Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

—Volverá en sí dentro de unos momentos —dijo Cuddy—. Es por lo del saludo. Es demasiado para él. Ya sabe usted cómo son los trolls.

Sendivoge se encogió de hombros y miró el escrito.

—Me parece… familiar —dijo—. Lo he visto antes en algún sitio. Y usted… es un enano, ¿verdad?

—Es la nariz, ¿verdad? —preguntó Cuddy—. Siempre me delata.

—Bueno, le aseguro que nosotros siempre intentamos ayudar a la comunidad —dijo Sendivoge—. Entren, entren.

Las botas con puntera de acero de Cuddy devolvieron a Detritus a un estado de semi-sensibilidad, y el troll entró tras ellos andando con pesadez.

—¿Por qué, ejem, el casco de seguridad, señor? —preguntó Cuddy mientras iban por el pasillo. El habitual estrépito de martillazos resonaba por todas partes en torno a ellos. Lo normal era que el Gremio de Alquimistas siempre estuviera en plena reconstrucción por una causa u otra.

Sendivoge puso los ojos en blanco.

—Por las bolas —dijo—. Por las bolas de billar, de hecho.

—Conocí a un hombre que jugaba así —dijo Cuddy.

—Oh, no. El señor Silverfish tiene una gran tacada. De hecho, el problema tiende a ser precisamente ese.

Cuddy volvió a contemplar el casco de seguridad.

—Verá, es el marfil —le aclaró Sendivoge.

—Ah —dijo Cuddy, sin captarlo—. ¿Algo relacionado con los elefantes, quizá?

—Marfil pero sin elefantes. Marfil transmutado. Hay mucho dinero a ganar en eso, créame.

—Pensaba que estaban trabajando en el oro.

—Ah, sí. Claro, ustedes son una gente que lo sabe todo acerca del oro —dijo Sendivoge.

—Oh, sí-dijo Cuddy, reflexionando sobre la expresión «ustedes son una gente».

—El oro —dijo Sendivoge con expresión pensativa— está resultando un poco complicado…

—¿Cuánto llevan intentándolo?

—Unos trescientos años.

—Eso es mucho tiempo.

—¡Pero solo llevamos una semana trabajando en el marfil y todo está yendo muy bien! —se apresuró a decir el alquimista—. Excepto por algunos efectos secundarios que sin duda no tardaremos en poder eliminar.

Abrió una puerta de un empujón.

Era una habitación muy grande, profusamente equipada con los habituales hornos mal ventilados, hileras de crisoles burbujeantes y un cocodrilo disecado. Había cosas flotando dentro de recipientes de cristal. El aire olía a una esperanza de vida bastante limitada.

Una gran parte del equipo, no obstante, se había cambiado de lugar para hacerle sitio a una mesa de billar. Media docena de alquimistas estaban de pie alrededor de ella a la manera de los hombres que están listos para echar a correr en cualquier momento.

—Es la tercera en lo que llevamos de semana —dijo Sendivoge con expresión lúgubre mientras saludaba con una inclinación de cabeza a una figura inclinada encima de un taco—. Ejem, señor Silverfish… —empezó a decir.

—¡Silencio! ¡Partida en curso! —dijo el jefe de alquimistas contemplando la bola blanca con los ojos entornados.

Sendivoge miró el marcador de la puntuación.

—Veintiún puntos —dijo—. Caramba, caramba. Quizá sí que le estamos añadiendo la cantidad justa de alcanfor a la nitrocelulosa después de todo…

Hubo un chasquido. La bola se alejó rodando, rebotó en el almohadillado…

… y luego aceleró. Empezó a brotar humo blanco de ella mientras se precipitaba sobre un inocente grupo de bolas rojas.

Silverfish sacudió la cabeza.

—Inestable —dijo—. ¡Todo el mundo al suelo!

Todos los que se hallaban presentes en la habitación se agacharon, excepto los dos guardias, uno de los cuales en cierto sentido ya estaba preagachado mientras que el otro llevaba varios minutos de retraso con respecto a los acontecimientos.

La bola negra remontó el vuelo elevándose sobre una columna de llamas, pasó junto al rostro de Detritus dejando tras de sí una estela de humo negro, y luego hizo añicos una ventana. La bola verde no se movía del sitio, pero giraba con furia. Las otras bolas corrían vertiginosamente de un lado a otro, estallando ocasionalmente en llamaradas o rebotando en las paredes.

Una bola roja le dio a Detritus justo entre los ojos, volvió a la mesa describiendo una curva, se metió en la tronera central y luego estalló.

Después hubo silencio, excepto por algún que otro ataque de tos. Silverfish apareció a través del humo aceitoso y, con una mano temblorosa, hizo subir un punto el marcador con el extremo incendiado de su taco.

—Uno —dijo—. Oh, bueno. Habrá que volver al crisol. Que alguien encargue otra mesa de billar…

—Disculpe —dijo Cuddy, tocándole la rodilla con las puntas de los dedos.

—¿Quién es?

—¡Aquí abajo!

Silverfish bajó la mirada.

—Oh. ¿Es usted un enano?

Cuddy le lanzó una mirada vacía de toda expresión.

—¿Es usted un gigante?-preguntó.

—¿Yo? ¡Por supuesto que no!

—Ah. Entonces yo tengo que ser un enano, sí. Y eso que hay detrás de mí es un troll —dijo Cuddy. Detritus se irguió hasta adoptar una postura vagamente similar a la de firmes.

—Hemos venido a ver si puede decirnos qué es lo que pone en este papel —dijo Cuddy.

—Eso —dijo Detritus.

Silverfish lo miró.

—Oh, sí —dijo—, son algunas de las cosas del viejo Leonardo. ¿Y bien?

—¿Leonardo? —dijo Cuddy, y luego miró a Detritus—. Toma nota de esto —ordenó secamente.

—Leonardo da Quirm —dijo el alquimista.

Cuddy seguía teniendo aspecto de hallarse bastante perdido.

—¿Nunca ha oído hablar de él? —le preguntó Silverfish.

—No puedo decir que lo haya hecho, señor.

—Pensaba que todo el mundo había oído hablar de Leonardo da Quirm. Bastante excéntrico. Pero un genio, también.

—¿Fue un alquimista?

Toma nota de esto, toma nota de esto… Detritus miró cansinamente en torno a él buscando un trozo de madera quemada y una pared cercana.

—¿Leonardo? No. El no pertenecía a ningún gremio. O en realidad pertenecía a todos, supongo. Se movía mucho. Siempre estaba trasteando con algo, ya sabes a qué me refiero.

—No, señor.

—Pintaba un poco, y siempre estaba haciendo un montón de cosas con los mecanismos. Con cualquier cosa que fuera vieja, en realidad.

O incluso un martillo y un cincel, pensó Detritus.

—Esto —dijo Silverfish— es una fórmula para… Oh, bueno, difícilmente se lo puede considerar como un gran secreto, así que ya puestos supongo que se lo puedo decir… es una fórmula para lo que nosotros llamamos la Pólvora Número Uno. Azufre, salitre y carbón de leña. Se emplea en los fuegos artificiales. Cualquier idiota podría fabricarlo. Pero parece extraña porque está escrita de atrás hacia delante.

—Esto suena importante —le siseó Cuddy al troll.

—Oh, no. El siempre solía escribir de atrás hacia delante —dijo Silverfish—. Leonardo tenía ese tipo de rarezas, ya sabe. Pero, aun así, era muy listo. ¿No ha visto su retrato de la Mona Ogg?

—Creo que no.

Silverfish le entregó el pergamino a Detritus, quien lo contempló con los ojos entornados como si supiera lo que significaba. Quizá podría escribir encima de esto, pensó.

—Los dientes te seguían alrededor de la habitación. Asombroso. De hecho, algunos decían que les siguieron fuera de la habitación y durante todo el trayecto hasta la calle.

—Me parece que deberíamos hablar con el señor Da Quirm —dijo Cuddy.

—Oh, podrían hacerlo, podrían hacerlo, ciertamente —dijo Silverfish—. Pero puede que él ya no se encuentre en situación de escuchar. Leonardo desapareció hace cosa de un par de años.

… Y cuando encuentre algo con lo que escribir, pensó Detritus, entonces he de encontrar a alguien que me enseñe a escribir…

—¿Desapareció? ¿Cómo? —preguntó Cuddy.

—Creemos que encontró una manera de hacerse invisible —dijo Silverfish, inclinándose hacia él.

—¿De veras?

—Porque —dijo Silverfish, asintiendo a modo de conspiración— nadie lo ha visto.

—Ah —dijo Cuddy—. Ejem. Todo esto son cosas que se me escapan, compréndalo, pero supongo que no pudo… haber ido a algún sitio en el cual ustedes no pudieran verlo, ¿verdad?

—No, eso no sería propio del viejo Leonardo. El nunca desaparecería. Pero podría desvanecerse.

—Oh.

—Tenía los tornillos un poco… flojos, no sé si me entiende. Su cabeza estaba demasiado llena de sesos. ¡Ja, recuerdo que una vez tuvo la idea de obtener relámpagos a partir de los limones! Eh, Sendivoge, ¿te acuerdas de Leonardo y sus limones relampagueantes?

Sendivoge hizo pequeños movimientos circulares alrededor de su cabeza con un dedo.

—Oh, claro que me acuerdo. «Si clavas varillas de cinc y cobre en el limón, hey presto, obtienes un relámpago domesticado.» ¡Ese hombre era idiota!

—Oh, no era ningún idiota —dijo Silverfish, cogiendo una bola de billar que había escapado milagrosamente a las detonaciones—. Lo que le pasaba era que tenía una mente tan afilada que siempre se cortaba con ella, como solía decir mi abuela. ¡Limones relampagueantes! ¿Me pueden decir qué sentido tiene eso? No, realmente era tan disparatado como lo de esa máquina suya de las «voces-en-el-cielo». Yo le dije: Leonardo, le dije, ¿para qué están los magos, eh? Hay magia perfectamente normal disponible para esa clase de cosas. ¡Lo siguiente será hombres con alas! ¿Y saben qué fue lo que me dijo él entonces? Pues fue y me dijo: Vaya, es curioso que menciones eso porque… Pobre viejo.

Hasta Cuddy se unió a las carcajadas.

—¿Y lo probaron? —preguntó después.

—¿El qué? —preguntó Silverfish.

—Jua. Jua. Jua —dijo Detritus, con su habitual retraso respecto a los demás.

—Lo de poner las varillas de metal en los limones.

—No diga tonterías.

—¿Qué esta letra significa? —preguntó Detritus, señalando el papel.

Miraron.

—Oh, eso no es un símbolo —dijo Silverfish—. No es más que otra de las pequeñas manías del viejo Leonardo. Siempre estaba haciendo garabatos en los márgenes. Garabato, garabato, garabato. En una ocasión le dije que debería hacerse llamar señor Garabato.

—Pues yo pensaba que era alguna cosa relacionada con la alquimia —dijo Cuddy—. Se parece un poco a una ballesta sin la parte del arco. Y esta palabra, Revlóbedle. ¿Qué significa?

—Que me registren. A mí me suena a bárbaro. Bien, de todas maneras… si eso es todo, oficial… tenemos unas cuantas investigaciones muy serias que llevar a cabo —dijo Silverfish, lanzando al aire la bola de falso marfil y pillándola al vuelo—. ¡No todos somos unos soñadores como el pobre Leonardo!

—Revlóbedle —dijo Cuddy, dando vueltas al papel entre sus dedos—. E-1-d-e-b-ó-l-v-e-r…

Silverfish falló la bola. Cuddy se escondió detrás de Detritus justo a tiempo.

—Ya he hecho esto antes —dijo el sargento Colon mientras él y Nobby iban hacia el Gremio de Bufones—. No te separes de la pared mientras yo hago sonar el llamador, ¿de acuerdo?

El llamador tenía la forma de un par de pechos artificiales de la clase que siempre le parece divertidísima a los jugadores de rugby y a cualquiera cuyo sentido del humor haya sido extraído quirúrgicamente. Colon ejecutó una rápida llamada y luego se lanzó a un lado buscando una zona segura.

Se oyó un chillido al que siguieron unos cuantos bocinazos y una cancioncilla que alguien tenía que haber pensado que resultaba muy alegre, una pequeña trampilla se deslizó hacia un lado encima del llamador, y un pastel de nata emergió lentamente por ella en el extremo de un brazo de madera. Entonces el brazo se partió y el pastel quedó hecho un pequeño montón a los pies de Colon.

—Da pena, ¿verdad? —dijo Nobby.

La puerta se abrió con torpeza y bastante dificultad, pero solo unos cuantos centímetros, y un payaso bastante bajito alzó la mirada hacia Colon.

—Saben aquel que dice —dijo—, ¿por qué llamó el gordo a la puerta?

—No lo sé —respondió Colon automáticamente—. ¿Por qué llamó el gordo a la puerta?

El sargento y el portero se miraron el uno al otro, enredados en la frase que se suponía debía provocar la risa.

—Eso fue lo que yo le pregunté a usted —dijo el payaso en tono de reproche. Su voz sonaba profundamente deprimida y llena de desesperación.

El sargento Colon puso rumbo hacia la cordura.

—Soy el sargento Colon, de la Guardia Nocturna —dijo—, y este de aquí es el cabo Nobbs. Hemos venido a hablar con alguien acerca del hombre que… fue encontrado en el río, ¿de acuerdo?

—Oh, sí. El pobre hermano Beano. Bueno, en ese caso supongo que será mejor que entren —dijo el payaso.

Nobby se disponía a empujar la puerta cuando Colon lo detuvo y señaló hacia arriba sin decir palabra.

—Parece que hay un cubo lleno de lechada encima de la puerta-dijo.

—¿Ah, sí? —pregunto el payaso.

Era muy bajito y calzaba unas botas enormes que le hacían parecer una L mayúscula. Su cara estaba embadurnada con un maquillaje color carne encima del cual se había pintado un gran fruncimiento de ceño. Su cabellera estaba hecha con un par de fregonas viejas, pintadas de rojo. No estaba gordo, pero una especie de aro metido dentro de sus pantalones se suponía que debía darle el aspecto de ser graciosamente obeso. Un par de tirantes de goma, preparados de tal manera que sus pantalones iban subiendo y bajando cuando andaba, representaba un componente más en la imagen general de un completo y absoluto desgraciado.

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