Hombres de armas (Mundodisco, #15) – Terry Pratchett

—¡Caramba, esto es muy emocionante! —dijo el conde de Eorle—. ¿Creen que ha venido a arrestarnos? Jajajá.

—Ja —dijo Vimes.

El conde de Eorle le dio un codazo a su compañero de mesa.

—Supongo que se estará cometiendo un crimen en algún lugar —dijo.

—Sí-dijo Vimes—. Muy cerca de aquí, me parece.

Zanahoria fue acompañado al comedor, con el casco situado en un ángulo respetuoso debajo del brazo.

Contempló a la selecta concurrencia, se lamió nerviosamente los labios y saludó. Todo el mundo le estaba mirando. Resultaba bastante difícil pasar por alto la presencia de Zanahoria en una habitación. En la ciudad había personas más grandes que él. Zanahoria ni se mostraba amenazador ni trataba de hacerse notar, sino que siempre parecía distorsionar las cosas a su alrededor sin intentarlo siquiera. Todo lo que le rodeaba se convertía en un telón de fondo para el cabo Zanahoria.

—Descanse, cabo —dijo Vimes—. ¿Qué hay de nuevo? Quiero decir —añadió rápidamente, sabiendo que Zanahoria siempre tendía a ser bastante errático cuando debía enfrentarse a cualquier clase de figura retórica—, ¿cuál es la razón de que se encuentre aquí a estas horas?

—Tengo una cosa que he de enseñarle, señor. Uh. Señor, creo que es del Gremio de Ase…

—Iremos a hablar de ello fuera, ¿le parece? —dijo Vimes. El doctor Cruces no había movido un solo músculo.

El conde de Eorle se recostó en su asiento.

—Bueno, debo decir que estoy impresionado —dijo—. Siempre había pensado que ustedes los guardias no servían de mucho, pero ahora veo que están cumpliendo con su deber en todo momento. Siempre alerta al acecho de la mente criminal ¿eh?

—Oh, sí-dijo Vimes—. La mente criminal. Sí.

El aire bastante más frío del vestíbulo ancestral fue como una bendición. Vimes se apoyó en la pared y contempló la tarjeta con los ojos entornados.

—¿«Debólver»?

—Ya sabe que usted dijo que había visto algo en el patio… —empezó a decir Zanahoria.

—¿Qué es un debólver?

—¿Quizá algo que habían sacado del museo del Gremio de Asesinos, y por eso pusieron este letrerito? —sugirió Zanahoria—. Como «Objeto de restauración», a devolver, ya sabe. En los museos suelen hacer eso.

—No, no creo que fuera eso… ¿Y qué sabes tú de museos, en todo caso?

—Oh, bueno, señor —dijo Zanahoria—. A veces los visito en mi día libre. Voy al que hay en la Universidad, naturalmente, y lord Vetinari me deja entrar en el del Palacio, y también están los de los distintos gremios, donde por lo general me dejan entrar siempre que se lo pida con educación, y luego está el museo de los enanos en la calle Escarcha…

—¿ Ah, sí? —preguntó Vimes, sin poder evitar sentir un cierto interés. Había pasado por la calle Escarcha un millar de veces.

—Sí, señor, justo detrás del callejón Tiovivo.

—Vaya, vaya. ¿Y qué es lo que hay en él?

—Muchos ejemplos interesantes de pan de los enanos, señor.

Vimes estuvo pensando en ello durante unos momentos.

—Bueno, ahora eso carece de importancia —dijo—. Y de todas maneras, no creo que haya nadie que escriba «devolver» así.

—Yo lo escribo así, señor —dijo Zanahoria.

—Me refiero a que «devolver» no se escribe así normalmente —dijo Vimes, agitando la tarjeta entre los dedos—. Lo que sí sé es que hay que ser payaso para entrar en el Gremio de los Asesinos sin autorización —dijo.

—Sí, señor.

El fuego de la ira había consumido los vapores de la bebida. Vimes estaba volviendo a experimentar… no, la emoción no, esa no era la palabra apropiada… la sensación de algo. No cabía duda de que estaba allí, esperándolo…

—¿Qué está pasando, Samuel Vimes?

Lady Ramkin había salido del comedor cerrando la puerta detrás de ella.

—Te he estado observando —dijo—. Estabas siendo muy grosero, Sam.

—Intentaba no serlo.

—El conde de Eorle es un viejo amigo mío.

—¿Lo es?

—Bueno, hace mucho tiempo que le conozco. La verdad es que no aguanto a ese hombre. Pero conseguiste ponerle en ridículo.

—Fue él quien se puso en ridículo a sí mismo. Yo me limité a echarle una mano.

—Pero yo te he oído mostrarte… descortés acerca de los enanos y los trolls en muchas ocasiones.

—Eso es distinto. Yo tengo derecho. Ese idiota no reconocería a un troll ni aunque le pasara por encima.

—Oh, si un troll le pasara por encima seguro que lo reconocería —dijo Zanahoria, siempre dispuesto a ayudar—. Algunos de ellos pesan hasta…

—¿Y qué es eso tan importante que te ha hecho levantarte de la mesa? —preguntó lady Ramkin.

—Estamos… buscando a la persona que mató a Regordete.-dijo Vimes.

La expresión de lady Ramkin cambió al instante.

—Eso es diferente, claro —dijo—. Gente así debería ser azotada públicamente.

¿Por qué he dicho eso?, pensó Vimes. Quizá porque es verdad. El… debólver… desaparece, y un instante después arrojan al río a un pequeño artesano enano con una fea corriente de aire allí donde debería estar su pecho. Las dos cosas están relacionadas. Ahora lo único que he de hacer es encontrar las conexiones…

—Zanahoria, ¿puedes regresar conmigo al taller de Martillogrande?

—Sí, capitán. ¿Por qué?

—Quiero ver el interior de ese taller. Y esta vez tengo a un enano conmigo.

Más que eso, añadió, tengo al cabo Zanahoria. Y el cabo Zanahoria le cae bien a todo el mundo.

Vimes escuchaba mientras la conversación iba siguiendo su curso en lengua enanil. Zanahoria parecía estar venciendo, pero por muy poco. El clan estaba dando su brazo a torcer no porque hubiese una buena razón para ello, o en obediencia a la ley, sino porque… bueno… porque era Zanahoria quien se lo pedía.

Finalmente, el cabo alzó la mirada. Estaba sentado en un taburete de enano, con lo que sus rodillas prácticamente enmarcaban su cabeza.

—Verá, debe comprender que el taller de un enano es muy importante.

—Claro —dijo Vimes—. Lo comprendo.

—Y, ejem… usted es un grandote.

—¿Cómo dices?

—Usted es un grandote. Quiero decir que es más grande que un enano.

—Ah.

—Ejem. El interior del taller de un enano es como… bueno, es como la parte de dentro de sus ropas, no sé si me explico. Dicen que si yo estoy con usted, puede echar una mirada. Pero no debe tocar nada. Ejem. Están bastante disgustados, capitán.

Un enano que posiblemente fuese la señora Martillogrande hizo aparecer un manojo de llaves.

—Siempre me he llevado bien con los enanos —dijo Vimes.

—Están realmente disgustados, señor. No creen que lo que podamos hacer nosotros vaya a servir de nada.

—¡Haremos todo lo que podamos!

—Mmm. No lo he traducido bien. Mmm. En realidad, ellos creen que nosotros no servimos de nada. No pretenden mostrarse ofensivos, señor. Es solo que creen que no se nos permitirá llegar a ninguna parte, señor.

—¡Ay!…

—Lo siento, capitán —dijo Zanahoria, que estaba caminando como una L invertida—. Después de usted. Tenga cuidado con la cabeza al…

—¡Ay!

—Quizá sería mejor que se sentara mientras yo echo una mirada por ahí.

El taller era largo y, naturalmente, bajo, con otra puertecita al final. Había un gran banco de trabajo debajo de una claraboya. En la pared de enfrente había una fragua y un soporte para herramientas. Y un agujero.

Un trozo de yeso se había desprendido de la pared a cosa de un metro por encima del suelo, y las grietas irradiaban hacia fuera alejándose de la mampostería medio rota que había debajo.

Vimes se pellizcó el puente de la nariz. Hoy no había encontrado tiempo para dormir. Aquello era otro asunto pendiente. Tendría que acostumbrarse a dormir cuando estaba oscuro. Ya no se acordaba de la última vez que había dormido por la noche.

Husmeó el aire.

—Huele a fuegos artificiales —dijo.

—Podría venir de la fragua —dijo Zanahoria—. Y en cualquier caso, los trolls y los enanos han estado encendiendo fuegos artificiales por toda la ciudad.

Vimes asintió.

—Bueno, ¿qué es lo que podemos ver? —preguntó.

—Alguien le dio con bastante fuerza a la pared justo aquí —dijo Zanahoria.

—Eso podría haber ocurrido en cualquier momento —dijo Vimes.

—No, señor, porque debajo del agujero hay polvo de yeso y un enano siempre mantiene limpio su taller.

—¿De veras?

Había varias armas, algunas de ellas medio terminadas, en soportes junto al banco de trabajo. Vimes cogió la mayor parte de una ballesta.

—Martillogrande sabía hacer bien su trabajo —dijo—. Se le daban muy bien los mecanismos.

—Era famoso por ello —dijo Zanahoria, rebuscando distraídamente encima del banco—. Tenía muy buena mano para los artilugios, y como afición hacía cajas de música en sus ratos libres. Nunca pudo resistirse a un desafío mecánico. Ejem. ¿Qué es lo que estamos buscando exactamente, señor?

—No estoy seguro. Vaya, esto sí que está realmente bien…

Era un hacha de guerra, y tan pesada que el brazo de Vimes se inclinó hacia el suelo bajo su peso. Intrincadas líneas talladas cubrían la hoja. Tenía que haber supuesto semanas de trabajo.

—No es la típica especial del sábado noche, ¿eh?

—Oh, no —dijo Zanahoria—. Es un arma funeraria.

—¡Ya lo creo que sí!

—Quiero decir que está hecha para que la entierren con un enano. A cada enano le entierran con un arma. Ya sabe, ¿no? Para que se la lleve consigo a… dondequiera que vaya a ir.

—¡Pero es un trabajo realmente magnífico! Y tiene un filo tan cortante como el de una… aaargh —Vimes se chupó el dedo—, como el de una navaja.

Zanahoria puso cara de perplejidad.

—Pues claro. Enfrentarse a ellos con un arma inferior no le serviría de nada.

—¿Qué son esos ellos de los que estás hablando?

—Cualquier cosa mala con la que pueda encontrarse en su viaje después de la muerte —dijo Zanahoria, hablando en tono de sentirse un poco incómodo.

—Ah. —Vimes titubeó. Aquella era un área en la que él tampoco se sentía muy a gusto.

—Es una tradición antigua —dijo Zanahoria.

—Yo pensaba que los enanos no creían en los diablos, los demonios y todo ese tipo de cosas.

—Es cierto, pero… no estamos seguros de si ellos lo saben.

—Oh.

Vimes volvió a dejar el hacha encima del banco y cogió algo más del soporte de las herramientas. Era un caballero con armadura que mediría unos veinte centímetros de alto. En su espalda había una llave. Vimes la hizo girar, y entonces casi dejó caer la figura cuando sus piernas empezaron a moverse. La puso en el suelo y la figura empezó a andar rígidamente por él, agitando su espada.

—Se mueve un poco como Colon, ¿verdad? —dijo Vimes— ¡Relojería!

—Es lo que está haciendo furor últimamente —dijo Zanahoria—. El señor Martillogrande era muy bueno en ella.

Vimes asintió.

—Buscamos algo que no debería estar aquí —dijo—. O algo que debería estar y no está. ¿Falta algo?

—Resulta difícil decirlo, señor. No está aquí.

—¿Qué?

—Lo que sea que falta, señor —dijo Zanahoria, siempre concienzudo.

—Me refiero a cualquier cosa que te esperarías encontrar y que no esté aquí —le explicó Vimes con paciencia.

—Bueno, él tiene… tenía todas las herramientas habituales, señor. Y además de muy buena calidad. Una pena, en realidad.

—¿El qué?

—Las fundirán, por supuesto.

Vimes contempló las ordenadas hileras de martillos y limas.

—¿Por qué? ¿No puede usarlas algún otro enano?

—¿Cómo, usar las herramientas de otro enano? —La boca de Zanahoria se frunció en una mueca de asco, como si alguien le hubiera sugerido que se pusiera los pantalones cortos viejos del cabo Nobbs—. Oh, no, eso no es… correcto. Quiero decir que son… parte de él. Quiero decir que… el que otro enano las usara, después de que él haya estado usándolas durante todos estos años, quiero decir que… aaargh.

—¿De veras?

El soldadito de cuerda marchó por debajo del banco.

—No te sentirías… bien. Ejem. Sería asqueroso.

—Oh —dijo Vimes, y se levantó.

—Capi…

—¡Ay!

—Tenga cuidado con la cabeza, capitán. Lo siento.

Frotándose la cabeza con una mano, Vimes utilizó la otra para examinar el agujero en el yeso.

—Hay… algo ahí dentro —dijo—. Pásame uno de esos escoplos.

Hubo silencio.

—Un escoplo, por favor. Si eso te hace sentir mejor, estamos tratando de averiguar quién mató al señor Martillogrande. ¿Te parece bien?

Zanahoria cogió un escoplo, pero con una considerable reluctancia.

—Este escoplo es del señor Martillogrande —dijo en un tono de reproche.

—¿Quiere hacer el favor de dejar de ser un enano durante dos segundos, cabo Zanahoria? ¡Usted es un guardia! ¡Y deme el dichoso escoplo! ¡Ha sido un día muy largo! ¡Gracias!

Vimes hurgó en la mampostería con el escoplo, y un rugoso disco de plomo le cayó en la mano.

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