edward.

Finalmente, lord Óxido expresó en voz alta el consenso general. En aquellos ojos tan azules no cabía la compasión, la cual no era un rasgo de supervivencia, pero a veces podía permitirse correr el riesgo de mostrar un poco de amabilidad.

—Edward, el último rey de Ankh-Morpork murió hace siglos —dijo lord Óxido.

—¡Ejecutado por t-raidores!

—Incluso si todavía se pudiera encontrar a un descendiente, ¿ no crees que a estas alturas la sangre real ya estaría un poco aguada?

—¡La sangre real no puede a-guarse!

Ah, pensó lord Óxido. Así que el joven Edward es de los que piensan que el contacto de un rey puede curar la escrófula, como si la realeza fuera el equivalente al ungüento de azufre. El joven Edward piensa que no hay un lago de sangre lo bastante grande que atravesar con tal de sentar en el trono a un rey legítimo, ni acto demasiado vil que cometer en defensa de una corona. Un romántico, de hecho.

Lord Óxido no era un romántico. Los Óxido se habían adaptado bastante bien a los siglos posteriores a la monarquía de Ankh-Morpork comprando, vendiendo, alquilando y estableciendo contratos y haciendo lo que siempre han hecho los aristócratas, que es ser pragmáticos y sobrevivir.

—Bueno, quizá —concedió, hablando con la suave afabilidad de alguien que está intentando convencer a otro de que se baje de una cornisa—. Pero lo que debemos preguntarnos es: ¿necesita Ankh-Morpork, en este momento, un rey?

Edward lo miró como si se hubiera vuelto loco.

—¿Necesitar? ¿Necesitar, dices? ¿Mientras nuestra hermosa ciudad languidece bajo la bota de un ti-rano?

—Oh. Te refieres a Vetinari.

—¿Es que no veis lo que le ha hecho Vetinari a esta ciudad?

—El patricio es un hombrecillo muy desagradable y engreído —dijo lady Selachii—, pero yo no diría que realmente aterrorice mucho. No como tal.

—Una cosa tienes que reconocerle, y es que la ciudad funciona —dijo el vizconde Patinador—. Más o menos. La gente va haciendo cosas.

—Las calles son más seguras de lo que eran en tiempos de lord Espasmo el Loco —dijo lady Selachii.

—¿Más se-guras? ¡Vetinari estableció el Gremio de Ladrones! —gritó Edward.

—Sí, sí, por supuesto, muy reprensible, ciertamente. Por otra parte, basta con un modesto pago anual y uno ya puede ir seguro por ahí…

—Vetinari siempre dice que si va a haber crimen, al menos que sea crimen organizado —dijo lord Óxido.

—A mí me parece —dijo el vizconde Patinador— que todos los mandamases de los gremios dejan que Vetinari siga donde está porque cualquier otro sería peor, ¿no? Y no cabe duda de que en el pasado ya hemos tenido a unos cuantos que eran… bastante difíciles. ¿Alguien se acuerda de lord Winder el Homicida?

—O de lord Armonio el Trastornado —dijo lord Monflatherse.

—O de lord Escápula el Risueño —dijo lady Selachii—. Un hombre con un sentido del humor realmente afilado, desde luego.

—Ojo, que en el caso de Vetinari… hay algo que no es del todo… —empezó a decir lord Óxido.

—Sé a qué te refieres —dijo el vizconde Patinador—. No me gusta nada la manera que tiene de saber siempre lo que estás pensando antes de que lo pienses.

—Todo el mundo sabe que los Asesinos han fijado su tarifa en un millón de dólares —dijo lady Selachii—. Eso es lo que costaría hacerlo matar.

—Uno no puede evitar tener la sensación de que costaría mucho más asegurarse de que siguiera muerto —dijo lord Óxido.

—¡Dioses! ¿Qué ha sido del orgullo? ¿Qué ha sido del honor?

Todos saltaron perceptiblemente cuando el último lord De M’uerthe se levantó de su asiento como una exhalación.

—¿Queréis escuchar lo que estáis diciendo, por favor? Miraos. ¿Quién entre vosotros no ha visto cómo el nombre de su familia se iba degradando desde los días de los reyes? ¿Es que ya no podéis acordaros de aquellos hombres que fueron vuestros antepasados?

Echó a andar rápidamente alrededor de la mesa de tal manera que todos tuvieron que ir volviéndose para mirarlo, y fue señalándolos uno a uno con un dedo furibundo.

—¡Vos, lord Óxido! Vuestro antepasado fue he-cho barón después de matar él solo a treinta y siete klatchianos, armado con nada más que un al-filer, ¿verdad?

—Sí, pero…

—Y vos, señor mío… ¡Sí, vos, lord Monflathers! ¡El primer duque condujo a seiscientos hombres a una gloriosa y épica derrota en la batalla de Quirm! ¿Es que eso no significa n-ada? Y vos, lord Venturii, y vos, sir George… sentados en Ankh dentro de vuestras antiguas mansiones con vuestros antiguos nombres y vuestro antiguo dinero, mientras los gremios… ¡Los gremios, esas camarillas de mercaderes y comerciantes! ¡Mientras los gremios, digo, tienen voz y voto en la a-dministración de la ciudad!

Edward llegó de dos zancadas a un estante y lanzó sobre la mesa un enorme volumen encuadernado en cuero que hizo volcar la copa de lord Óxido.

—¡La N-obleza de Twurp! —gritó—. ¡Todos tenemos páginas ahí! Es de nuestra propiedad. ¡Pero ese hombre os ha hipnotizado! ¡Os aseguro que es de carne y hueso, un mero mortal! ¡Nadie se atreve a quitarle de en medio porque pi-ensan que eso haría que las cosas empeoraran un poquito para ellos! ¡Oh, por todos los dio-ses!

Su audiencia se había puesto muy seria. Todo aquello era cierto, naturalmente… si lo planteabas de esa manera. Y el que viniera de labios de un pomposo joven de ojos enloquecidos no hacía que sonara mejor.

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