—¡Lo que tu digas!
Vimes se baño en agua tibia y un rosado resplandor alcohólico. Después se secó lo mejor que pudo y contempló el traje que había encima de la cama.
Lo había confeccionado para él el mejor sastre de la ciudad. Sybil Ramkin tenía un corazón generoso. Era una mujer dispuesta a dar cuanto estaba en sus manos.
El traje era azul y púrpura oscuro, con encaje en las muñecas y en el cuello. A Vimes le habían dicho que era el último grito de la moda. Sybil Ramkin quería que su esposo progresara en el mundo. Ella nunca llegaba a decirlo, pero Vimes sabía que Sybil estaba convencida de que valía demasiado para ser policía.
Vimes lo contempló con aturdida incomprensión. Él nunca había llevado traje. Cuando era crío, siempre llevaba cualquier harapo que pudiera llegar a atarse encima del cuerpo; y luego siempre llevó los pantalones de cuero hasta las rodillas y la cota de malla de la Guardia, unas prendas cómodas y prácticas.
El traje venía acompañado por un sombrero. El sombrero tenía perlas.
Vimes nunca se había cubierto la cabeza con nada que no se hubiera hecho a base de martillazos asestados sobre un trozo de metal.
Los zapatos eran largos y puntiagudos.
Él siempre había llevado sandalias en verano, y las tradicionales botas baratas en invierno.
El capitán Vimes apenas si era capaz de ser un oficial. No estaba seguro de cómo había que hacer para llegar a convertirse en un caballero. Aun así, ponerse el traje parecía formar parte de ello.
Los invitados estaban llegando. Vimes podía oír el crujir de las ruedas de los carruajes en el sendero, y el flip-flop de los porteadores de las sillas de manos.
Miró por la ventana. La avenida Pastelito quedaba bastante más arriba que la mayor parte de Morpork y ofrecía unas vistas incomparables de la ciudad, suponiendo que esa fuera tu idea de pasar un buen rato. El palacio del patricio era una forma más oscura en la penumbra, con una ventana iluminada en sus alturas. Era el centro de un área bien iluminada, que iba volviéndose más y más oscura conforme el panorama se ensanchaba y empezaba a incorporar aquellas partes de la ciudad en las que nadie encendía una vela porque eso era desperdiciar buena comida. Había una luz roja de antorchas alrededor del Camino de la Cantera… bueno, el Año Nuevo Troll, comprensible. Y un tenue resplandor relucía encima del edificio de Magia de Altas Energías en la Universidad Invisible. Vimes hubiese arrestado a todos los magos bajo la sospecha de ser demasiado listos. Pero había más luces de las que cabría esperar alrededor de Cable y Abrupta, la parte de la ciudad a la que gente como el capitán Quirk se refería llamándola «el pueblo de los diminutos»…
—¡Samuel!
Vimes se ajustó la corbata lo mejor que pudo.
Se había enfrentado a trolls, enanos y dragones, pero ahora iba a tener que conocer a una especie enteramente nueva: los ricos.
Después a Angua siempre le costaba mucho recordar cuál era el aspecto que había tenido el mundo cuando ella se encontraba dans une certaine condition, como lo llamaba delicadamente su madre.
Por ejemplo, luego recordaba ver los olores. Las calles y los edificios propiamente dichos… estaban allí, por supuesto, pero solo como un apagado fondo monocromo ante el que los sonidos y, sí, los olores surcaban el espacio como brillantes líneas de… fuego coloreado y nubes de… bueno, de humo coloreado.
Eso era lo que realmente importaba, claro está. Allí era donde todo se disgregaba. Después ya no había palabras apropiadas para referirse a lo que Angua oía y olía. Si se pudiera ver nítidamente un octavo color solo durante un rato, y luego volver a describirlo dentro del mundo coloreado en siete tonos, la descripción tendría que ser… «algo así como una especie de verde purpúreo». La experiencia no era algo que se transmitiera demasiado bien entre las especies.
A veces, aunque no muy a menudo, Angua pensaba que era muy afortunada por poder ver ambos mundos. Y siempre había veinte minutos después de un Cambio en los que todos los sentidos estaban agudizados, de tal manera que el mundo entero relucía como un arco iris en cada espectro sensorial. Solo por eso ya casi valía la pena.
Había distintas variedades de licántropo. Algunos de ellos solo tenían que afeitarse cada hora y llevar un sombrero para que les tapara las orejas. Podían pasar por prácticamente normales.
Pero aun así, Angua podía reconocerlos. Los hombres-lobo podían distinguir a otro licántropo a través de una calle llena de gente. Había algo en los ojos. Y, naturalmente, si disponías de tiempo para ello, había toda clase de pistas de otro tipo. Los hombres-lobo tendían a vivir solos y buscar trabajos que no les pusieran en contacto con animales. Se ponían mucho perfume o loción para después del afeitado, y tendían a ser muy exigentes acerca de lo que comían. Y llevaban diarios con las fases de la luna cuidadosamente marcadas en tinta roja.
En el campo ser un hombre-lobo no era vida. Una gallina estúpida desaparecía y eras el sospechoso número uno. Todo el mundo decía que las cosas eran mejores en la ciudad.
Ciertamente era abrumadora.
Angua podía ver varias horas de la calle Olmo de un solo vistazo. El miedo del atracador era una línea anaranjada que iba desvaneciéndose. El camino seguido por Zanahoria era una pálida nube verdosa en expansión, con un tenue ribete que sugería que estaba ligeramente preocupado. Había tonos adicionales de cuero viejo y pulimento para armaduras. Otras sendas, tenues o intensas, se entrecruzaban a lo largo de la calle.
Había una que olía como una vieja alfombrilla de lavabo.
—Hola, perra —dijo una voz detrás de Angua.
Angua volvió la cabeza. Gaspode no tenía mejor aspecto visto a través de la visión canina. La única diferencia era que ahora se hallaba en el centro de una nube de olores mezclados.
—Oh. Eres tú.
—Exacto —dijo Gaspode, rascándose febrilmente. Le lanzó una mirada esperanzada—. Solo por preguntar, comprendes, para dejarlo claro ya desde el primer momento y por aquello de guardar las apariencias, por la memoria de comosellame podríamos decir, pero supongo que no habrá ninguna posibilidad de que yo pueda olisquear…
—Ninguna.
—Solo preguntaba. No pretendía ofenderte.
Angua arrugó el hocico.
—¿Cómo es que hueles tan mal? Quiero decir que ya olías bastante mal cuando era humana, pero ahora…
Gaspode puso cara de sentirse muy orgulloso.
—No está mal, ¿verdad? —dijo—. Pero no es algo que ocurra por casualidad, claro. Tuve que trabajarlo mucho. Si fueras una perra de verdad, esto sería como una loción para después del afeitado de las buenas. Por cierto, señorita, te interesa conseguir un collar. Nadie te molesta si llevas collar.
—Gracias.
Gaspode parecía tener otra cosa en mente.
—Ejem… No arrancas los corazones de los pechos, ¿verdad?
—No a menos que quiera hacerlo —dijo Angua.
—Claro, claro, claro —se apresuró a decir Gaspode—. ¿Adonde ibas?
Inició un torpe trote de patas arqueadas para mantenerse a la altura de Angua.
—A husmear un poco por los alrededores de casa de Martillo-grande. No te he pedido que vinieras.
—No tengo nada más que hacer —dijo Gaspode—. La Casa de las Costillas no saca la basura hasta medianoche.
—¿No tienes un hogar al que ir? —preguntó Angua, mientras pasaban trotando por debajo de un puesto de pescado con patatas fritas.
—¿Un hogar? ¿Yo? ¿Un hogar? Sí. Por supuesto. No hay problema. Críos que ríen, una gran cocina, tres comidas al día, un gato la mar de gracioso al que perseguir en la casa de al lado, manta propia y un lugar junto al fuego, ya está viejo y se ha ablandado un poco pero lo queremos, etcétera. Todo está controlado, créeme. No, lo que pasa es que me gusta salir un poco —dijo Gaspode.
—Solo que veo que no tienes collar.
—Se me cayó.
—¿De veras?
—Fue por el peso de todas esas piedras falsas.
—Sí, supongo que sería por eso.
—Me dejan hacer prácticamente lo que me da la gana -dijo Gaspode.
—Eso ya lo veo.
—A veces no voy a casa durante, oh, días enteros.
—¿De veras?
—Semanas, a veces.
—Claro.
—Pero siempre se alegran mucho de verme cuando lo hago —dijo Gaspode.
—Pensaba que habías dicho que dormías en la universidad —dijo Angua, mientras esquivaban un coche en la calle Escarcha.
Por un momento Gaspode olió a incertidumbre, pero se recobró de una manera magnífica.
—Sí, claro —dijo—. Bueeeeeno, ya sabes cómo son las familias… Todos esos chicos que te cogen en brazos, dándote galletas y similares, y la gente dándote palmaditas todo el rato. Te acaba poniendo de los nervios. Así que duermo allí bastante a menudo.
—Claro.
—Más a menudo que no, de hecho.
—¿De veras?
Gaspode soltó un suave gañido.
—Tienes que ir con cuidado, sabes. Una perra joven como tú puede tener muchos problemas en esta ciudad de perros.
Habían llegado al pequeño muelle de madera que había detrás del taller de Martillogrande.
—¿Y cómo te las…? —empezó a decir Angua, pero se calló.
Allí había toda una mezcla de olores, pero el que predominaba era tan penetrante como la hoja de una sierra.
—¿Fuegos artificiales?
—Y miedo —dijo Gaspode—. Montones de miedo.
Olisqueó los tablones.
—Miedo humano, no de enano. Si son enanos, siempre lo notas enseguida. Es por la alimentación a base de ratas, ¿sabes? ¡Buf! Tiene que haber sido realmente intenso para que todavía huela tan fuerte.
—Huelo a un macho humano y un enano —dijo Angua.
—Sí. Un enano muerto.
Gaspode pegó su maltrecho hocico a la parte de abajo de la puerta y fue moviéndolo a lo largo de ella, olisqueando ruidosamente.
—Hay más cosas —dijo—, pero con el río tan cerca y todo lo demás es una mierda. Hay aceite y… grasa… y toda clase de… Eh, ¿adonde vas?
Gaspode trotó tras ella mientras Angua volvía a encaminarse hacia la calle Escarcha, con el hocico pegado al suelo.
—Estoy siguiendo el rastro —dijo ella.
—¿Para qué? El no te lo agradecerá, ¿sabes?
—¿Quién no me lo agradecerá?
—Tu jovencito.
Angua se detuvo tan de repente que Gaspode chocó con ella.
—¿Te refieres al cabo Zanahoria? ¡Él no es mi jovencito!
—¿No? Soy un perro, ¿de acuerdo? Está todo en la nariz, ¿de acuerdo? El olor no puede mentir. Feromonas. Es el viejo rollo de la alquimia sexual.
—¡Solo hace un par de noches que le conozco!
—¡Aja!
—¿Qué quieres decir con eso de «aja»?
—Nada, nada. O por lo menos nada malo, en todo caso…
—¡No hay absolutamente nada que pueda estar mal!
—Claro, claro. Y no es que fuera a estar mal —dijo Gaspode, apresurándose a añadir—, incluso en el caso de que lo hubiera. El cabo Zanahoria le cae bien a todo el mundo.
—Sí, ¿verdad? —dijo Angua, con su pelaje volviendo a aplanarse—. Es muy… agradable.
—Incluso Gran Fido solo le mordió la mano cuando Zanahoria intentó acariciarlo.
—¿Quién es Gran Fido?
—El Jefe Ladrador del Gremio de Perros.
—¿Los perros tienen un gremio? ¿Los perros? Tócame los hocicos, anda…
—No, va en serio. Derechos de búsqueda en las basuras, lugares para tomar baños de sol, turnos de ladridos nocturnos, derechos de apareamiento, cuotas de aullidos… Todo el hueso de goma, créeme.
—Un gremio de perros —gruñó Angua sarcásticamente—. Oh, claro.
—Tú persigue a una rata por la calle equivocada y luego llámame mentiroso —dijo Gaspode—. Tienes suerte de que yo ande por aquí, o de lo contrario podrías meterte en un buen lío. El perro que no sea miembro del gremio va a tener muchos problemas en esta ciudad. Sí, tienes mucha suerte de haberte encontrado conmigo.
—Y supongo que tú eres un gran hom… perro dentro del gremio, ¿verdad?
—No soy miembro del gremio —dijo Gaspode con satisfacción.
—¿Y entonces cómo sobrevives?
—Yo puedo pensar con las patas. Y en todo caso, Gran Fido nunca se mete conmigo. Yo tengo el Poder.
—¿Qué poder?
—Bah, olvídalo. Gran Fido… es muy amigo mío.
—Tratar de arrancarle el brazo a un hombre de un mordisco porque te ha acariciado no suena muy amistoso.
—¿Sí? Pues el último hombre que intentó acariciar a Gran Fido desapareció sin dejar rastro, y luego lo único que encontraron de él fue la hebilla de su cinturón.
—¿Sí?
—Y estaba en lo alto de un árbol.
—¿Dónde estamos?
—Cuando ni siquiera hay árboles cerca de aquí. ¿Qué?
Gaspode olisqueó el aire. Su nariz podía leer la ciudad de una manera que recordaba a las suelas instruidas del capitán Vimes.
—Estamos en el cruce de la avenida Pastelito con Prouts —dijo.