—El rastro empieza a disiparse. Se ha mezclado con demasiadas otras cosas.
Angua anduvo husmeando por los alrededores durante un rato. Alguien había ido hasta allí, pero demasiadas personas habían cruzado el rastro. El olor penetrante seguía estando presente, pero ahora solo como una sugerencia dentro del amasijo de aromas en conflicto.
De pronto fue consciente de un abrumador aroma a jabón que se iba aproximando. Ya lo había notado antes, pero solo corno mujer y únicamente como una tenue vaharada. Como cuadrúpeda el olor parecía llenar el mundo.
El cabo Zanahoria venía por la calzada y parecía pensativo. No miraba en qué dirección iba, pero en realidad no necesitaba hacerlo. La gente siempre se hacía a un lado para dejar pasar al cabo Zanahoria.
Era la primera vez que Angua lo veía a través de aquellos ojos. ¡Oh, cielos! ¿Cómo era posible que la gente no se diera cuenta? Zanahoria andaba por la ciudad como un tigre anda por entre la hierba alta, o un oso a través de la nieve, luciendo el paisaje igual que si fuera una piel…
Gaspode volvió la cabeza hacia ella. Angua se había sentado sobre sus cuartos traseros, mirando fijamente.
—Te cuelga la lengua —le dijo Gaspode.
—¿Qué…? ¿Y qué? Bueno, ¿y qué? Es natural. Estoy jadeando.
—Jua, jua.
Zanahoria los vio y se detuvo.
—Vaya, pero si es el chuchito —dijo.
—Guau, guau —dijo Gaspode, con su cola traidora meneándose.
—Al menos tú tienes una amiga —dijo Zanahoria.
Le dio unas palmaditas en la cabeza a Gaspode y luego se limpió distraídamente la mano en la túnica.
—Y a fe mía que es un ejemplar realmente espléndido —dijo—. Una perra loba de las Montañas del Carnero, si es que entiendo un poco de eso. —Acarició a Angua de una manera vagamente amistosa—. Oh, bueno —dijo—. Esto no ayuda en nada a que se haga el trabajo, ¿verdad?
—Guau, gañido, dale una galleta al perrito —dijo Gaspode.
Zanahoria se incorporó y se palpó los bolsillos.
—Creo que tengo un trocito de galleta por aquí… Vaya, viéndote no me costaría nada creer que entiendes cada palabra que digo…
Gaspode mendigó un poco, y no le costó nada hacerse con la galleta.
—Guau, guau, reverencia, reverencia-dijo.
Zanahoria dirigió a Gaspode la mirada ligeramente perpleja que las personas siempre le lanzaban cuando decía «guau» en vez de ladrar, saludó a Angua con una inclinación de cabeza y siguió su camino hacia la avenida Pastelito y la casa de lady Ramkin.
—Ahí va un chico muy, muy majo —dijo Gaspode mientras masticaba ruidosamente la galleta rancia—. Simple, pero muy majo.
—Sí. Es simple, ¿verdad? —dijo Angua—. Eso fue lo primero que me llamó la atención en él. Es simple. Y aquí todo lo demás es complicado.
—Antes te estaba poniendo ojos de cordero —dijo Gaspode—. Y no es que yo tenga nada en contra de los ojos de cordero cuidado. Con tal de que estén frescos.
—Eres repugnante.
—Sí. Pero al menos yo mantengo la misma forma durante todo el mes, dicho sea sin ánimo de ofender.
—Estás pidiendo un mordisco.
—Oh, sí —gimoteó Gaspode—. Sí, me morderás. Aaargh. Oh, sí, eso sí que me dejará preocupado, de verdad que sí. Quiero decir que, bueno, piensa un poquito en ello. Tengo tantas enfermedades caninas que estoy vivo únicamente porque las pequeñas cabronas están demasiado ocupadas peleándose entre ellas. Quiero decir que, bueno, hasta tengo Trasero Pringoso, y eso solo lo pueden tener las ovejas preñadas. Adelante. Muérdeme. Cambia mi vida. Cada vez que haya luna llena, de pronto me crecerá pelo y me saldrán unos grandes dientes amarillos y tendré que ir por ahí a cuatro patas. Sí, no he de esforzarme demasiado para ver que eso cambiaría enormemente mi situación actual. De hecho —dijo—, no cabe duda de que estoy pasando por una racha bastante mala en lo que se refiere al departamento de pelaje, así que a lo mejor un, ya sabes, no el mordisco entero, sino quizá solo un mordisqueo de nada…
—Cállate.
«Al menos tú tienes una amiga», había dicho Zanahoria. Como si tuviera algo en la cabeza…
—Incluso un lametón rápido…
—Cállate.
—La culpa de todo este desorden la tiene Vetinari —dijo el duque de Eorle—. ¡Ese hombre carece de estilo! Así que ahora, naturalmente, tenemos una ciudad en la que los tenderos cuentan con tanta influencia como los barones. ¡Pero si incluso permitió que los fontaneros formaran un gremio! Eso va contra natura, en mi humilde opinión.
—No sería tan terrible si diera alguna clase de ejemplo social —dijo lady Omnius.
—O incluso gobernara —dijo lady Selachii—. Hoy día parece que la gente tenga derecho a salirse con la suya en todo.
—Admito que hacia el final los antiguos reyes ya no pertenecían necesariamente a nuestra clase —dijo el duque de Eorle—, pero al menos ellos representaban algo, en mi humilde opinión. En aquellos tiempos teníamos una ciudad decente. Las personas eran más respetuosas y sabían cuál era su sitio. Entonces cumplían con una jornada laboral decente, y no se pasaban la vida holgazaneando. Y ciertamente no teníamos que abrirles las puertas a cualquier clase de escoria que fuera capaz de entrar por ellas. Y también teníamos leyes, por supuesto. ¿No es así, capitán?
El capitán Samuel Vimes estaba contemplando con ojos vidriosos un punto situado en algún lugar hacia la izquierda y justo por encima de la oreja izquierda de la persona que acababa de hablar.
El humo de los puros flotaba en el aire casi inmóvil. Vimes era vagamente consciente de que había pasado varias horas ingiriendo demasiada comida en compañía de personas que no le gustaban.
Anhelaba el olor de las calles mojadas y la sensación de los adoquines bajo sus suelas de cartón. Una bandeja de copas para después de la cena estaba orbitando la mesa, pero Vimes no la había tocado, porque Sybil se molestaba. Y ella intentaba ocultarlo, y eso molestaba todavía más a Vimes.
El efecto del Abrazodeoso ya se había disipado. Vimes odiaba estar sobrio. Al estarlo empezaba a pensar. Uno de los pensamientos que luchaban por hacerse con un poco de espacio dentro de su mente era que las opiniones humildes no existían.
Vimes no había tenido mucha experiencia con los ricos y los poderosos. Por regla general, los policías no la tenían. No se trataba de que los ricos y los poderosos fuesen menos propensos a cometer crímenes, sino sencillamente de que los crímenes que cometían tendían a estar tan por encima del nivel normal de criminalidad que se encontraban más allá del alcance de los hombres con botas baratas y cota de malla oxidada. Tener cien propiedades en los suburbios no era un crimen, pero vivir en una de ellas casi lo era. Ser un asesino —el Gremio de Asesinos nunca llegaba a decirlo en voz alta, pero una cualificación importante para ingresar en él era la de ser hijo o hija de un caballero— no era un crimen. Si tenías suficiente dinero, difícilmente podías llegar a cometer ninguna clase de crimen. Lo único que hacías era perpetrar divertidos pecadillos.
—Y mires donde mires, ahora todo está lleno de enanos advenedizos y trolls y gente grosera —dijo lady Selachii—. Actualmente hay más enanos en Ankh-Morpork que en cualquiera de sus propias ciudades, o como quiera que ellos llamen a sus agujeros.
—¿Qué opina usted, capitán? —dijo el duque de Eorle.
—¿Mmm? —murmuró el capitán Vimes cogiendo una uva y empezando a darle vueltas entre sus dedos.
—Acerca del actual problema étnico.
—¿Estamos teniendo uno?
—Bueno, sí. Fíjese en el Camino de la Cantera. ¡Allí hay peleas todas las noches!
—¡Y no tienen absolutamente ningún concepto de la religión!
Vimes examinó minuciosamente la uva. Lo que le estaban entrando ganas de decir era: Por supuesto que se pelean. Son trolls. Por supuesto que se atizan unos a otros con garrotes, lo hacen porque el troll es en esencia un lenguaje corporal y, bueno, a ellos les gusta gritar. De hecho, el único que le crea auténticos problemas a alguien es ese bastardo de Chrysoprase, y eso únicamente porque imita a los humanos y aprende rápido. En cuanto a la religión, los dioses troll ya se estaban dando garrotazos los unos a los otros diez mil años antes de que nosotros dejáramos de intentar comer rocas.
Pero el recuerdo del enano muerto agitó algo perverso dentro de su alma.
Volvió a dejar la uva en el plato.
—Desde luego —dijo—. En mi opinión, esos bastardos sin dioses deberían ser detenidos y llevados fuera de la ciudad a punta de lanza.
Hubo un momento de silencio.
—Es justo lo que se merecen —añadió Vimes.
—¡Exactamente! Son poco más que animales —dijo lady Omnius. Vimes sospechaba que su nombre propio era Sara.
—¿Se ha fijado en lo enormes que son sus cabezas? —dijo Vimes—. Realmente no son más que roca. Tienen un cerebro muy pequeño.
—Y moralmente, por supuesto… —dijo el duque de Borle.
Hubo un vago murmullo de asentimiento. Vimes extendió la mano hacia su copa.
—Willikins, no creo que el capitán Vimes quiera vino —dijo lady Ramkin.
—¡Te equivocas! —exclamó Vimes alegremente—. Y ya que estamos hablando del tema, ¿qué hay de los enanos?
—No sé si alguien se ha dado cuenta —dijo el duque de Eorle— pero ahora ya no se ven tantos perros como solía haber.
Vimes le miró fijamente. Sí, lo de los perros era cierto. Últimamente ya no parecía haber tantos yendo y viniendo por todas partes, eso era un hecho innegable. Pero él había visitado unos cuantos bares de enanos con Zanahoria, y sabía que en efecto los enanos comerían perro, pero solo si no pudieran conseguir rata. Y diez mil enanos comiendo continuamente con cuchillo, tenedor y pala apenas harían mella en la población de ratas de Ankh-Morpork. Era un comentario que no faltaba nunca en todas las cartas que los enanos enviaban a su casa: venid todos y traed el ketchup.
—¿Se han fijado en lo pequeñas que tienen las cabezas? —dijo—. Capacidad craneal muy limitada, sin duda. Es cuestión de medidas.
—Y nunca ves a sus mujeres —dijo lady Sara Omnius—. Yo eso lo encuentro muy… sospechoso. Ya saben lo que se dice acerca de los enanos —añadió ominosamente.
Vimes suspiró. Era consciente de que sus mujeres se veían continuamente, aunque tenían el mismo aspecto que los enanos. Cualquier persona que supiera algo acerca de los enanos tendría que saber eso, ¿verdad?
—Y además son unos diablillos muy astutos —dijo lady Selachii—. Punzantes como agujas, sí.
—Saben una cosa —dijo Vimes, sacudiendo la cabeza—, saben una cosa, eso es lo que resulta tan condenadamente irritante, ¿verdad? Me refiero a la manera en que pueden ser tan incapaces de tener cualquier clase de pensamiento racional y ser tan condenadamente taimados al mismo tiempo.
Solo Vimes vio la mirada que le lanzó lady Ramkin. El conde de Eorle apagó su puro antes de hablar.
—Vienen aquí y se hacen con todo —dijo—. Y trabajan corno hormigas durante todas esas horas en las que las personas de verdad deberían poder dormir un poco. No es natural.
La mente de Vimes describió un cauteloso círculo alrededor del comentario, y luego lo comparó con el comentario anterior acerca de una jornada laboral decente.
—Bueno, ahora uno de ellos ya no trabajará tan duro —dijo lady Omnius—. Mi doncella me ha dicho que esta mañana encontraron a uno de ellos en el río. Probablemente alguna guerra tribal o algo por el estilo.
—Ja… Es un comienzo, al menos —dijo el conde de Eorle, riendo—. No es que nadie vaya a darse cuenta de si falta o sobra uno, claro.
Vimes sonrió alegremente.
Había una botella de vino cerca de su mano, a pesar de todos los esfuerzos disimulados que estaba haciendo Willikins por retirarla. El cuello de la botella parecía invitadoramente agarrable… De pronto fue consciente de que había unos ojos fijos en él. Miró por encima de la mesa para encontrarse con la cara de un hombre que le estaba observando con mucha atención y cuya última contribución a la conversación había sido: «¿Sería tan amable de pasarme los aliños, capitán?». Lo único que había de notable en la cara era la mirada, la cual no podía ser más calmosa y mostraba una tenue diversión. Era el doctor Cruces. Vimes tuvo la fuerte impresión de que le estaban leyendo el pensamiento.
—¡Samuel!
La mano de Vimes se detuvo a medio camino de la botella. Willikins estaba esperando junto a la señora de la casa.
—Parece ser que en la puerta hay un joven que pregunta por ti —dijo lady Ramkin—. El cabo Zanahoria.